Nuestra amiga Sonia Tessa viaja ahora a San Nicolás seguido –casi treinta años
después de que nos fuéramos. Es que cubre para Rosario
12 el juicio por la masacre
de la calle Juan B. Justo, lugar por el que debemos haber pasado
distraídamente toda la adolescencia. San Nicolás se nos aparece otro en esta
crónica –que Sonia nos envía completa, digamos, la directors’ cut–. No porque desconozcamos sus historias y su faz más
oscura, sino porque ignorábamos que mientras nuestra madre, en aquellos años,
hacía el ejercicio de meternos en un placard por miedo, por las dudas, había
otros roperos cuyas puertas ya no se abrirían a Narnia.
“Supe que mi mamá me
había salvado la vida”
por Sonia Tessa |
desde San Nicolás
Manuel Gonçalves Granada se pregunta todos los días por qué
le tocó sobrevivir. Tenía cinco meses el 19 de noviembre de 1976, cuando las
fuerzas conjuntas de la policía bonaerense, la Federal y el Ejército atacaron
la casa de Juan B. Justo 676 en San Nicolás, acribillaron a su mamá Ana María
del Carmen Granada, al matrimonio de Omar Alfredo Amestoy y Ana María
Fettolini, y asfixiaron con gases lacrimógenos a Fernando Amestoy, de tres
años, y María Eugenia, de cinco. Manuel fue protegido por su mamá con colchones,
adentro de un placard, y por eso se salvó. El juez de menores de San Nicolás,
Juan Carlos Marchetti, lo dio en adopción de manera irregular, sin buscar a su
familia. “Ahí perdí mi identidad”, contó ayer. Durante 19 años fue Claudio
Novoa, y en 1995 empezó a averiguar quién era. “Cuando me encontré con esta
historia, supe que no sólo mis padres no me habían abandonado, sino que mi mamá
me había salvado la vida”, expresó ayer, frente al Tribunal Oral Federal número
2 de Rosario, que juzga a los ex militares Manuel Fernando Saint Amant y
Antonio Bossie, así como al ex jefe de la policía Federal Jorge Muñoz por esa
masacre. “Más allá de que la justicia llega tarde y no repara todo, es
necesaria”, dijo. “Para algunos de los que están acá esto es un trabajo, a
otros los incomoda estar acá. Lo cierto es que para mí es la historia de mi
vida”, argumentó el valor del juicio en marcha. “Sólo en días como hoy le
encuentro sentido a haber sobrevivido”, se sinceró ayer.
La audiencia se realizó en el Concejo Deliberante, en
Sarmiento y Lavalle, en San Nicolás, adonde se trasladó el Tribunal. La esquina
céntrica estaba repleta de militantes de derechos humanos y nietos recuperados,
que fueron a acompañar a uno de los suyos. Estaban Victoria Montenegro, el
diputado nacional Horacio Pietragalla, Pedro Sandoval y otra decena de jóvenes
que fueron privados durante años de su identidad por los responsables del
terrorismo de estado.
Manuel rescató que, pese a haber hecho “montones de cosas”
para que estos procesos llegaran, nunca los tomó de “manera personal”. “Yo
quiero que este país sea otro y no puedo tolerar que los tipos que vinieron a
esa casa, la destruyeron y asesinaron a todos, estén libres”, dijo con la voz
apretada por la emoción. Manuel se pregunta “todos los días” por qué fue el
único sobreviviente. “Siempre estoy en falta, y seguramente no estoy haciendo
todo, pero hago lo que puedo. Al resto, sólo le pido que haga lo que
corresponde”, fue su frase final, con la voz quebrada. Todo el público lloraba
y los aplausos fueron interminables. La presidenta del tribunal, Beatriz
Caballero de Baravani, le agradeció el testimonio.
