Escribí este cuento a fines de los 90, "fascinado" con la experiencia de mi primera paternidad. Mi amigo JPD lo usa en clases sobre literatura de horror. Al releerlo, luego de que me pidiera algo para publicar El Corán y el Termotanque, encuentro, como JPD me lo ha señalado, que cumple a rajatabla con las premisas de la narrativa de horror, desde lo familiar que se vuelve siniestro hasta lo que podríamos llamar el "desmoronamiento ontológico", ese momento en el que un personaje siente que se desmorona todo lo que construyó, desde su identidad hasta su propia cotidianidad. En fin. Este es el cuento. Gracias a Juan Campos de El Corán y el Termotanque.
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La primera vez que Marcelo Subirats sintió que algo lo separaba de su
hijo, éste se resistía a salir de la panza de su madre.
Entonces, Subirats no pensó que le vedaban el contacto con la criatura.
Hasta ese momento el hijo era poco más que una idea, un ideal dibujado en el
vientre redondo de Rita, su esposa. Había pasado casi toda la noche en el
sanatorio, junto a la cama donde su mujer hacía el pre parto. Pero no hubo
suficiente dilatación. Eran pasadas las siete de la mañana cuando el obstetra
entró con una enfermera, revisó la panza de la mujer con los electrodos de un
aparato y le dijo a él que permaneciera en sala de espera. Iban a cesárea.
Emilio nació sin otras complicaciones que las de su madre al dar a luz y
a Marcelo Subirats nunca se le ocurrió que esto tuviese un significado
particular, hasta que el bebé tuvo siete meses. Entonces los hechos le dieron
al episodio la dimensión del indicio, de una señal.
***
Subirats había dormido y depositado a Emilio cuidadosamente en la cuna.
Sonó el teléfono. Iba a atender cuando el bebé prorrumpió en llanto. Volvió a
la pieza –porque desde un principio estuvieron de acuerdo con su esposa en que
Emilio no debía dormir más de un mes en la habitación de ellos–, alzó a su hijo
y le canturreó algo parecido a una canción de cuna con la voz áspera y desafinada
de la sed. Hacía cerca de una hora que lo acunaba. El teléfono llamó un rato
largo hasta que paró. Subirats repasó la situación mentalmente: le había dado
la mamadera a horario, lo había hecho eructar, era el momento de su siesta pero
no se dormía. No había hecho caca, tal vez era eso. Revisó los pañales otra
vez. Estaban un poco meados, pero no demasiado como para cambiarlo o para que
le impidieran dormir. Se paseó desequilibradamente por la pieza en penumbras,
esquivando el cono de luz del velador sobre la repisa; rozó con la frente los
móviles que colgaban del techo. Por la puerta entreabierta se colaba una leve
corriente de aire fresco; tal vez tenía frío. Si Emilio esta vez se quedaba en
la cuna, cerraría la ventana del hall después de acostarlo.
Con la ventana del hall cerrada el día parecía desperdiciado. Era un día
fresco de verano. Los rayos del sol caían oblicuamente sobre la casa y
proyectaban su perfil sobre el césped fulgurante del patio. Subirats miró sus
papeles sobre la mesa con el teléfono inalámbrico en la mano. Su hijo dormía en
la cuna. La luz del día, a las cuatro de la tarde, en el suspenso de la casa,
traía expectativas que el hombre sopesó con un dejo de melancolía. Abriría la
ventana nuevamente y cerraría primero la puerta de la habitación de Emilio.
Cerca de la puerta sintió aquello que ya había sentido antes sin poder
formulárselo, cierta inquietud: las sombras espesas donde se agitaba el perfume
del bebé, la respiración en el fondo de la cuna como el rumor de un arroyo
lejano y pequeño, la penumbra que respiraba con Emilio. Pero ahora escuchó un
ronquido breve, apagado y «húmedo» –fue el adjetivo que se le vino a la mente.
Entró y llegó hasta el bebé en dos zancadas. Entredormido, casi ahogado, Emilio
refregaba el rostro sobre el vómito reciente.
***
—¿Para qué? —dijo Rita.
Salían del médico.
—Una medida de seguridad —dijo Subirats.
—Ya oíste al médico, fue circunstancial.
—No va a estar de más, sólo como una medida de seguridad.
—Puede ser —dijo—, pero me parece que la mejor medida de seguridad es
que controlemos nuestros miedos para no transmitírselos, en lugar de ponerle
walkie-talkies en la pieza —la elocuencia de Rita lo amedrentaba; veía en esa
elocuencia una verdad contundente. Subirats se consolaba pensando que quizás
todas aquellas ideas no eran sino influencia de las amigas. Dos eran
psicólogas. Quería aquella lucidez distante y ajena.
Los «walkie-talkies» eran un sistema de transmisores y receptores de FM
que se colocaban uno junto a la cuna del bebé y otro junto a la cama de los
padres, de modo que podía escucharse cualquier perturbación en el sueño de la
criatura, siempre que esa perturbación vibrara sonoramente en el aire.
