Rosario, por supuesto, es desde hace rato
escenario de novelas y relatos. Y no sólo de la literatura que se produce en la
ciudad. César Aira y Martín Caparrós, por mencionar a dos escritores
contemporáneos y por completo distintos entre sí, Juan José Saer y Hebe Uhart
desplegaron ficciones en las calles rosarinas.
Lo que introducen de alguna manera las dos
novelas más recientes que transcurren en Rosario es, por decirlo de algún modo,
la indiferencia por la ciudad misma, que es lo que la vuelve más presente y le
da una entidad que pertenece acaso a la generación de sus autores.
Destrucción total (Blatt & Ríos, Buenos Aires, diciembre de 2014),
de Lila Siegrist, y La solución (Yo Soy Gilda Editora,
Rosario, febrero de 2015), de Agustín Alzari, ofrecen un recorrido “introspectivo”, privado por la
ciudad. Vemos Rosario en la introspección de sus personajes, como si la ciudad
no importara, como si su decorado fuese –como en el truco de la máxima de
Werner Herzog sobre los actores– “un mal necesario”. Y sin embargo, los
personajes son, a su modo, a la novela lo que el urbanista es a la urbe:
arquitectos de ese diseño en el que un drama dibuja una topografía, un
pensamiento; nos descubren matices y tramas en el hormigón y el cemento que lo
cargan de historia e ideología.
A ver si queda claro: no se trata
de los pasajes de Walter Benjamin aplicados
a Rosario, ni de los paisajes neoyorkinos de Philip Roth, ni mucho menos de ese
auge postal por ciertas ciudades cuya expresión más vulgar y humillante es El interior, de Caparrós. Sino de algo
que acontece acá –en el libro y, por lo tanto, en la ciudad– y piensa a Rosario
como el objeto indeseado de un vagabundeo hecho de literatura. Mejor lo ilustra
esta cita de Ezequiel Martínez Estrada –nuestro
más grande exégeta y quien escrutó con mayor desprecio la bulla porteña: “Lo
interior, que es lo que no queremos ser
(las negritas son nuestras), prosigue su vida torácica, pausada, imperceptible.
Y sin duda, la libertad verdadera, si ha de venir, llegará desde el fondo de
los campos, bárbara y ciega, como la vez anterior, para barrer con la
esclavitud, la servidumbre intelectual y la mentira opulenta de las ciudades vendidas”. Siegrist transcribe
la cita en Destrucción total justo después
de referirse a su roommate catalán,
un ser con un alto grado de “estreñimiento amoroso”. La convivencia con el
catalán no se da en Barcelona, sino en Rosario, donde la narradora fantasea con
envenenar a su compañero de pieza y toma nota de cierto matrimonio por
conveniencia entre Rosario y Barcelona a través de las campañas de márketing
urbano que sembró Toni Puig (la
“marca ciudad” y otras grageas). La narradora elige así el recuerdo leído,
contemplado (Siegrist, además de artista plástica y fotógrafa, proviene de una
familia de coleccionistas de arte), de la Barcelona en llamas por la Guerra
Civil, la de las “iglesias ardiendo” antes que la de los Juegos Olímpicos, con
“una clase media mirando eternamente a la oligarquía”, y de inmediato declara:
“Me gusta y me alegra esta generalización, me alegran y me alertan mis
prejuicios”.
Lo que ese monólogo incesante viene a
proclamar, entonces, es cierta rabia, encantadora, casi civilizada (en el
“casi” está toda la magia de su tono), cierta sed de destrucción de las
“ciudades vendidas”, según la cita de Martínez Estrada. Pero la propuesta
(“Habría que violentar toda Ciudad Ribera, todo Fórum, todo Puerto Norte, habría
que poner monoblocks bajos, de hasta tres o cuatro pisos, e invitar a vivir a
los asalariados”, leemos en otro de los capítulos) no nos conmueve por su
escatología revolucionaria, sino por el lugar que ha construido la autora para
enunciarla. Como Vikinga criolla, su primer libro, la
Rosario que anima la conversación y el monólogo interior de nuestra narradora
es, para decirlo sin filtro, un sucedáneo de su propia obra (en 2003 había
presentado en casa de su abuela una intervención sobre las pinturas de Raúl
Domínguez, “el pintor del Paraná”, que generó incluso una airada queja de la
parentela del artista), parte del entramado de citas con el que Siegrist
“monta” sus textos; eso que construye en la trama y es, a la vez, “parte de lo
que no queremos ser” (según la autora cita a Martínez Estrada, quien en ese
párrafo se refiere, en realidad a lo que se da en llamar el interior del país).
Así, la narración transcurre entre eso que se desea: el muchacho de mundo del
primer capítulo (“mundo” con el que juega también el dato autobiográfico de la
autora), o el Flaco del último, contra el catalán que es uno y todos los
catalanes, como le gusta generalizar. Rosario –operación que ya está presente
en Vikinga criolla–, es los pueblos
que la rodean, las ciudades que emula, la vasta acumulación de viajes,
colecciones y palabras que la nombran, la dibujan y la entregan a las nuevas
generaciones. Una zona con la que se vive y se lidia y que cada generación
construye y a la vez destruye.