El relato de Manuel comenzó desde el principio de su
recobrada identidad. Su papá era Gastón Roberto José Goncalves y su mamá Ana
María del Carmen Granada. Eran militantes en Escobar, perseguidos desde antes
del último golpe militar. Gastón desapareció el mismo 24 de marzo de 1976 y un
par de días después, Ana fue a despedirse de su suegra, Matilde, consciente de
que la buscaban. Apenas Ana –embarazada, de 23 años— se fue del departamento,
llegó la policía buscándola. Como no la encontraron, se llevaron a la mamá de
Gastón, la abuela de Manuel, y la golpearon durante todo un día. Preguntaban
por Ana. Cuando la soltaron, la mujer descubrió que estaba en la comisaría del
barrio. Volvió a su casa, y encontró que le habían robado todas sus
pertenencias. Sin dudarlo, la abuela volvió a la comisaría para intentar hacer
la denuncia. Cuando Manuel lo contó, hubo algunas risas en el público. “Mi
abuela tenía una forma de describir esta historia que a mí me ayudó mucho”,
dijo Manuel, que consideró que todas las Abuelas de Plaza de Mayo son las
suyas. “Mi abuela Matilde caminó incansablemente buscándonos a los tres, y
golpeando todas las puertas”, agregó.
Cuando Manuel supo quiénes eran sus padres, en 1995, en la
Argentina estaban vigentes las leyes de impunidad. “Difícilmente alguien se
pueda poner en el lugar de una persona que perdió su identidad. A mí me cuesta
hoy todavía”, explicó ayer. Apareció la necesidad de saber. “Nunca los iba a
conocer, la construcción de quiénes fueron ellos las hice a través de
terceros”, rememoró. El primer destino fue Escobar, donde militaban Gastón y
Ana. “Eran alfabetizadores de adultos. A través del testimonio de mucha gente
fui conociéndolos. Gente que aprendió a escribir con mi papá y mi mamá y me lo
agradecía a mí porque a ellos no se lo podían decir”, reconstruyó ayer. En
Escobar, entonces, el intendente era el comisario Luis Patti, condenado a
cadena perpetua el 14 de abril del año pasado por la desaparición del papá de
Manuel, entre otros delitos de lesa humanidad. Ese padre le legó un hermano,
Gastón, el bajista de los Pericos, que tras el testimonio de Manuel no paraba de
secarse las lágrimas en la vereda del Concejo.
Después de recorrer Escobar, Manuel quiso conocer San
Nicolás, adonde había vivido los pocos meses que pudo compartir con su mamá.
Manuel sabe que nació el 27 de junio de 1976, pero no adónde. Sabe que él y su
madre fueron alojados por la familia Amestoy. Ayer contó que se imagina a su
mamá sola, perseguida, sin poder mantener contacto con su familia, teniendo su
primer hijo a los 23 años. Vivieron con los Amestoy hasta el 19 de noviembre.
Cuando fue a San Nicolás, Manuel empezó por el cementerio,
ya que el cuerpo de su madre estaba en el osario. Después, visitó el lugar de
la masacre. Sólo tenía un recorte de diario, con la foto de una ventana. “Una
vez pasé por la casa, pero nada más. Otra vez, vine y me animé a mirar. Un 19
de noviembre tuve la necesidad de venir, llegué a la casa, me bajé. Eran las
tres de la tarde, hacía mucho calor y me puse en la vereda de enfrente. La foto
parecía de otra casa”, contó ayer con un tono que parece destinado a aligerar la
tragedia que vivió.
