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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

lunes, 10 de noviembre de 2025

una novela católica

La EMR publicó Retazos de guerra, primer libro de un autor de San Javier finalista del último concurso de nouvelle. Su trama fantástica transcurre al fin de la Segunda Guerra entre apariciones de la Virgen y el bombardeo de Dresde.

Luciano Lamberti (izq.) y Leandro Ríos (centro) en la presentación de Retazos de guerra. Fotografía de Lis Mondaini.

Ahora que Rosalía —nuestra artista total, hispana y universal— sacó un disco en la que se muestra vestida de monja y canta que su “Cristo llora diamantes”, tal vez es el momento de hablar de Retazos de guerra, la breve novela ambientada sobre el final de la Segunda Guerra en el sur de Alemania que escribió Leandro Ríos, un narrador de San Javier, en el centro de la Santa Fe argentina y submeridional. 

Retazos de guerra también abunda en monjas pero, sobre todo, tiene como protagonista a una adolescente que huye del frente de guerra a medida que su familia va siendo diezmada y sobrevive gracias a la protección de un ser que la guía y le habla: la Virgen.

La guerra, que persigue a la protagonista no en batallas, sino en las escaramuzas marginales al campo de batalla, va marcándole el cuerpo y el relato va convirtiéndose en anuncio de un fin que nunca llega, “así el fin nunca en el fin fenece”, según el verso de H.A. Murena; y la nouvelle despliega un doble tránsito: cómo la guerra va pegándose y lastimando la carne y cómo esa compañía sobrenatural dibuja una salida en el perpetuo apocalipsis de nuestra heroína.

El relato de Ríos está compuesto también de simetrías algo tremendas y descabelladas. Como la aparición de la Virgen de La Salette (1846), que obsesionó a Lèon Bloy toda su vida y lo llevó a escribir en sus diarios que la Virgen es el anuncio de algo terrible y final, nuestra joven heroína le cuenta a su madre la visión que tuvo con las palabras: “Estamos en el Reino de los Cielos, mamá. ¿No te das cuenta? El mundo es perfecto”. A partir de allí se desencadena el espanto.

Retazos de guerra fue finalista en el Concurso Regional de Nouvelle 2024 de la Editorial Municipal de Rosario, al que se presentaron 219 obras provenientes de las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Chaco, Formosa, Misiones y de Paraguay. El jurado integrado por Soledad Urquia (General Deheza, 1983), Malena Rey (Buenos Aires, 1983) y Juan José Becerra (Junín, 1965) seleccionó tres ganadoras y recomendó la publicación del relato de Ríos (San Javier, 1982), quien se presentó bajo el seudónimo Eladio Lobato, el nombre de un sacerdote católico fallecido en noviembre de 2018 en Llambí Campbell, departamento La Capital, Santa Fe, quien fue también muchos años párroco de San Javier.

El hecho de que un concurso regional premiase una novela ambientada en Ratisbona, Alemania, en enero de 1945, llevó a una intervención editorial que incluye en la contratapa una suerte de anotación personal del autor que podría ser el origen de la nouvelle: “En San Javier, una ciudad de veinte mil habitantes en el norte de la provincia de Santa Fe, a las 12 de la noche del último día del año, estallan los fuegos artificiales y las bombas de estruendo, junto a la algarabía de los vecinos, llenando el aire de olor a pólvora y confusión. La hermana más anciana de un colegio religioso se despierta sobresaltada, sale de su habitación y corre hasta el patio gritando, creyendo que es la guerra. Aunque ausente, el episodio alimenta la trama de esta nouvelle extemporánea, ambientada en el sur de Alemania muchos años antes, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial: una travesía de Ratisbona a Dresde, una niña que cuenta que la Virgen se le aparece en un pozo de agua, en una carreta con refugiados, en un pasillo oscuro, y la instruye para que sobreviva.”

