Hace rato que venimos militando contra las redes, e incluso
uno de los mensajes de bienvenida de este blog lleva a una
entrada de Daniel Link donde plantea el tema. Pero este
artículo, publicado por Hossein Derakhshan el 29 de diciembre pasado en The Guardian, nos parece de lo más claro
al respecto. Por eso lo tradujimos. (Las fotos vinculadas pertenecen a Arash
Ashoorinia y fueron hechas para The
Guardian).
por Hossein Derakhshan* | Traducción P.M.
El perdón me llegó de
repente, a fines de 2014, y fui liberado de la prisión Evin, al norte de
Teherán. En noviembre de 2008 me habían sentenciado a unos 20 años de cárcel,
sobre todo por mis actividades en la web; pensé que me pasaría la mayor parte
de mi vida en esos calabozos. De modo que la liberación fue algo inesperado.
Compartía una taza de té cuando una voz en el piso, la de otro preso, llenó las
celdas y los corredores: “Queridos colegas prisioneros, el pájaro de la fortuna
se posó de nuevo en los hombros de uno de nuestros camaradas. Señor Hossein
Derakhshan, a partir de este momento eres libre.”
Afuera todo se sentía nuevo: la fresca brisa de otoño, el
ruido del tráfico de un puente cercano, el olor, los colores de la ciudad en la
que había vivido la mayor parte de mi vida. A mi alrededor descubrí una Teherán
muy diferente a la que estaba acostumbrado. Una retahíla de nuevos y
ostentosamente lujosos condominios habían reemplazado la encantadoras casitas
que me eran familiares. Nuevas calles, nuevas autopistas, hordas de invasivas
camionetas 4x4. Enormes letreros de publicidad de relojes suizos y televisores
coreanos. Mujeres envueltas en coloridos echarpes y fulares, hombres con el
pelo y la barba teñidos, y cientos de cafés renovados con mozas y música
occidental. Era el tipo de cambios que se habían extendido entre la gente con
sigilo, esos que uno descubre una vez que la vida cotidiana ya nos ha
arrastrado.
Dos semanas después comencé a escribir de nuevo. Unos amigos
estuvieron de acuerdo en que comenzara un blog como parte de su revista de
arte. Lo llamé Ketabkhan, que significa
lector de libros en persa.
Seis años fue un largo tiempo para estar en prisión, pero es
toda una era online. La escritura en internet no había cambiado, pero la
lectura –o, al menos, hacer una lectura– se había alterado dramáticamente. Me
habían dicho cuán esencial se habían vuelto las redes sociales, de modo que
puse un vínculo a una de mis historias en Facebook. Pero pasó
que en Facebook no interesó demasiado. Terminó pareciendo un aviso clasificado:
sin descripción, ssin imagen, nada. Obtuve tres “Me gusta”. ¡Tres! Eso fue
todo.
Ahí se me hizo claro que las cosas habían cambiado. No
estaba equipado para jugar en este nuevo juego. Todos mis esfuerzos e
inversiones se habían esfumado. Estaba devastado.
Los blogs eran de oro y los blogueros eran estrellas de rock
en 2008, cuando fui arrestado. En ese punto, y a pesar del hecho de que el
gobierno bloqueaba el acceso a mi blog
dentro de Irán, tenía una llegada a unas 20 mil personas cada día, quienes
solían leer cuidadosamente mis posteos y dejaban un montón de comentarios relevantes,
incluso aquellos que detestaban mi empuje. Podía empoderar o embarrar a quien
quisiera. Me sentía un monarca.
Entonces, el iPhone tenía poco más de un año, pero los
teléfonos inteligentes aún se usaban para hacer llamadas y enviar mensajes
cortos, manejar un par de correos electrónicos y navegar la web. No habían aún
aplicaciones, nada que ver con las que conocemos ahora. No había Instagram, ni
SnapChat, ni WhatsApp. En su lugar estaba la web y en la web había blogs: los
mejores lugares para hallar pensamientos alternativos, noticias y análisis. Esa
era mi vida.
Todo había comenzado con el 9/11 (el ataque a las Torres
Gemelas, en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001). Yo estaba en Toronto y mi
padre había llegado de Teherán para visitarme. Desayunábamos cuando el segundo
avión se estrelló contra el World Trade Center. Estaba desmoronado y confundido
y, en busca de interpretaciones y explicaciones me metí en los blogs. Después
de leer unos pocos pensé que debía arrancar con uno y animar a los iraníes para
que comenzaran a bloguear también. Así empecé a experimentar con el Notepad de
Windows. Pronto estaba escribiendo en hoder.com,
usando la plataforma de Blogger antes de que Google la comprara.
