El libro de Zachary Leader sobre el trabajo señero de Richard Ellmann sobre James Joyce plantea la pregunta de si un biógrafo puede ser considerado un artista. Traducido del artículo publicado en The Nation. El original no poseía hipervínculos y sólo se agregó una aclaración entre corchetes a la traducción.
En 1927, solo cinco años después de la publicación de Ulises y a unos cortos cinco años de cumplir 50, James Joyce decidió que era el momento de que alguien escribiera su biografía. Al menos un libro entero se había dedicado al análisis de su obra, y había otros en proceso. Joyce contactó primero con Stuart Gilbert, quien ya trabajaba en un estudio autorizado de Ulises con el apoyo y la colaboración del autor. Gilbert, sabiamente, se negó. Así que Joyce recurrió a Herbert Gorman, autor de un estudio crítico, James Joyce: Sus primeros cuarenta años (James Joyce: His First Forty Years, 1924), y le ofreció el peso de su vida (o al menos de una década).
No es raro que los escritores autoricen la producción (e incluso la publicación) de una biografía en vida; siempre han comprendido que la posteridad es la forma propia de la celebridad, cultivada mejor en el aquí y ahora. En el caso de Joyce, el término autor en “autorizado” tiene una carga extra: Joyce, un personaje de pesadilla propenso a la paranoia fantástica, instó a Gorman cuando estaba estancado; lo amenazó (intimidándolo a través de su asesor financiero y representante legal, Paul Léon) cuando se sintió perjudicado por los borradores de los capítulos proporcionados (y los retenidos); e insistió en corregir las pruebas de imprenta de Gorman —exigiendo en al menos un caso que Gorman dijera una mentira descarada para su propio beneficio— antes de permitir la publicación de la biografía. Una vez terminado el libro, Joyce retrasó su publicación para que su lento Finnegans Wake pudiera publicarse primero en 1939. “Nunca volveré a escribir la biografía de un hombre vivo —escribió Gorman a su editor siete años después de su terrible experiencia de una década—. Es una tarea demasiado difícil e ingrata”.
Los escritores muertos, con sus molestos herederos y sus patrimonios, sus fans y sus eruditos, tampoco son un lecho de rosas. Un escritor vivo no hace más que multiplicar los desafíos inherentes a la biografía como forma, lo que Virginia Woolf llamó “un matrimonio perpetuo de granito y arcoíris”, la imposible unión de la factualidad necesaria de la biografía y la perfección más que real del arte. Aun así, para modernistas como Woolf, la biografía ofrecía un contrapunto natural a la novela. Imaginó al biógrafo y al novelista partiendo de los mismos pilares —el mundo real, las personas reales y las experiencias reales—, pero postuló que la facticidad empantanaba al biógrafo, mientras que la fantasía liberaba al novelista. “La imaginación del artista, en su máxima intensidad —escribió—, evoca lo perecedero, construye con lo perdurable, pero el biógrafo debe aceptar lo perecedero, construir con ello, incrustarlo en la esencia misma de su obra”.
Lytton Strachey, otro amigo cercano de Woolf, tenía un consejo más práctico para el biógrafo desconcertado por la administración de los hechos: “La ignorancia —sostenía en el prefacio de Victorianos Eminentes (Eminent Victorians, 1918)— es el primer requisito del historiador: ignorancia que simplifica y clarifica, que selecciona y omite, con una plácida perfección inalcanzable para el arte más elevado». Para Strachey, Woolf y otros, las trivialidades del mundo real eran un obstáculo para la visión más integrada —y, en palabras de Woolf, “más excepcional” e “intensa”— de la realidad evocada por el arte. No es casualidad que la novela más lúdica y fantástica de Woolf, Orlando (1928), que transgrede el género, se presente como “una biografía”. Es quizás a la vez la novela menos y más factual de Woolf, llena de auténticas viñetas de vidas reales traducidas a través del tiempo, el lugar y los personajes. Por otro lado, cuando convencieron a Woolf de escribir la biografía de su amigo, el artista y crítico de arte Roger Fry, sus esfuerzos —frenados por el dolor y la íntima certeza de una estrecha amistad— fracasaron.