El episodio de la monja que sale del convento a la plaza San Martín de San Javier en Año Nuevo, aterrorizada por el fantasma de los bombardeos de la Segunda Guerra, está bastante difundida en esa localidad sobre la Ruta 1 y, si bien es un relato que intenta buscar las raíces de la historia de Retazos de guerra en el ámbito de la literatura de la región, un lector de la novela que haya leído antes esa contratapa no puede menos que sentirse irradiado por la anticipación anecdótica de ese texto por fuera de la diégesis de la historia.

Pero a su vez, la operación que Ríos propone al lector no es menos un juego extratextual: el menos informado, quien ignora que Ratisbona está al sur de Alemania, su zona más católica, de inmediato entiende que algo terrible va a suceder cuando la acción se traslada hacia Dresde, donde los Aliados cometieron el mayor bombardeo de esa guerra en febrero de 1945, que redujo la ciudad a escombros. 

En esas pequeñas ranuras hacia la historia, Ríos teje también un lore, una mitología apenas sugerida en torno a la ambigua intervención de los divino en tiempos turbulentos. En Dresde, Ana, nuestra heroína, conoce a la madre Serena, una monja que dirige un convento en el que atienden a heridos y moribundos, a quien le cuenta su encuentro con la Virgen. “Al convento de Múnich —le dice la monja— llegaban las jóvenes con la historia de que habían tenido un encuentro, un llamado, siempre con la Virgen. Nada de eso ocurrió. En el noviciado, en esos casos, hablábamos de las vírgenes agrias”.

Ése concepto, el de las “vírgenes agrias”, tiñe el relato de ambigüedad e inquietud, aparece otra vez esa tonalidad à la Bloy: los caminos de la divinidad que ofrecen el camino vertical por el que se puede ascender o caer.

En su intervención en la presentación de la novela en Rosario —en octubre, en la última Feria Internacional del Libro—, Luciano Lamberti aludió a ese comercio con los sagrado que despliega el relato y se muestra en la entrega de la heroína al sacrificio, “algo que va en contra del cinismo de la época”. Lamberti, temprano cultor de éso que hoy llamamos “gótico argentino” es también maestro virtual de Ríos en el oficio narrativo.

Retazos de guerra no es ni pretende serlo una novela teológica, tampoco es estrictamente una novela católica, aunque algo de su catolicidad se percibe en el modo en que la revelación religiosa sacude una experiencia personal que no se traduce en una prueba ni un capital individual, sino en una entrega a otros que son, como la protagonista, peregrinos harapientos. Además, la narración absorbe y sintetiza ese lore católico, razonable y sediento de un Deus absconditus. Y last but not least, no es al fin y al cabo una novela autobiográfica, aunque quién podría afirmar que la literatura no es ese territorio en el que nuestra fe y nuestra necesidad de absoluto van al encuentro de los caminos no transitados. Puesto en estos términos sobreviene un ruido editorial curioso que podría llevar a hacer sonar el lema por excelencia de la literatura fantástica: “Basada en hechos reales”. 




Retazos de guerra

Leandro Ríos

Nouvelle

EMR, 2024

74 páginas, 20 x 11 cm, $16.000


sábado, 11 de octubre de 2025

¿quién escribe la biografía del biógrafo?

El libro de Zachary Leader sobre el trabajo señero de Richard Ellmann sobre James Joyce plantea la pregunta de si un biógrafo puede ser considerado un artista. Traducido del artículo publicado en The Nation. El original no poseía hipervínculos y sólo se agregó una aclaración entre corchetes a la traducción.

Michelle Taylor


La editora Sylvia Beach y James Joyce, 1920.