Subirats consiguió los walkie-talkies en una casa de telefonía, había
averiguado antes en un negocio de electrodomésticos y le habían aconsejado que
buscara por allí. No habían salido tan caros.
Durante una semana durmió tranquilo. Entraba en puntas de pie a la habitación
de Emilio, observaba el cuerpo henchirse de aire en el fondo de la cuna, constataba
que el walkie-talkie (tenía otro nombre, pero Rita lo siguió llamando así y él
se acostumbró a esa denominación) estuviera encendido y se iba a su pieza; pegaba
la oreja al receptor que había sobre su cama y no se acostaba hasta haber
escuchado el suave pulso de soplidos de su hijo.
En el trabajo habían aceptado una idea suya para una publicidad y ese
día el presidente del directorio se había sentado a tomar un café con él en su
escritorio.
—Mirá vos, che, te vamos a meter de extra en el corto. Quién te dice, a
lo mejor lo tuyo es el arte —dijo el presidente con las piernas cruzadas y blandiendo
un vaso de cartón lleno del café de la máquina expendedora.
Subirats trabajaba en una agencia publicitaria. Era contador, aunque
otro contador se encargaba del grueso de las tareas de tesorería y él ocupaba
un lugar intermedio entre jefe de personal y administrativo. Pero tuvo aquella
idea. La empresa telefónica le había pedido a la agencia una campaña para un
nuevo servicio de informaciones que empezaría con un video televisivo. Los
creativos dieron vueltas en torno a algunos esbozos que no convencían demasiado
a ninguno hasta que Subirats se animó y contó su idea: un grupo de gente practica
el juego de la copa, preguntan por un espíritu, la copa se mueve entre las letras
del abecedario, alguien anota lo que señala la copa; manuscrito en un papel el
mensaje dice: llame al 205 –el servicio que la telefónica quería publicitar.
Su idea.
Dos días más tarde, alentado por sus compañeros de trabajo, llevaba
puestos unos gruesos anteojos de aumento con marco de carey negro, tenía el
pelo aplastado por la gomina, dos tiradores le sostenían los pantalones y un
moñito ridículo le abrazaba el cuello. Era el tonto del grupo en aquella
ficticia mesa donde harían el juego de la copa para las cámaras de video. La
caracterización de su personaje había demandado trabajo. Se divertía. El
realizador los hizo practicar un rato antes de empezar con la filmación. Rita
iba a ir a verlo, pero Emilio no tenía un buen día y su suegra no podía cuidarlo.
Les apagaron las luces del estudio y dejaron un reflector blanco y potente
sobre la mesa, cuya sombra se proyectaba con bordes filosos en un piso
plastificado. Jugaron con la copa entre risas hasta que una chica saltó de su
asiento haciendo caer la silla, que explotó contra el suelo del estudio como un
puñado de varillas metálicas.
—Se movió sola —gritó la chica. Se llamaba Mara o Maira, algo así.
Le dijeron que la corte, que había estado bueno para crear cierto clima
–se lo decía el realizador, en voz baja–, pero que la cortara de una vez.
—Se movió en serio, no es joda —insistía Mara o Maira.
El realizador y alguien más se la llevaron fuera de la luz pesada e
incandescente del reflector y le hablaron con susurros que parecían disolverse
cuando llegaban hasta la luz. Después de eso Mara o Maira volvió a la mesa,
hizo su parte hasta el final pero su expresión había cambiado, como si una
máscara transparente le distorsionara el rostro. Subirats sintió que los ojos
de la chica expelían una especie de vacío y esquivó su mirada.
***
El día que pasaron la publicidad por televisión Subirats invitó a los
suegros a su casa para verla antes de la cena.
Antes de acostarse repitió la operación de constatar el funcionamiento
del walkie-talkie y se durmió abrazado a la almohada.
A las cuatro de la mañana lo despertó un estrépito de voces que se desvanecieron
en el tumulto del sueño. Sin embargo, Marcelo Subirats sabía que las voces venían
del walkie-talkie encima del respaldo de su cama. Permanecía con medio cuerpo
incorporado, envuelto aún en el sopor del sueño cuando escuchó a su hijo emitir
una risita débil y serena que crujió a través del pequeño parlante.
Entró a la pieza de Emilio en puntas de pie. Podía ver porque dejaban
una lamparita amarilla de 25 watts en el pasillo. En el fondo de la cuna su
hijo lo miró con los ojos muy abiertos mientras una sonrisa temblaba todavía
sobre sus labios. Hasta que rompió en llanto.
Lo acunó la madre con un arrullo que llegaba hasta la cama de Subirats
como un ronroneo. El ronroneo lo durmió, pero a la mañana recordó vagamente el
remolino turbio de un mal sueño.
—Saquemos los walkie-talkies —le dijo al otro día Rita, cuando él volvió
del trabajo.