La irreverencia de Joyce hacia ciertos datos de su biografía personal, por ejemplo, cuando se referían a su relación con su padre o a la fecha exacta de su matrimonio con Nora Barnacle —es decir, cuando parecían incompatibles con la imagen que quería proyectar al mundo—, se vio superada por una obsesión opuesta por la facticidad en su ficción. Sentía la necesidad de que su obra —que hasta cierto punto se inclinaba hacia lo autobiográfico— se asentara sobre una base de autenticidad intachable. Cuando un posible editor, George Roberts, de Maunsel & Company, quiso que Joyce ficcionara los nombres de los pubs y la compañía ferroviaria mencionados en Dublineses (Dubliners, 1914), Joyce (en sus propias palabras) “se ofreció a tomar un coche e ir con Roberts, con las pruebas en mano, a ver a los tres o cuatro taberneros realmente nombrados y al secretario de la compañía ferroviaria”. Sus ambiciones para Ulises eran más ambiciosas. Le dijo a su amigo Frank Budgen que quería “ofrecer una imagen de Dublín tan completa que, si un día la ciudad desapareciera repentinamente de la faz de la tierra, pudiera reconstruirse” a partir de su libro. Joyce contó con la ayuda de su tía Josephine Murray en esta incansable búsqueda de la veracidad. En una carta a Murray de 1922, por ejemplo, Joyce le preguntó si durante el “frío febrero de 1893 —es decir, unos 29 años antes— el canal estaba congelado y si se usaba para patinar”.
Mientras estos escritores se las arreglaban con el modo en que la realidad se entrometía o era incluida en su obra, muchos de ellos también preparaban un registro para la posteridad, ya sea en forma de biografías propagandísticas, como en el caso de Joyce, o en forma de un copioso y bien guardado rastro documental. En 1940, una bomba impactó la casa londinense de Virginia Woolf en Mecklenburgh Square mientras vivía en el campo. La pérdida la dejó aturdida: al contemplar el «montón de ruinas» que habían cautivado su juventud en Bloomsbury, dejó escapar un suspiro de alivio. Con su base en Londres destruida, se sintió liberada de otro hecho, un montón de hechos, la atadura del pasado. “Me gustaría empezar la vida en paz, casi desnuda, libre para ir a cualquier parte”, reflexionó. Había una cosa a la que no estaba dispuesta a renunciar: con los libros esparcidos por el suelo del comedor y el viento soplando a través de su sala de estar bombardeada, empezó a buscar diarios. Al día siguiente, tras rescatar 24 volúmenes de los escombros, volvió a pensar en la biografía.
Aproximadamente un año después de que Herbert Gorman publicara James Joyce: A Definitive Biography (James Joyce: Una biografía definitiva), su protagonista falleció, un acontecimiento triste pero crucialmente oportuno. Once años después, en 1952, un joven y ambicioso profesor decidió asegurarse un lugar en un panteón literario adyacente: así, Richard Ellmann emprendió su monumental, maestra y, para frustración de muchos, aún definitiva biografía. Cuando se publicó siete años después, Ellmann la tituló, sencilla y con seguridad, James Joyce. La muerte de Joyce eliminó solo uno de la miríada de desafíos que Ellmann enfrentaría al intentar reconstruir la vida del novelista, que en mi ejemplar se desarrolla a lo largo de 744 páginas, sin contar otras 68 páginas de notas finales en letra pequeña. Esa empresa, junto con las experiencias, en su juventud y adultez, que prepararon a Ellmann para emprenderla, es el tema de un nuevo libro de Zachary Leader, Ellmann’s Joyce: The Biography of a Masterpiece and Its Maker. (El Joyce de Ellmann: la biografía de una obra maestra y su creador. Una biografía de un biógrafo (y la biografía que escribió) podría parecer un ejercicio intelectual para M.C. Escher, pero el enfoque metabiográfico de Leader ofrece un caso de estudio sobre lo que está en juego al pensar la biografía como arte. La presunción detrás de la biografía literaria, detrás de la biografía de cualquier artista, es que el arte refleja a su creador, que en su esencia lleva el sello de la personalidad, la mente o las experiencias que lo respaldan. Acudimos a la biografía para conocer mejor el arte con el que ya tenemos intimidad al observar también al artista con mayor profundidad. Los postulados modernistas de la impersonalidad —que crear arte es “escapar” de la personalidad y la emoción, como insistía el personalísimo T.S. Eliot— no resisten el escrutinio y la voracidad del biógrafo y del lector. Si podemos comprender mejor una biografía entendiendo a la persona que la escribió, como parece sugerir Leader, se deduce que la biografía es una expresión no tanto de su tema como de su autor. El biógrafo se eleva a la categoría de artista, pero la perspectiva de comprender la vida de otro corre un grave riesgo.