En 1927, solo cinco años después de la publicación de Ulises y a unos cortos cinco años de cumplir 50, James Joyce decidió que era el momento de que alguien escribiera su biografía. Al menos un libro entero se había dedicado al análisis de su obra, y había otros en proceso. Joyce contactó primero con Stuart Gilbert, quien ya trabajaba en un estudio autorizado de Ulises con el apoyo y la colaboración del autor. Gilbert, sabiamente, se negó. Así que Joyce recurrió a Herbert Gorman, autor de un estudio crítico, James Joyce: Sus primeros cuarenta años (James Joyce: His First Forty Years, 1924), y le ofreció el peso de su vida (o al menos de una década).

No es raro que los escritores autoricen la producción (e incluso la publicación) de una biografía en vida; siempre han comprendido que la posteridad es la forma propia de la celebridad, cultivada mejor en el aquí y ahora. En el caso de Joyce, el término autor en “autorizado” tiene una carga extra: Joyce, un personaje de pesadilla propenso a la paranoia fantástica, instó a Gorman cuando estaba estancado; lo amenazó (intimidándolo a través de su asesor financiero y representante legal, Paul Léon) cuando se sintió perjudicado por los borradores de los capítulos proporcionados (y los retenidos); e insistió en corregir las pruebas de imprenta de Gorman —exigiendo en al menos un caso que Gorman dijera una mentira descarada para su propio beneficio— antes de permitir la publicación de la biografía. Una vez terminado el libro, Joyce retrasó su publicación para que su lento Finnegans Wake pudiera publicarse primero en 1939. “Nunca volveré a escribir la biografía de un hombre vivo —escribió Gorman a su editor siete años después de su terrible experiencia de una década—. Es una tarea demasiado difícil e ingrata”.

Los escritores muertos, con sus molestos herederos y sus patrimonios, sus fans y sus eruditos, tampoco son un lecho de rosas. Un escritor vivo no hace más que multiplicar los desafíos inherentes a la biografía como forma, lo que Virginia Woolf llamó “un matrimonio perpetuo de granito y arcoíris”, la imposible unión de la factualidad necesaria de la biografía y la perfección más que real del arte. Aun así, para modernistas como Woolf, la biografía ofrecía un contrapunto natural a la novela. Imaginó al biógrafo y al novelista partiendo de los mismos pilares —el mundo real, las personas reales y las experiencias reales—, pero postuló que la facticidad empantanaba al biógrafo, mientras que la fantasía liberaba al novelista. “La imaginación del artista, en su máxima intensidad —escribió—, evoca lo perecedero, construye con lo perdurable, pero el biógrafo debe aceptar lo perecedero, construir con ello, incrustarlo en la esencia misma de su obra”.

Lytton Strachey, otro amigo cercano de Woolf, tenía un consejo más práctico para el biógrafo desconcertado por la administración de los hechos: “La ignorancia —sostenía en el prefacio de Victorianos Eminentes (Eminent Victorians, 1918)— es el primer requisito del historiador: ignorancia que simplifica y clarifica, que selecciona y omite, con una plácida perfección inalcanzable para el arte más elevado». Para Strachey, Woolf y otros, las trivialidades del mundo real eran un obstáculo para la visión más integrada —y, en palabras de Woolf, “más excepcional” e “intensa”— de la realidad evocada por el arte. No es casualidad que la novela más lúdica y fantástica de Woolf, Orlando (1928), que transgrede el género, se presente como “una biografía”. Es quizás a la vez la novela menos y más factual de Woolf, llena de auténticas viñetas de vidas reales traducidas a través del tiempo, el lugar y los personajes. Por otro lado, cuando convencieron a Woolf de escribir la biografía de su amigo, el artista y crítico de arte Roger Fry, sus esfuerzos —frenados por el dolor y la íntima certeza de una estrecha amistad— fracasaron.