Finalmente, luego de semblantearse con un vecino durante un
rato, Manuel se animó a tocar el timbre en la casa lindera al 676. Lo atendió
una señora “bastante mayor”, por la ventana, sin abrirle la puerta. “Sí, es la
casa que está acá a la izquierda. Cuando vos golpeaste la puerta, yo estaba
hablando de eso, porque nosotros nunca nos olvidamos de lo que pasó acá. Hace
24 años de eso”, le dijo la mujer. A Manuel le pareció “muy fuerte” que lo
recordaran con tanta claridad. No pensaba decirle a esa vecina quién era porque
“no podía casi hablar”, pero no fue posible. La mujer le dijo: “Siempre lo
recuerdo porque de acá sacaron a un bebé que estaba vivo y nunca supimos qué
pasó con él”. Cuando Manuel le dijo que él era ese bebé, la vecina cerró la
ventana. El pensó que era el momento de irse, pero la mujer abrió, esta vez, la
puerta, lo abrazó y lo invitó a comer. En un rato, los vecinos de toda la
cuadra estaban a su alrededor, contando lo que había ocurrido. “Me costó mucho
procesar esa información, era lo que yo había vivido pero con otros ojos.
Después me di cuenta de que yo lo tenía registrado de alguna manera”, rememoró
ayer frente al Tribunal, guiado por las preguntas de la abogada que lo
representa, Ana Oberlin.
La noche de la masacre, Manuel fue llevado al hospital San
Felipe, con problemas respiratorios. Una vez que se estabilizó, permaneció
cuatro meses solo, en una pieza, con custodia policial. Si los efectivos que
estaban en esa habitación tenían gorra, él lloraba. Muchos años más tarde,
Manuel pudo volver al hospital. Uno de los médicos le mostró adónde le habían
salvado la vida. Las enfermeras le contaron cómo fueron esos meses. Había una
familia, la del policía Ricardi, autorizada para visitarlo. El matrimonio
–luego se separaron— y los tres hijos de entre 10 y 13 años tenían expectativas
de quedárselo, pero no fue posible. Un día llegaron y Manuel ya no estaba,
había sido entregado a una familia de Lomas de Zamora. La madre y los chicos
publicaron, en 1984, un aviso en el diario con la foto de Manuel, queriendo
conocer su destino. Muchos años después, cuando él fue a San Nicolás, lo
acompañaron en su búsqueda. El paraba en la casa de los Ricardi. En esa
descripción, Manuel separa al policía, que “tuvo que saber lo que había sucedido,
y por eso estaba autorizado a visitarme”. Hoy será uno de los testigos que
deberá declarar. Ayer, Viviana Ricardi, una de las hijas, escuchó el testimonio
de Manuel desde el público.
En sus constantes idas de los últimos años a San Nicolás,
Manuel pudo entrar en la casa donde fue la masacre. “Los dueños me lo
permitieron. Para mí significaba mucho estar ahí porque en esa casa había
estado con mi mamá”, dijo ayer. “El dueño de casa me fue relatando que estaba
todo roto, los muebles agujereados a balazos. Me contó que se habían llevado
todo lo que había en la casa. Me dijo que habían encontrado la casa destruida,
que tuvieron que hacerla de nuevo”, siguió ayer. Los Donatelli –los dueños de
casa— estaban conmovidos por su presencia. Entonces, no había ninguna
posibilidad de iniciar un juicio penal por la masacre. Después, cuando inició
sus demandas, encontró mayor reticencia. De hecho, los Donatelli declararon en
las primeras audiencias que se realizaron en San Nicolás, y dijeron no recordar
nada.
Es imposible recrear toda la declaración en una crónica.
Cuando el abogado defensor de Saint Amant y Muñoz, Mauricio Bonchini, le
preguntó si sabía quién era la persona que lo había rescatado de la casa,
Manuel recordó la indagatoria del ex jefe de la Policía Federal de San Nicolás,
el 1° de agosto pasado. “Conozco porque fue público lo que dijo uno de los
acusados. No siento que haya sido un rescate. Los que generaron la situación
adentro de la casa son los mismos que me sacaron. El infierno del que dicen
haberme sacado no fue tal. En esa casa vivíamos seis personas. El infierno fue
el ataque”, subrayó Manuel.
Bajada de calle Belgrano, San Nicolás. En San Nicolás de la frontera.
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