Leader ha elegido una obra excelente para poner a prueba su teoría implícita: James Joyce tiene la misma estatura entre las biografías del siglo XX que James Joyce entre los novelistas del siglo XX. Tras la publicación del libro de Ellmann en 1959, Anthony Burgess lo declaró la “mayor biografía literaria del siglo XX”. La obra de Ellmann se acerca a la integridad estética que Woolf reservaba para el arte literario: su narrativa —los críticos a veces la llaman un “relato”— entrelaza la colorida y serpenteante vida personal de Joyce con su vida como escritor, quizá de forma demasiado fluida. El inmenso alcance de la biografía, su enérgica capacidad para lo cotidiano, se combina con la meticulosa artesanía de Ellmann para proyectar un espejismo de exhaustividad sobre una vida que, siendo realistas, debe conservar cierta inescrutabilidad, mantener algunos aspectos de sí misma fuera de la vista. El volumen de datos curiosos parece inmenso, y sin embargo, al mismo tiempo, ninguna palabra parece fuera de lugar, ningún detalle injustificado. De hecho, Ellmann incorporó solo una fracción de su investigación al texto, acumulando deliberadamente contexto mucho más allá de lo que pudo escribir, porque ansiaba, como dijo más tarde en una conferencia, “obtener una idea de la calidad o textura de la vida de entonces”. Así, Ellmann se nutre no solo de la correspondencia de Joyce, extraída en aquel entonces de un panorama cambiante de archivos personales e institucionales, sino también de extensas entrevistas con figuras tanto íntimas (como el hermano de Joyce) como incidentales (como sus colegas de la Escuela Berlitz de Trieste). Más de 300 personas aparecen acreditadas en la obra, y como resultado, la riqueza de la comprensión de Ellmann del mundo de Joyce es palpable, deliciosa.
Sin embargo, la perspectiva desde la que inevitablemente vemos a Joyce no es pluralista: es la de Ellmann. Ellmann ha sido criticado con razón por suavizar las asperezas no solo del arte de Joyce, sino también de su carácter, un efecto modelador que se debe no tanto a los comentarios e interpretaciones del biógrafo sobre la personalidad y las decisiones de Joye —Ellmann es superficial en ambos aspectos— sino a las variaciones en la atención del biógrafo, los puntos donde su curiosidad genera detalles y aquellos donde se retrae. Ellmann se inclina por las anécdotas sobre el derrochador magistral, el genio grandilocuente y el hombre común y corriente, que son tan entretenidas como encantadoras. En otras partes, pasa por alto la cruel ingratitud de Joyce hacia aquellos que lo ayudaron profesionalmente, financiera e incluso personalmente, así como su sexismo (Joyce hizo que su editora Sylvia Beach, por ejemplo, manejara su vida, organizando citas médicas, giros bancarios y cenas; luego, después de que ella publicara Ulises con una pérdida financiera significativa, la persuadió para que cediera los derechos de autor y cualquier esperanza de recuperar su gasto, para que él pudiera buscar otro editor). Trata la política ambivalente de Joyce con un toque de ligereza, y solo ofrece una mirada ocasional a la situación política del país del que Joyce se exilió: sus acalorados debates sobre cómo sería una Irlanda libre y su sangrienta lucha por liberarse del Imperio Británico y la Guerra Civil que siguió a la creación del Estado Libre Irlandés. (Menos de un párrafo, por ejemplo, está dedicado al Alzamiento de Pascua de 1916).
En cambio, Ellmann nos presenta al Joyce más agradable para él y para el público que imaginó para el libro en la década de 1950: un héroe cosmopolita para la era del liberalismo de la Guerra Fría, un ciudadano del mundo en lugar de un exiliado irlandés al estilo de Dante. El Joyce de Ellmann es el Joyce de Ulises mucho más que el de Finnegans Wake, y su Ulises es un libro cuyo estilo experimental es quizás menos importante que su representación radical de la vida cotidiana. Leader nos muestra hasta qué punto el Joyce de Ellmann era el Joyce que Ellmann podía comprender a través de su propia perspectiva. Ellmann también se veía a sí mismo (o tal vez quería verse a sí mismo) como un hombre de familia, y también Ellmann quería superar lo que consideraba el parroquialismo protector de sus orígenes —como judío en los Estados Unidos de principios del siglo XX— para convertirse en una figura dentro del mundo en general.
