Casarse, a esta edad, es una ofrenda. A quién o a qué, bien no lo sé. Me enteré de que Cecilia y Martín se casaban de boca de ellos, aún en el invierno de 2010, en el bar Pasaporte. El bar, en la esquina de Maipú y Urquiza, está frente al edificio de la ex Aduana, donde venía con mis padres entre mediados y fines de los 70 a tramitar la residencia definitiva en Argentina y donde, siempre, me fascinaba la escalera que, a modo de calle escalonada, une Urquiza con la avenida Belgrano. Ese casamiento, al fin y al cabo, siempre tuvo una suerte de aura de celebración de "lo civil". Sí, claro, pero también más allá de esto de la ceremonia civil que implica casarse: algo de lo que me compete como ciudadano se jugó allí, algo de la civitas me comprometía con eso. El mensaje que recibí el 7 de septiembre en mi casilla de correo electrónico, firmado por ellos dos, decía: “En un taxi, por calle Entre Ríos dirección sur, a la altura del 2100 o 2200, justo cuando pasábamos frente a un edificio llamado Islas Malvinas, hace dos meses, decidimos que ya era hora de casarnos”. El detalle de la “dirección sur”, más el del edificio que se llama “Islas Malvinas” —es decir, las islas cuya guerra sellarían definitivamente lo ganado y lo perdido por nuestra generación—, más el de esa decisión de casarse no es un dato menor: como si la ciudad misma, como si algo que habita la historia de la ciudad llevara a ese acto civil de modo irrenunciable. Y, sin embargo —porque no hay que olvidar que Martín y Cecilia tienen de algún modo un compromiso con lo que se escribe—, ahí estaba esa enunciación: liviana, portátil, adaptable al cuadro de texto del correo electrónico.
Entonces, casarse, pero también señalar que ese casorio es parte de una trama urbana, histórica, emotiva: como si el taxi, al conducir a la pareja por el escenario de la ciudad, la condujera al interior de sí misma. Me acuerdo, ahora, de aquél poema de René Char que cita Blanchot en el que alguien se asomaba a un silo como al interior de sí mismo. Uno, en ese párrafo de invitación, se asoma a algo de sí al asomarse al casamiento de esta pareja.
Y el casamiento es también este regocijo: ponerme el traje negro y la corbata finita, el perfume con el que retuve el abrazo de mi esposa, la escena esa, casi pasajera, en la que contemplo a mi esposa acomodándose un detalle del vestido frente al espejo. Es también ese momento íntimo que se expande en la ceremonia civil, que convierte a esas prendas de un lujo ocasional con las que nos encontramos en con Mariela en la habitación, antes de salir, en una suerte de uniforme, el del amor civil: la crianza de los hijos, el ganarse el pan, el espectro multiplicado de la familia.
Y la fiesta del casamiento es también eso con lo que uno puede tejer su historia: los adultos que leímos y admiramos; el padre de Martín, el de Cecilia, sus docentes, pero también sus hijos, Lisandro, Valentín, con quienes algunas vez cruzamos unas palabras que nos parecieron insuficientes, y sin embargo aquí vuelven, con el agradecimiento y la suave caricia de los jóvenes que nos recuerdan.
Pero también, la gente que conocimos a través de Cecilia y Martín, y las ciudades y la “civilidad” que ellos trajeron, como si allí, en esa boda, lo que se tejiera fuese algo más que un vínculo personal: Sergio Raimondi, autor de Poesía civil y de una mitología de Bahía Blanca, Daniel García Helder y las escenas de la periferia de Rosario, el Chacra Moreira, Nora Avaro, Gabriela Saccone, Oscar Taborda. Y, también, los compañeros de trabajo, con los que acomodamos nuestro hacer al tumulto cotidiano de la ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios se moderan, pero serán siempre publicados mientras incluyan una firma real.