Como hijo de una familia atea y de izquierda, mi experiencia con la religiosidad comenzó en Argentina, poco después de mis 11, cuando mi madre me hizo notar la procesión de un Domingo de Ramos en San Nicolás, circa 1975: en la calle éramos uno llevando esas ramas de algo que se parecía a un trozo de olivo en una marcha por el empedrado de calle Mitre. Hasta que llegaba el momento de ingresar a la capilla, donde esa unidad adquiría, con las palabras del párroco allá en la cabecera, las características del rebaño, una idea por completo ajena al ideal izquierdista al que me sentía unido por las ideas, la soledad y la derrota de mis padres.
La religiosidad católica, oficial, era tan potente en esos años, que incluso el niño que era podía absorber en ella el elixir de esa sociedad que estaba conociendo, a la que me sumaba como rebaño. Me llevó unos 20 años, desde ese Domingo de Ramos que rememoro, bautizarme en la fe católica en esa misma ciudad, cuando era docente en una de sus iglesias más emblemáticas.
Este domingo de resurrección asistí a misa en la iglesia San Francisco Solano. Quería agradecer por cosas que me han sido dadas, quería pedir por cosas que me exceden y son parte de mi universo más querido, y quería estar allí, celebrando la Resurreccíón de Nuestro Señor. La iglesia, a la que concurrí en otros días de Pascua en los que tuve que permanecer parado, estaba semivacía. Una lluvia discreta, de gotas medianas, me acompañó en el camino hasta el templo. La lluvia arreció durante la misa y, al salir, observé ese torrente bautismal en el suelo mojado, en el aroma que desprendía la atmósfera violentada por el agua. Jesús había vuelto de la muerte mientras el rito trascurría con la bendición del aguacero.
El cura le hablaba a un micrófono débil, que apenas transmitía sus palabras a los pocos y pobres fieles reunidos en la nave. Me acerqué incluso al altar donde ofrendaba misa para escucharlo, pero el volumen era esperpéntico. El hombre hablaba a sabiendas de lo que decía importaba poco. Dio un sermón delicado, en el que recordó el legado de su madre y su padre durante las celebraciones pascuales y el hábito cotidiano de la bendición de cada comida. No está mal, pensé, es ésa nuestra comunión diaria: celebramos la unidad, el poder alimentarnos, el ser uno en la dura división mundana. Pero apenas si entendía qué decía.
Tenía enrollado en mi mano la doble hojita de ruta de la misa. La lectura evangélica, un par de cantos. Allá adelante. un hombre en remera con una guitarra colgada, cantaba y ponía música a los momentos más emocionantes de la celebración. Su canto era hermoso y la ejecución musical era pobre, efectiva, aunque débil, como todo lo que se convertía en sonido en esa iglesia.
En mi rezo, durante la comunión, pedí –además de las cosas por las que fui a agradecer y pedir– por ese hombre de la guitarra. por ese audio débil y desoído que volvía el ritual un acto mecánico y sin voz, por esa potencia capaz no ya de llenar la iglesia, sino de llenar las almas de los presentes de una voz capaz de hacer de ese mecanismo del rito una experiencia única y trascendente, no el mero cumplido del fin de Semana Santa.
Al final, al salir de la iglesia, sólo pude darle unos cigarrillos a un lumpen que esperaba en la puerta y al que traté de explicarle que la única forma de donarle algo de dinero hubiese sido vía transferencia de MercadoPago. La experiencia de asistir a una misa inaudible que, aún así, es capaz de sostener su rito entre los escasos sectores de los más desfavorecidos y los más devotos, se cumplía con la bendición de la lluvia y la serenidad de un domingo previo a un feriado.
Acaso en ése breve orden que la misericordia ejerce humildemente sobre el predominio de la ley, que Jesús vino a enseñarnos, se cumple el objeto de nuestro agradecimiento y nuestra plegaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios se moderan, pero serán siempre publicados mientras incluyan una firma real.