Subirats se negó.
—Si lo decís por lo de anoche —dijo—, ya estaba despierto cuando entré
en su cuarto.
—Entraste porque no sé qué escuchaste por el aparato.
—Estaba despierto —repitió Subirats, seguro de que su evidencia era un
buen argumento para mantener en su lugar los walkie-talkies. Apenas le había
comentado a Rita lo que escuchó por el parlante cuando se levantó para calmar a
Emilio, la noche anterior.
—Preferiría que los sacaras —dijo ella.
En marzo el calor se hizo más intenso. Una cortina de vapor húmedo y ardiente
abrazaba la ciudad. A la noche, con el ventilador de techo encendido, la
habitación de Subirats se inundaba con el gemido grave y monótono de las aspas
que removían el aire denso y caliente. Había vuelto a suceder. El estrépito de
voces a través del walkie-talkie, el bebé despierto sonriendo a la penumbra en
el fondo de la cuna. «Sonríen a los ángeles», decía todo el mundo, es decir,
sus suegros, dos o tres compañeros de trabajo y uno de los amigos de Bombal, su
pueblo, que trabajaba en una compañía de seguros, en la misma cuadra en la que
estaba la agencia de publicidad. Subirats no hacía comentarios. Pero al
regresar a su casa notaba que sus miedos se multiplicaban. Los miedos le
corrían dentro como un ejército descabezado y en fuga. Se tocaba las sienes y
sentía que las yemas de los dedos rozaban las puntas de bayoneta de ese
ejército. Temía que algo de su naturaleza se hubiera perdido, o trastornado, y
que eso que ahora percibía como una falta le impidiera acercarse con confianza
a jugar con su hijo, era lo poco que había despejado. Casi no hablaba con Rita
y la mayoría de las veces peleaban. Se movían por la casa empujados por olas de
calor y se fastidiaban encontrándose en la atmósfera caldeada de la cocina,
donde siempre había en la hornalla una mamadera a baño maría, una papilla
calentándose (Rita no confiaba en el microondas para calentar la comida del
bebé).
Una noche, cuando volvió tarde de la agencia, su esposa había sacado los
walkie-talkies. Subirats le hizo saber de su rabia en silencio y antes de
acostarse desafió la furia muda de Rita colocando de nuevo el aparato.
—Separémonos —dijo ella con la voz ronca y la cabeza hundida en la almohada—,
va a ser mejor para Emilio. Los niños con más problemas son los hijos de las
parejas que no se separan.
Tragando con la boca abierta el aire tibio que le raspaba el pecho,
abrumado por la noche que tenía por delante, bajo el influjo circular y pesado
del ventilador, Subirats le contó todo (aquella idea suya, la filmación, lo
solo que se sentía en la ciudad, lo lejos que le parecía que quedaba su mundo,
la sospecha de que no había un tal «su mundo») y terminó hundido en los brazos
de su mujer.
—Por eso —dijo Rita, distante todavía—, sacá ese aparato.
—Mañana. Mañana —dijo Subirats antes de dormirse.
Entrada la madrugada lo despertó el estallido de una voz. Rita se
incorporó con él en la cama. Era una voz y atronaba con un eco metálico y
crepitante a través del walkie-talkie.
Llegaron a la pieza de Emilio atropellándose por el pasillo que hervía
bajo la lamparita de 25 watts. Entonces prendieron la luz y lo vieron sonriendo
a algo que se agitaba en el aire. Algo que ellos no veían. Algo que divertía al
bebé y que éste seguía atentamente sosteniéndose en sus pequeñas piernas y
aferrado a los barrotes de la cuna. Desde el walkie-talkie, en la pieza de su
hijo, Rita y Subirats volvieron a escuchar la voz. Había algo en la voz que no
eran palabras y transmitía un mensaje oscuro que remontaba un entrevero de
palabras.
***
Lo que quedaba de esa noche lo pasaron en la habitación matrimonial. Emilio
durmió en medio de la cama y ellos velaron su sueño aterrorizados. Antes se
deshicieron del walkie-talkie y lloraron junto al bebé, que parecía asustado
tras el encuentro con sus padres.
Cuando su hijo cumplió un año Rita y Subirats vivían en casa de los
padres de ella; hasta que pudieran vender su casa y comprar otra. Rita habló
con sus amigas psicólogas. Héctor Subirats, el padre de Marcelo, llamó a un
cura jesuita que vivía en Buenos Aires y había estado algún tiempo en Bombal.
El cura vino un par de veces. Otro par de veces viajaron los tres hasta la
capital. Marcelo Subirats se cruzó una mañana con Mara o Maira, la chica que se
había trastornado cuando filmaban el corto publicitario del juego de la copa.
Le pareció que iba a hablarle, pero al fin dio media vuelta y siguió su camino.
Subirats reconoció algo suyo en aquél abismo que la mujer llevaba en los ojos.
Emilio tiene ahora dos años.
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