El Joyce de Ellmann finalmente le valió al propio Ellmann el puesto de Profesor de Inglés Goldsmiths en la Universidad de Oxford, un puesto que luego ocuparía otra de las grandes biógrafas del siglo XX: Hermione Lee. Virginia Woolf (1996) de Lee tiene algo del estatus monumental de James Joyce (lo mismo que su peso físico), pero estaba lejos de ser la primera biografía de Woolf en publicarse. James Joyce se publicó 18 años después de la muerte del novelista. Virginia Woolf, en cambio, sucedió a su protagonista por más de medio siglo. La ventaja de Lee (y en otro sentido su obstáculo) fue que gran parte del territorio de la obra y la vida de Woolf ya había sido cartografiado, minuciosa y controvertidamente, tanto por académicos como por biógrafos. Las trampas —entre ellas, el feminismo a veces radical, a veces limitado, de Woolf, su esnobismo, el abuso sexual que sufrió de niña y, lo más inverosímil, la enfermedad que culminó en su suicidio— no solo se habían expuesto, sino que se habían advertido. Al escribir en otra época de la biografía, y sobre una escritora cuyo escepticismo biográfico se oponía a cualquier deseo de construir una vida perfectamente encapsulada, Lee destaca algunos de los límites de su conocimiento.
Esto no quiere decir que la biografía de Lee no haya enfrentado sus propias críticas; los académicos, en particular, nunca están satisfechos, y es nuestro deber no estarlo. A pesar de todas sus diferencias, de hecho, tanto Lee como Ellmann son criticados por recurrir con frecuencia a la ficción de sus protagonistas, no como material intelectual, sino como pista biográfica. Incluso Lee, quien no solo tiene en sus manos las cartas de Woolf, sino también sus diarios y memorias, a veces recurre, por ejemplo, al Sr. Ramsay para esclarecer la relación de Woolf con su padre, o a La habitación de Jacob y Las olas para reflexionar sobre la prematura muerte de su hermano mayor, Thoby. Tanto Woolf como Joyce, conscientemente, se inspiraron en sus vidas, en sus experiencias y en las de quienes los rodeaban, para crear sus personajes y escenas. Joyce escribió algunas de las partes de Bloom en Ulises, por ejemplo, con una foto de Ettore Schmitz (más conocido por su seudónimo, Italo Svevo) en su escritorio. En 1928, el día del cumpleaños de su padre —aproximadamente un año después de publicar Al faro—, Woolf reflexionó sobre cómo la novela había aliviado parte de su dolor. “Solía pensar en él y en mi madre a diario —reflexionó— pero escribir Al faro los fijó en mi mente. Y ahora regresa, pero de otra manera”. En Retrato del artista adolescente de Joyce, Stephen Dedalus, quien es y no es un avatar de Joyce en su propia juventud, proclama al escritor como un “sacerdote de la imaginación eterna, transmutando el pan cotidiano de la experiencia en el cuerpo radiante de la vida eterna”. Imaginamos que los biógrafos literarios se inclinaban por el pan cotidiano: ¿cuáles eran las experiencias cotidianas del escritor? Pero, como el propio Ellmann sugiere en la tercera frase de James Joyce, su mayor preocupación es ese misterio divino, la transubstanciación: “La vida del artista… se diferencia de la vida de otras personas en que sus acontecimientos se convierten en fuentes artísticas incluso cuando gobiernan su atención presente”.
El biógrafo, como un pez que nada contra la corriente, anhela ocupar ese espacio imposible donde la carne se hace palabra, donde la experiencia se transforma en memoria y la memoria se transmuta en arte, donde el mundo se refina y profundiza en la narrativa “más rara e intensa” de Woolf. Quizás simpatizo demasiado con el impulso que llevó a Ellmann a seguir a Oliver Gogarty como modelo para Buck Mulligan [Mulligan es un personaje del Ulises inspirado en el médico, poeta y presidente de la Irlanda libre Oliver St. John Gogarty, ex compañero de pieza de Joyce en la universidad]. Para lectores como yo (y como Woolf), la ficción es más real que los hechos de la vida de un escritor; son, en cierto sentido, hechos de un orden superior. Ellsworth Mason, amigo de Ellmann y compañero estudioso de Joyce, opinaba que Ellmann había “desdibujado ambos al intentar escribir tanto biografía como crítica” y lo acusó de “hacer un dueto con Joyce” en el borrador que había leído. Mason parece preocupado aquí por la posible fusión del método ficticio de Joyce con el biográfico de Ellmann. Al presentar a Joyce como un escritor más autobiográfico de lo que era, Ellmann se estaba —peor aún— dando licencia para producir ficción, para crear algo que, más que veraz, dejara huella.