La irreverencia de Joyce hacia ciertos datos de su biografía personal, por ejemplo, cuando se referían a su relación con su padre o a la fecha exacta de su matrimonio con Nora Barnacle —es decir, cuando parecían incompatibles con la imagen que quería proyectar al mundo—, se vio superada por una obsesión opuesta por la facticidad en su ficción. Sentía la necesidad de que su obra —que hasta cierto punto se inclinaba hacia lo autobiográfico— se asentara sobre una base de autenticidad intachable. Cuando un posible editor, George Roberts, de Maunsel & Company, quiso que Joyce ficcionara los nombres de los pubs y la compañía ferroviaria mencionados en Dublineses (Dubliners, 1914), Joyce (en sus propias palabras) “se ofreció a tomar un coche e ir con Roberts, con las pruebas en mano, a ver a los tres o cuatro taberneros realmente nombrados y al secretario de la compañía ferroviaria”. Sus ambiciones para Ulises eran más ambiciosas. Le dijo a su amigo Frank Budgen que quería “ofrecer una imagen de Dublín tan completa que, si un día la ciudad desapareciera repentinamente de la faz de la tierra, pudiera reconstruirse” a partir de su libro. Joyce contó con la ayuda de su tía Josephine Murray en esta incansable búsqueda de la veracidad. En una carta a Murray de 1922, por ejemplo, Joyce le preguntó si durante el “frío febrero de 1893 —es decir, unos 29 años antes— el canal estaba congelado y si se usaba para patinar”.

Mientras estos escritores se las arreglaban con el modo en que la realidad se entrometía o era incluida en su obra, muchos de ellos también preparaban un registro para la posteridad, ya sea en forma de biografías propagandísticas, como en el caso de Joyce, o en forma de un copioso y bien guardado rastro documental. En 1940, una bomba impactó la casa londinense de Virginia Woolf en Mecklenburgh Square mientras vivía en el campo. La pérdida la dejó aturdida: al contemplar el «montón de ruinas» que habían cautivado su juventud en Bloomsbury, dejó escapar un suspiro de alivio. Con su base en Londres destruida, se sintió liberada de otro hecho, un montón de hechos, la atadura del pasado. “Me gustaría empezar la vida en paz, casi desnuda, libre para ir a cualquier parte”, reflexionó. Había una cosa a la que no estaba dispuesta a renunciar: con los libros esparcidos por el suelo del comedor y el viento soplando a través de su sala de estar bombardeada, empezó a buscar diarios. Al día siguiente, tras rescatar 24 volúmenes de los escombros, volvió a pensar en la biografía.

Aproximadamente un año después de que Herbert Gorman publicara James Joyce: A Definitive Biography (James Joyce: Una biografía definitiva), su protagonista falleció, un acontecimiento triste pero crucialmente oportuno. Once años después, en 1952, un joven y ambicioso profesor decidió asegurarse un lugar en un panteón literario adyacente: así, Richard Ellmann emprendió su monumental, maestra y, para frustración de muchos, aún definitiva biografía. Cuando se publicó siete años después, Ellmann la tituló, sencilla y con seguridad, James Joyce. La muerte de Joyce eliminó solo uno de la miríada de desafíos que Ellmann enfrentaría al intentar reconstruir la vida del novelista, que en mi ejemplar se desarrolla a lo largo de 744 páginas, sin contar otras 68 páginas de notas finales en letra pequeña. Esa empresa, junto con las experiencias, en su juventud y adultez, que prepararon a Ellmann para emprenderla, es el tema de un nuevo libro de Zachary Leader, Ellmann’s Joyce: The Biography of a Masterpiece and Its Maker. (El Joyce de Ellmann: la biografía de una obra maestra y su creador. Una biografía de un biógrafo (y la biografía que escribió) podría parecer un ejercicio intelectual para M.C. Escher, pero el enfoque metabiográfico de Leader ofrece un caso de estudio sobre lo que está en juego al pensar la biografía como arte. La presunción detrás de la biografía literaria, detrás de la biografía de cualquier artista, es que el arte refleja a su creador, que en su esencia lleva el sello de la personalidad, la mente o las experiencias que lo respaldan. Acudimos a la biografía para conocer mejor el arte con el que ya tenemos intimidad al observar también al artista con mayor profundidad. Los postulados modernistas de la impersonalidad —que crear arte es “escapar” de la personalidad y la emoción, como insistía el personalísimo T.S. Eliot— no resisten el escrutinio y la voracidad del biógrafo y del lector. Si podemos comprender mejor una biografía entendiendo a la persona que la escribió, como parece sugerir Leader, se deduce que la biografía es una expresión no tanto de su tema como de su autor. El biógrafo se eleva a la categoría de artista, pero la perspectiva de comprender la vida de otro corre un grave riesgo.

