"El Señor de los Temblores", anónimo, s. XVIII.
Sorprendido en mi ignorancia, acompaño a Raúl, a Pablo Montini y a la gente del Museo Histórico Provincial en algo que vendría a ser una suerte de recorrido por su historia, su colección, su "artificio", en palabras de Agustina Prieto. Me dicen que el "estilo" de los cuadros de la colección de pintura colonial, como "El Señor de los Temblores", un anónimo del siglo XVIII, pintado por aborígenes en Cuzco, cuya belleza se vuelve persecutoria; que ese estilo obedece a que los aborígenes desconocían la perspectiva renacentista y que eran copia, en general, de estampas traídas de España o reproducciones de altares y objetos sagrados de las iglesias. Sin embargo, yo noto en esos cuadros –Pablo me llevó al depósito y hay más, increíblemente bellos también– las figuras del icono, tal como me lo enseñara el padre Alfredo Saenz en su docto manual (El icono, esplendor de lo sagrado): se trata menos de pintores –y de pinturas– que de calígrafos –de escrituras. En el icono, según Saenz –que sigue una vasta bibliografía y estuvo en las iglesias ortodoxas rusas de Kiev y otras ciudades estudiándolos–, tampoco importa la perspectiva (hay que decir que los iconos datan de la época bizantina media, que podemos situar alrededor del año 1000 de la era cristiana y también antes), pero esto no se debería al hecho de no haber incorporado la técnica, sino a que el sentido del icono es "descosificar": desmaterializa el cuerpo del hombre. El cuerpo no es visto o enseñado en su dimensión humana, sino deificada. Dice Saenz que es la "representación de la futura humanidad deificada". Así, el icono es siempre un símbolo: une dos mundos. El pintor no apela a la perspectiva, porque sus figuras deben carecer de espesor ni volumen, de modo que sugiera que hay una presencia en otro lugar, una presencia que se irradia por efecto de esa "antinaturaleza" (el término es mío) y el esquematismo de los fondos y paisajes que son, precisamente, un fondo: la ciudad, la casa, el interior/exterior del templo. Las figuras, en las que Jesúsu, el Cristo, ocupa siempre un lugar central, quedan así suspendidas entre este y el otro mundo. No se necesita que los hombres sean proporcionados, exactos, "naturales", sino que sean "formales" (lo formal es la esencia de algo en tanto es ejemplar: san Buenaventura), que impulsen al espectador más allá de lo que ve, que evoquen eso que no está a la vista y se convierte en evocación mediante su propia impostura.
A la perspectiva del icono –sigo con Saenz– se le llama "perspectiva invertida": sus puntos de fuga no están detrás de la figura, sino que se proyectan hacia adelante, a donde está el espectador. (Como curiosidad anoto que cuando Saenz se dedica a analizar los colores del icono –entre los que el oro es el dominante y recibe el término de "Luz"–, señala que el rojo, en ruso, se dice krasny, que belleza se dice krasotá, y que color es kraska; y que todos esos términos tienen la misma raíz. Pensar en eso y en el significado que tuvo el rojo en la Revolución Rusa es en extremo sugestivo.)
Bien, ¿es posible que lo que los indios del Perú hayan tenido ante sí fuesen iconos o es, como se me dice, que su desconocimiento de la perspectiva en la pintura los haya llevado a realizar pinturas tan parecidas a los iconos o, como esa fabulosa metáfora histórica del rojo y la belleza rusa, ¿será que, una vez puestos en la tarea de la didascalia, indios, bizantinos y rusos hallaron en la imagen icónica el modo de transmitir eso que, manifiesto en el mundo, no era de este mundo? Si no, ¿de qué otro modo habría que pensar la presencia en el Museo Histórico Provincial de Rosario, ciudad de llanura, museo ajeno en muchos tramos de su colección a esa llanura y ese río, de "El Señor de los Temblores", representación del todo iconográfica de la talla del Jesús en la cruz cusqueña cuya figura, según la tradición, protegió a la ciudad del terremoto de 1650?
A ese sincretismo del que habla la historia del arte cuando observa estas pinturas yo le encuentro un halo vertical que es el mismo de la cruz.
Arriba, el logotipo del Marc creado por Ángel Guido. Debajo, la página 9 del catálogo Arte Sacro, de 1941 (si no me equivoco), encabezado por el nombre del obispo de Rosario, Antonio Caggiano quien, según el relato erudito de Pablo Montini, fue el encargado de crear una tradición mariana en la fundación e historia de Rosario que, hasta ese momento, la ciudad ignoraba.
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