Pascal Quignard tiene unos libros magníficos que no he leído. Eso dice una amiga a la que vale la pena escuchar y leer. Sólo leí Retórica especultativa, que tiene pasajes deslumbrantes y antifilosóficos (o acaso deslumbrantes porque antifilosóficos), y ahora este último, La barca silenciosa, que arranca con la genealogía del término francés corbillard, coche fúnebre, al que encuentra en el París de Rancine y La Rochefoucauld como barco que transporta bebés: son los bebés que entregaban a las madres y nodrizas que los cuidaban, a uno y otro lado del Sena. Luego, el libro desarrolla en sucesivos fragmentos, muchos epigramáticos, una suerte de doctrina de Quignard: su ateísmo ejemplar, su cabal pesimismo, su culto del suicidio y la libertad. Siempre de a cuerdo con autores griegos y latinos, como Epicuro, La barca silenciosa es así una especie de apostllas de lectura de esos autores que, por momentos, se transforma en una lectura programática. Quignard nos adoctrina: se burla de la estatua de la libertad neoyorkina, se ufana de la tradición francesa —no la de Vichy, la de Argelia o la de los paramilitares que formaron a los milicos argentinos, se entiende— y nos dice que en aras de la libertad que ha mamado de los doctos y antiguos autores, es preferible el gato al perro. Escribe, como lo haría el muy vernáculo Jacquito Benoliel, "La lectura es lo que ensancha", y así.
También escribe: "Menefrón nunca vio aguas tranquilas. Nunca vio una superficie de bronce. Toda la vida ignoró su rostro. La libertad comienza con la ausencia de rostro."
Quignard no sólo es desagradable por ser francés —especie que, con suerte, no sobrevivirá otro Sarkozy ni otra oleada africana—, nuestro autor representa, al menos en este libro, todo lo que la modernidad —término que, paradójicamente, definió otro francés, Charles Baudelaire, al referirse a las relaciones sesgadas y fragmentarias de los discursos de su época— tiene de caprichoso y estúpido: la idea de que puede practicarse el cinismo universal en nombre de algunas horas de lectura individual.
Léon Bloy. que también era francés, tuvo el decoro y el genio de ver la tentación y mofarse de ella cuando escribió en sus diarios: “Podía yo volverme un santo y un taumaturgo. ¡Llegué a hombre de letras! No hice lo que Dios quería de mí, es indudable. He soñado, por el contrario, lo que quería de Dios y aquí estoy, a los sesenta y ocho años, sin tener en las manos más que papel”.
Me hago eco del tono del libro y escribo: "¡Tirad este volumen de Quignard a la mierda!"
Foto tomada de Casterman.
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