Leader ha elegido una obra excelente para poner a prueba su teoría implícita: James Joyce tiene la misma estatura entre las biografías del siglo XX que James Joyce entre los novelistas del siglo XX. Tras la publicación del libro de Ellmann en 1959, Anthony Burgess lo declaró la “mayor biografía literaria del siglo XX”. La obra de Ellmann se acerca a la integridad estética que Woolf reservaba para el arte literario: su narrativa —los críticos a veces la llaman un “relato”— entrelaza la colorida y serpenteante vida personal de Joyce con su vida como escritor, quizá de forma demasiado fluida. El inmenso alcance de la biografía, su enérgica capacidad para lo cotidiano, se combina con la meticulosa artesanía de Ellmann para proyectar un espejismo de exhaustividad sobre una vida que, siendo realistas, debe conservar cierta inescrutabilidad, mantener algunos aspectos de sí misma fuera de la vista. El volumen de datos curiosos parece inmenso, y sin embargo, al mismo tiempo, ninguna palabra parece fuera de lugar, ningún detalle injustificado. De hecho, Ellmann incorporó solo una fracción de su investigación al texto, acumulando deliberadamente contexto mucho más allá de lo que pudo escribir, porque ansiaba, como dijo más tarde en una conferencia, “obtener una idea de la calidad o textura de la vida de entonces”. Así, Ellmann se nutre no solo de la correspondencia de Joyce, extraída en aquel entonces de un panorama cambiante de archivos personales e institucionales, sino también de extensas entrevistas con figuras tanto íntimas (como el hermano de Joyce) como incidentales (como sus colegas de la Escuela Berlitz de Trieste). Más de 300 personas aparecen acreditadas en la obra, y como resultado, la riqueza de la comprensión de Ellmann del mundo de Joyce es palpable, deliciosa.

Sin embargo, la perspectiva desde la que inevitablemente vemos a Joyce no es pluralista: es la de Ellmann. Ellmann ha sido criticado con razón por suavizar las asperezas no solo del arte de Joyce, sino también de su carácter, un efecto modelador que se debe no tanto a los comentarios e interpretaciones del biógrafo sobre la personalidad y las decisiones de Joye —Ellmann es superficial en ambos aspectos— sino a las variaciones en la atención del biógrafo, los puntos donde su curiosidad genera detalles y aquellos donde se retrae. Ellmann se inclina por las anécdotas sobre el derrochador magistral, el genio grandilocuente y el hombre común y corriente, que son tan entretenidas como encantadoras. En otras partes, pasa por alto la cruel ingratitud de Joyce hacia aquellos que lo ayudaron profesionalmente, financiera e incluso personalmente, así como su sexismo (Joyce hizo que su editora Sylvia Beach, por ejemplo, manejara su vida, organizando citas médicas, giros bancarios y cenas; luego, después de que ella publicara Ulises con una pérdida financiera significativa, la persuadió para que cediera los derechos de autor y cualquier esperanza de recuperar su gasto, para que él pudiera buscar otro editor). Trata la política ambivalente de Joyce con un toque de ligereza, y solo ofrece una mirada ocasional a la situación política del país del que Joyce se exilió: sus acalorados debates sobre cómo sería una Irlanda libre y su sangrienta lucha por liberarse del Imperio Británico y la Guerra Civil que siguió a la creación del Estado Libre Irlandés. (Menos de un párrafo, por ejemplo, está dedicado al Alzamiento de Pascua de 1916).