El 5 de noviembre de 2001 publiqué una guía
paso por paso sobre cómo iniciar un blog. Eso encendió algo que más tarde
fue llamado revolución bloguera: de repente cientos y miles de iraníes pusieron
al país en la cima de las naciones con mayor número de blogs. Solía tener una
lista de todos los blogs en persa y, por un momento, yo fui la primera persona
que contactaba cualquier nuevo bloguero iraní, de modo que yo pudiera ponerlo
en la lista. Por eso me llamaron “the blogfather” (“el
padre de los blogs”, que en inglés suena a “el padrino” –the godfather–) cuando
yo estaba en mitad de mis 20 años. Fue un seudónimo zonzo, pero al menos daba
una pista de cuánto me importaba.
La blogósfera iraní fue una multitud diversa: desde autores
y periodistas exiliados, diarios femeninos y expertos en tecnología a
periodistas locales, políticos, religiosos y veteranos de guerra. Pero nunca se
podía tener mucha diversidad. Animé a los conservadores dentro de Irán a que se
unieran y compartieran sus pensamientos. Había dejado el país a fines de 2000
para vivir en occidente, y temía que iba a perderme las tendencias que
rápidamente emergían en casa. Pero leer los blogs iraníes en Toronto fue la
experiencia más cercana que pude haber tenido a sentarme en un taxi compartido en
Teherán y escuchar las conversaciones cruzadas y al azar entre el conductor
y los pasajeros.
Hay una historia del Corán en la que pensé mucho durante mis
primeros ocho meses de confinamiento solitario. Cuenta que un grupo de
cristianos perseguidos hallan refugio en una cueva. Junto con un perro que
llevaban con ellos caen en un profundo sueño y se despiertan con la impresión
de que sólo tomaron una siesta, pero pasaron 300 años. Entonces descubren que
su dinero es obsoleto. Una de las versiones de la historia cuenta cómo uno de
ellos sale a comprar comida –y no me imagino lo hambrientos que debían estar
después de tres siglos– y se da cuenta de que su dinero ya no corre, que es una
pieza de museo. Es ahí que se da cuenta de cuánto tiempo estuvieron ausentes.
El hipervínculo (hyperlink) era mi dinero seis años atrás.
Representaba el espíritu abierto, interconectado de la red de redes (world wide
web: la amplia red mundial cifrada en la www), una visión que comenzó con su
inventor, Tim
Berners-Lee. El hipervínculo fue el camino para abandonar la
centralización, todos los vínculos, líneas y jerarquías, y reemplazarlas con
algo más distribuido, un sistema de nodos y redes. Desde que salí de la cárcel,
sin embargo, me fui dando cuenta de que el hipervínculo fue devaluado, casi se
volvió obsoleto.
Casi que toda red social trata ahora el vínculo (link) del
mismo modo que trata a cualquier otro objeto –igual que a una foto o un
fragmento de texto. Uno es animado a postear un hipervínculo y exponerlo a un
proceso cuasi democrático de “me gusta”, le doy “más” o le pongo un corazón.
Pero los vínculos no son objetos, sino relaciones entre objetos. Esta
objetivación ha desmantelado a los hipervínculos de sus inmensos poderes.
Al mismo tiempo, estas redes sociales tienden a tratar sus
textos e imágenes nativas –cosas que se postean directamente dentro de ellas–
con mucho más respeto. Un amigo fotógrafo me explicó cómo las imágenes que sube
a Facebook reciben muchos más “Me gusta” que cuando las sube a cualquier otro
sitio y las comparte mediante un vínculo en Facebook.
Algunas redes, como Twitter, tratan los hipervínculos un
poco mejor. Otras son más paranoicas. Instagram –que pertenece a Facebook– no
permite a sus usuarios dejar lo que sea. Se puede poner toda una dirección de
la web a lo largo de una foto, pero ese vínculo no llevará a ninguna parte. Un
montón de gente comienza su rutina diaria en estas redes sociales cul-de-sac,
un callejón sin salida en el que termina el día. Muchos
ni siquiera se dan cuenta de que están usando la infraestructura de
internet cuando le dan “Me gusta” a una foto de Instagram o le dejan un
comentario en el video de un amigo en Facebook. Sólo es una aplicación.
Pero los hipervínculos no sólo son el esqueleto de la web:
son sus ojos, un pasaje hacia su alma. Y una página ciega, sin hipervínculos,
no puede mirar o contemplar otra página. Y esto tiene serias consecuencias para
las dinámicas del poder sobre la web.