Si la ficción proyecta un arcoíris necesario sobre la base factual del biógrafo literario, ¿adónde puede recurrir el biógrafo del biógrafo? El Joyce de Ellmann se mueve y late bajo el libro de Leader como una placa tectónica, profundizando y complicando las carreras ya entrelazadas del crítico literario y el sujeto literario, y desafiando al lector a desentrañar la creación de vidas ficticias de la escritura de vidas históricas, o tal vez viceversa.
Al igual que Joyce, Ellmann fue ambicioso desde joven; también como Joyce, podía ser bastante sensible, impulsado por la rivalidad o la injuria. En Joyce, esta sensibilidad parece haber generado experiencias de vergüenza y fantasías de victimización que alimentaron y llenaron su ficción; son tendencias que satiriza con ternura en su obra. La intolerancia de Ellmann hacia sus rivales también impulsó su carrera, llevándolo a una crueldad quizás más aguda que la de Joyce. Se apresuró a publicar su primer libro, Yeats: The Man and the Mask (Yeats: El hombre y la máscara), solo unos meses antes de que A. Norman Jeffares pudiera publicar su propio W. B. Yeats: Man & Poet (W. B. Yeats: Hombre y poeta), basado en los mismos materiales manuscritos. Tras aprender la lección sobre el control del acceso a los recursos, Ellmann accedió posteriormente a editar el segundo volumen de las cartas de Joyce para poder retrasar su publicación y que sucediera a su biografía. (Esto sin mencionar los paralelismos que Ellmann buscó activamente: Joyce publicó Ulises el día de su 40º cumpleaños; 36 años después, Ellmann cerró su prefacio con la fecha de su propio 40º cumpleaños).
Al leer el relato de Leader sobre las maquinaciones de Ellmann, no pude evitar pensar en un poema de Yeats, un poema que Ellmann debía conocer bien. En “La fascinación por lo difícil”, Yeats se queja de los tediosos aspectos prácticos de su trabajo con el Teatro Abbey: reduce el “negocio teatral” a la “gestión de hombres”, imagina al Pegaso celestial obligado a “temblar bajo el látigo, esforzarse, sudar y sacudirse/ como si arrastrara metal”. En lugar de rastrear a las personas que inspiraron personajes literarios, la biografía de Leader está poblada, en parte, por las fuentes que tuvieron que ser cautivadas, persuadidas, controladas, manipuladas y apartadas para que Ellmann pudiera allanar el camino para su obra. Cuando un coleccionista privado, H.K. Croessman, compró los documentos de Herbert Gorman, el desafortunado predecesor biográfico de Ellmann, éste solicitó con éxito acceso exclusivo hasta que se publicara su biografía. La fascinación de Leader por lo difícil refleja la de Ellmann y explica mejor la minuciosa atención que Ellmann prestó a los numerosos y absorbentes aspectos prácticos de la vida literaria de Joyce. Porque Joyce también sufrió algunos problemas editoriales (en su mayoría de causa propia), y además demostró una capacidad francamente asombrosa para conseguir lo que quería y necesitaba, extorsionando despiadadamente a familiares, amigos y mecenas por su tiempo, su compromiso y, lo más importante, su dinero.
El atractivo de James Joyce, sin embargo, no reside en su promesa de relatar los heroicos esfuerzos que tanto Joyce como sus colaboradores necesitaron para llevar a la imprenta libros como Dublineses y Ulises. La biografía de Ellmann sigue cautivando a los lectores porque ensambla a la perfección una serie de anécdotas coloridas, animadas gracias a la experta maestría de Ellmann, y nos ayuda a proyectarlas, de forma desordenada, parcial o fragmentada, en la densa ficción de Joyce. En su cúmulo de detalles ilustrativos, encontramos una vez más la disposición idiosincrática que se exhibe en la singular ficción de Joyce. Es casi como si Ellmann estuviera abriendo un acordeón, revelando todo lo que Joyce comprime para sondear su mundo. En contraste, el título del libro de Leader evoca muñecas rusas biográficas, biografías de biógrafos que biografian a biógrafos hasta el fin del alfabeto. Tras cada vida literaria relatada, sugiere, se revela otra: una herencia artística menos indirecta que, por ejemplo, la afinidad electiva que los escritores reivindican con los de generaciones anteriores (o que intentan ocultar por todos los medios). Incluso si la premisa implícita de Leader es cierta —incluso si la biógrafa crea un sujeto que se le parezca lo más posible, encuentra o fabrica la muñeca para envolver su imagen más pequeña—, lo que produce la biografía de tal biógrafo es como una sombra proyectada por otra sombra: una imitación más que una elucidación del objeto.