Cierto, si buscáramos a Rosario en Destrucción total, no ampliaríamos mucho la obra, pero sí la ciudad. Al describir el lugar del río que más le gustaba a uno de los personajes, escribe: “Porque estaba en el centro de la ciudad, porque era práctico, por todo eso que justamente no es el río”.
Trópico
Tanto en el libro de Siegrist, como
en La solución, de Alzari, Rosario
es, a contrapelo de la intriga y las cavilaciones de sus personajes, un horno
en el que se sume el verano: hay un río y edificios de algún modo antiguos
(sobre todo por la presunción europea que los anima), calles colmadas, barullo
y, sobre todo, calor. Algo del trópico incomoda en estas páginas. Un trópico al
que sus personajes son, de alguna manera, ajenos, víctimas. La gente anda con
el torso desnudo en verano, dice la narradora de Destrucción total. Al personaje del libro de Alzari, Eduardo
Almohada, el jean y las zapatillas le fríen las piernas.
“El calor agobiante de enero encontró
una ciudad despoblada y evasiva”, escribe Alzari. El clima tropical contrasta
con el paisaje alpino y nevado en el que transcurrió la infancia y juventud de
Albert (pronúnciese “Albért”, porque es catalán –sí, otro catalán: los
catalanes parecen ser el doble perverso de todo rosarino; abusando de la
generalización, se entiende–). También La
solución es una novela propulsada por cierta sed de destrucción. La herida
inicial del niño Albert en la montaña late en las páginas que siguen con un
hálito febril y describe –el rastro de esa herida– una simetría magistral.
Albert devino en Rosario, donde vive entre los años 2006 y 2008 (época en que
está ambientada la novela, con el dólar a poco más de cuatro pesos, teléfonos
celulares que aún no son inteligentes, computadoras que aún funcionan con el
Pentium 4, etcétera) con su novia rosarina Almita, un editor verborrágico y
tacaño quien padece “una enfermiza pasión por la realidad nacional” –la
descripción pertenece a la contratapa y retrata con precisión al Albert real
que conocimos en esos años: sí, también acá hay datos autobiográficos, todos
subordinados al mecanismo de relojería de la novela.
El trato con Albert, quien abusa de
las comparaciones entre Argentina y Europa y suele aconsejar a su interlocutor
con un “lo que deberíais hacer aquí”, es el nudo del relato. Pero la narración
es la construcción de esa Rosario “ajena” en la que Eduardo Almohada intenta
ganarse la vida.
Hay una escena, tras un encuentro con
Albert, en la que Almohada, huyendo de sus diatribas contra los Kirchner y el
desprolijo modo de vida argentino, se mete en la pasarela de un edificio en
construcción –“como una liebre que escapaba en mitad de la noche del reflector
de su cazador”– y las maderas amplifican sus pasos.
Esa imagen, la del rosarino que se
mete por el costado de una obra en construcción para huir del catalán
indiscreto, farfullador y aparatoso, que esgrime su origen europeo como la cura
al gran mal nacional, nos recuerda de algún modo al Charly (Carlos Monzón) de Soñar,
soñar (Leonardo Favio, 1976), quien va tras la vida de saltimbanqui de
otro europeo, Gian
Franco Pagliaro. Lo europeo visto como tentación y meta, como algo a seguir
pero que sólo puede perder al protagonista en la desgracia o el ridículo –otra
gran novela argentina de fines de los 90, El
desierto y su semilla, de Jorge
Baron Biza, sintetizó con maestría ese derrotero presente en gran parte de
la narrativa nacional del siglo XX.
La fábula que le cuenta un verosímil
buda una noche de Año Nuevo, más la leve expectativa amorosa del joven Almohada
por una muchacha que desea desde la adolescencia son también los motores de la
novela, cuya carretera es la calle Corrientes, entre el bajo contra el río y la
plaza Sarmiento, algunos rincones entre la avenida Wheelwright y la bajada
Sargento Cabral: una Rosario transfigurada, enajenada por la verborragia del
editor catalán.
Los autores
Siegrist (Rosario, 1976) lleva un
diario. Nos lo confiesa un día en el chat de Gmail. Su texto, el de Destrucción total, “es más es como un desguace
del diario a favor de la ficción”. El diario desaparece en la construcción de
la novela, que participó del primer concurso de novela breve de la Editorial
Municipal de Rosario, en 2013, donde fue jurado Damián Ríos –director de la
editorial que la editó– y recomendó su publicación.
Alzari (Junín, 1979) hizo
la carrera de Letras en Rosario. El nombre original de la novela iba a ser “Lo
que deberíais hacer aquí”, según el latiguillo de Albert, a quien cedimos
–quienes tuvimos trato con él– entre 2006 y 2010 una importante cantidad de
tiempo para escucharlo discurrir sobre el infortunio de vivir en Argentina. La
novela de Alzari también se propone impartir cierta justicia (poética, desde
luego) para esas horas perdidas.
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