Más o menos todos los teóricos han convenido en hacer sus
análisis en relación al poder, y la mayoría en un sentido negativo: quien observa
despoja al observado y lo convierte en un objeto debilitado, desprovisto de
inteligencia o empuje. Pero en el mundo de las páginas web, la observación
funciona de modo diferente: es generadora de poder. Cuando un sitio poderoso
–digamos Google o Facebook– observa o enlaza a otra página no sólo la conecta,
sino que le otorga existencia, le da vida. Sin esta observación que la
empodera, nuestras páginas ni siquiera respiran. No importa cuántos vínculos se
haya puesto en una página, a menos que haya alguien que la mire, está tanto
muerta como ciega y, por lo tanto, es incapaz de transferir poder a cualquier
otra página.
Aplicaciones como Instagram son ciegas o casi ciegas. Miran
hacia adentro, impiden transferir su vasto poder a otros, llevándolos a muertes
serenas. La consecuencia es que las páginas por fuera de las redes sociales
están muriendo.
Sin embargo, Incluso antes de que fuera a prisión el poder
de los hipervínculos estaba siendo morigerado. Su mayor
enemigo era la filosofía que combina dos de los más dominantes y
sobrevaluados valores de nuestros tiempos: la novedad y la popularidad. (¿No
encarna esto, justamente, el dominio en estos días, en el mundo real, de las
celebridades jóvenes?) Esa filosofía es el stream (la transmisión simultánea y
en tiempo real). El stream domina hoy
el modo en que la gente recibe información en la web. Pocos usuarios van a
chequear directamente en páginas web especializadas, en lugar de alimentarse de
un flujo interminable de información que fue seleccionada por algoritmos
complejos y reservados.
El stream
significa que ya no es necesario que abras varias páginas. No se necesitan
numerosas pestañas, ni siquiera es necesario que se use un navegador de
internet. Sólo hay que abrir la aplicación de Facebook en el teléfono y
zambullirse: la montaña fue hacia vos. Los algoritmos recogen todo para vos de acuerdo
a lo que vos y tus amigos ya vieron o leyeron, predicen lo que te gustaría ver.
Se siente grandioso no gastar el tiempo en hallas cosas interesantes en tantos
sitios. Pero, ¿qué es lo que estamos intercambiando por esa eficiencia?
En muchas aplicaciones, los votos que emitimos –los “me
gusta”, los “más”, las estrellas, los corazones– están en realidad más
relacionados con lindos avatares y los estados de las celebridades que con la
sustancia de lo que se posteó. El brillante párrafo de una persona como
cualquiera puede quedar fuera de la corriente, mientras que los tontos derrapes
de una celebridad ganan al instante presencia en internet. Y los algoritmos
detrás del strem no sólo equiparan novedad y popularidad con importancia, sino
que tienden a mostrarnos más de lo que ya nos ha gustado. Estos servicios
escanean cuidadosamente nuestro comportamiento y adaptan con delicadeza sus
noticias con mensajes, fotos y videos que piensan que es lo que más probablemente
deseamos ver.
La popularidad no es mala en sí misma, pero tiene sus
peligros. En una economía de libre mercado, los productos de baja calidad con
los precios equivocados están condenados al fracaso. Nadie se molesta cuando
una cafetería marca Hackney con malos lattes y rudos servidores va a la
quiebra. Pero las opiniones políticas o religiosas no son lo mismo que los bienes
o servicios materiales. No van a desaparecer si son impopulares o incluso
malos. De hecho, la historia ha demostrado que la mayoría de las grandes ideas
(y muchas malas) fueron bastante impopulares durante mucho tiempo, y su
condición marginal sólo las fortaleció. Las opiniones minoritarias se
radicalizan cuando no se puede escuchar o no establecen compromisos. Así es
como Isis (Estado Islámico) recluta y crece. El stream suprime ese otro tipo de ideas no convencionales también,
con su adecuación a nuestros hábitos.
La centralización de la información también me preocupa, ya
que hace más fácil que las cosas desaparezcan. Después de mi arresto, cerraron mi
cuenta, porque yo no era ya capaz de pagar la cuota mensual. Pero al menos
tenía una copia de seguridad de todas mis entradas en una base de datos en mi
propio servidor web. Pero ¿qué pasaría si mi cuenta en Facebook o Twitter se
apagara de repente? Esos servicios en sí mismos pueden no morir en el corto
plazo, pero no es demasiado difícil imaginar un día en que muchos servicios
estadounidenses cerraran las cuentas de cualquier persona en Irán, como
resultado del actual régimen de sanciones. Si eso sucediera, podría ser capaz
de descargar mis mensajes, o asumamos que la copia de seguridad podría ser
fácilmente importada a otra plataforma. Pero ¿qué pasa con la dirección web
única para mi perfil de la red social? ¿Sería capaz de reclamar más tarde,
después de que alguien más haya poseído m i usuario?