Como muchos de sus colegas e incluso sus sucesores, Mason, amigo de Ellmann, desconfiaba de la promesa de una perspectiva biográfica. “No creo que los detalles biográficos que ha recopilado, la mayoría de los cuales eran nuevos para mí, hayan aclarado nada en mi opinión sobre Joyce”, le escribió a Ellmann en la misma carta donde lo acusaba de confundir biografía y crítica. “Más bien demuestran que usted lo ha pasado muy bien en Irlanda”. Hay una pureza neocrítica en la insistencia de Mason en la “aclaración”: no quiere ver más, solo ver con más claridad. Pero quizás la biografía sea un medio para ver no con más claridad, sino con mayor profundidad o amplitud; para ver, simplemente, más. Lo que la biografía puede lograr tanto para el escritor como para el lector es trasladar la crítica y la investigación de archivo a un nuevo terreno, uno que incluye actividades más afines al fandom: visitar la casa de un autor, hacer un recorrido literario a pie. Todos estos son, a su manera, intentos de reescenificar y profundizar el encuentro ficticio original, de ocupar la obra de nuevo, con recelo, de nuevo. Que escritores como Joyce y Woolf llenaran su obra de lugares reales y esbozaran algunos de sus personajes a imagen de personas históricas reales solo hace que este deseo —el deseo de comprender algunos de los hechos detrás del hecho— sea más atractivo.
A menudo se asume que la perdurable fascinación de la literatura modernista, su capacidad para atrapar y obsesionar, es producto de su oscuridad: otra fascinación por otro tipo de dificultad. Desde esta perspectiva, los devotos de Woolf, Joyce y similares son solucionadores de problemas que intentan analizar la sintaxis compleja, el vocabulario abstruso y las densas alusiones de sus obras. Desenredar la madeja de hilos de una vida de escritor puede ser un rompecabezas (o un nudo gordiano), pero también podría ser un acto de devoción, una peregrinación hecha con la fe de que si uno pudiera contemplar la reliquia —la ciudad, la casa de playa, la carta escrita a toda prisa—, se calmaría la fiebre del cerebro. Hay 455 cajas en los documentos de Richard Ellmann en la Universidad de Tulsa. Es difícil no imaginar la obra de Leader en ese archivo como un acto devocional. Leader ha escrito un relato atractivo y, además, justo de la que probablemente fue la biografía literaria más importante del siglo XX. Pero eché en falta ese misterio que la biografía a veces toma prestado de la ficción: ese destello de arcoíris que se refleja en su granito, esa escena que, como escribe Woolf, “permanece brillante… perdura en lo más profundo de la mente y nos hace, al leer un poema o una novela, sentir un sobresalto, como si hubiéramos recordado algo que ya sabíamos”.
Al fin y al cabo, fue la biografía de Hermione Lee, y no la ficción de Woolf, lo que me impulsó, hace tres veranos, a viajar ocho horas en tren hasta St. Ives, en Cornualles, donde Virginia Woolf pasó los veranos de su infancia. Fue la biografía, con sus detalles caprichosos, lo que me embrujó hasta el punto de rogarle a un barquero desconcertado que trazara un rumbo hacia el faro de Godrevy, que los niños Stephen podían ver desde su casa de verano en Talland House, en lugar de la más popular Isla Foca, un lugar sin el halo del modernismo. Un barco lleno de niños ansiosos por ver focas —y, me apresuro a añadir, complacidos por las focas del faro de Godrevy— fue secuestrado por mi bien y por el de la biografía. Así fue como navegué por lo que me parecían las verdaderas aguas de la imaginación de Woolf para ver un símbolo en piedra y cemento, para representar una escena que había leído una docena de veces y enseñado casi con la misma frecuencia. No creo que me aclarara nada sobre Woolf, pero lo pasé muy bien haciéndolo.
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