Bien, el resultado es más espantoso, porque la
centralización de la información en la era de las redes sociales es otra cosa:
nos está haciendo las cosas mucho menos potentes en relación con los gobiernos
y las corporaciones. La vigilancia se impone cada vez más y empeora a medida
que pasa el tiempo. La única manera de mantenerse fuera de este vasto aparato
de vigilancia podría ser meterse en una cueva, dormir y yacer allí durante 300
años.
No sin ironía, los estados que cooperan con Facebook y
Twitter saben mucho más sobre sus ciudadanos que Irán, donde el Estado tiene un
estricto control sobre Internet pero no puede acceder legalmente a las empresas
de redes sociales. Más aterrador que ser simplemente visto, es ser controlado.
Cuando Facebook puede conocernos mejor que nuestros padres con sólo 150 “me
gusta”, y mejor que nuestras esposas con 300, el mundo parece bastante
predecible, tanto para los gobiernos como para las empresas. Y previsibilidad
significa control.
Los de clase media iraníes, como la mayoría de las personas
en el mundo, están obsesionados con las nuevas tendencias. Desde 2014 la cosa
es Instagram. Hay menos texto en las redes sociales, y más y más videos, más y
más imágenes, fijas o móviles, hay que ver. ¿Estamos asistiendo a un declive de
la lectura en la web a favor de ver y escuchar? La web comenzó imitando los
libros y, durante muchos años, fue en gran medida dominada por el texto y el
hipertexto. Los motores de búsqueda como Google le dan gran valor a estas
cosas, y las grandes compañías –monopoliosenteros– se construyeron en la parte
trasera de ellos. Pero a medida que el número de escáneres de imágenes y fotos
digitales y cámaras de vídeo crece exponencialmente, esto parece estar
cambiando. Herramientas de búsqueda están empezando a añadir algoritmos de
reconocimiento de imagen avanzadas; dinero de la publicidad está fluyendo allí.
El stream,
las aplicaciones móviles y las imágenes en movimiento: todo muestran el pasaje
de una internet-libro hacia una internet-televisión. Parece que hemos pasado de
un modo no lineal de comunicación –nodos, redes y vínculos– hacia una que es
lineal, pasiva, programada y hacia adentro.
Cuando me conecto a Facebook, comienza mi televisor
personal. Todo lo que necesito hacer es desplazarme: Nuevas fotos de perfil de
los amigos, trozos cortos de opinión sobre temas de actualidad, vínculos a
nuevas historias con breves leyendas, publicidad; claro, también vídeos que se autorreproducen.
De vez en cuando hago clic en el botón compartir, leo los comentarios de la
gente o dejo uno, o abro un artículo. Pero me quedo dentro de Facebook, que
sigue transmitiendo lo que me puede gustar. Esta no es la web que conocí cuando
fui a la cárcel. Esta no es la web futura. Este futuro es la televisión.
Pronto internet será una colección de aplicaciones móviles
en lugar de sitios web. Y el dinero que estas aplicaciones generan estará fuera
del abono mensual, en lugar de la publicidad –algo así como televisión por
cable con sus diferentes paquetes temáticos, y su horario estelar. (Ya que si querés
publicar cualquier cosa a una red social, tenés que hacerlo temprano en la
mañana o tarde en la noche, cuando la mayoría de la gente está utilizando la
aplicación.)
A veces pienso que tal vez me estoy volviendo demasiado
estricto a medida que envejezco. Tal vez se trata de la evolución natural de
una tecnología. Pero no puedo cerrar los ojos a lo que está sucediendo: una
pérdida de poder y diversidad intelectual. En el pasado, la web era potente y
lo suficientemente grave como para hacerme aterrizar en la cárcel. Hoy en día
se siente casi como entretenimiento. Tanto que incluso Irán no toma algunos sitios
–Instagram, por ejemplo– lo suficientemente en serio como para bloquearlos.
Echo de menos los días en que la gente se tomaba el tiempo para
estar expuestos a las opiniones distintas de la propia, y se molestaba en leer
más de un párrafo o 140 caracteres. Echo de menos los días en que yo podía
escribir algo en mi propio blog, publicar en mi propio dominio, sin tomar un
tiempo igual para promoverlo en numerosas redes sociales; cuando nadie se
preocupaba por “me gusta” y “compartir”, y la mejor hora para publicar.
Esa es la web que recuerdo antes de ir a la cárcel. Esa es
la web que tenemos que rescatar.
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