En cambio, Ellmann nos presenta al Joyce más agradable para él y para el público que imaginó para el libro en la década de 1950: un héroe cosmopolita para la era del liberalismo de la Guerra Fría, un ciudadano del mundo en lugar de un exiliado irlandés al estilo de Dante. El Joyce de Ellmann es el Joyce de Ulises mucho más que el de Finnegans Wake, y su Ulises es un libro cuyo estilo experimental es quizás menos importante que su representación radical de la vida cotidiana. Leader nos muestra hasta qué punto el Joyce de Ellmann era el Joyce que Ellmann podía comprender a través de su propia perspectiva. Ellmann también se veía a sí mismo (o tal vez quería verse a sí mismo) como un hombre de familia, y también Ellmann quería superar lo que consideraba el parroquialismo protector de sus orígenes —como judío en los Estados Unidos de principios del siglo XX— para convertirse en una figura dentro del mundo en general.

El Joyce de Ellmann finalmente le valió al propio Ellmann el puesto de Profesor de Inglés Goldsmiths en la Universidad de Oxford, un puesto que luego ocuparía otra de las grandes biógrafas del siglo XX: Hermione Lee. Virginia Woolf (1996) de Lee tiene algo del estatus monumental de James Joyce (lo mismo que su peso físico), pero estaba lejos de ser la primera biografía de Woolf en publicarse. James Joyce se publicó 18 años después de la muerte del novelista. Virginia Woolf, en cambio, sucedió a su protagonista por más de medio siglo. La ventaja de Lee (y en otro sentido su obstáculo) fue que gran parte del territorio de la obra y la vida de Woolf ya había sido cartografiado, minuciosa y controvertidamente, tanto por académicos como por biógrafos. Las trampas —entre ellas, el feminismo a veces radical, a veces limitado, de Woolf, su esnobismo, el abuso sexual que sufrió de niña y, lo más inverosímil, la enfermedad que culminó en su suicidio— no solo se habían expuesto, sino que se habían advertido. Al escribir en otra época de la biografía, y sobre una escritora cuyo escepticismo biográfico se oponía a cualquier deseo de construir una vida perfectamente encapsulada, Lee destaca algunos de los límites de su conocimiento.

Esto no quiere decir que la biografía de Lee no haya enfrentado sus propias críticas; los académicos, en particular, nunca están satisfechos, y es nuestro deber no estarlo. A pesar de todas sus diferencias, de hecho, tanto Lee como Ellmann son criticados por recurrir con frecuencia a la ficción de sus protagonistas, no como material intelectual, sino como pista biográfica. Incluso Lee, quien no solo tiene en sus manos las cartas de Woolf, sino también sus diarios y memorias, a veces recurre, por ejemplo, al Sr. Ramsay para esclarecer la relación de Woolf con su padre, o a La habitación de Jacob y Las olas para reflexionar sobre la prematura muerte de su hermano mayor, Thoby. Tanto Woolf como Joyce, conscientemente, se inspiraron en sus vidas, en sus experiencias y en las de quienes los rodeaban, para crear sus personajes y escenas. Joyce escribió algunas de las partes de Bloom en Ulises, por ejemplo, con una foto de Ettore Schmitz (más conocido por su seudónimo, Italo Svevo) en su escritorio. En 1928, el día del cumpleaños de su padre —aproximadamente un año después de publicar Al faro—, Woolf reflexionó sobre cómo la novela había aliviado parte de su dolor. “Solía ​​pensar en él y en mi madre a diario —reflexionó— pero escribir Al faro los fijó en mi mente. Y ahora regresa, pero de otra manera”. En Retrato del artista adolescente de Joyce, Stephen Dedalus, quien es y no es un avatar de Joyce en su propia juventud, proclama al escritor como un “sacerdote de la imaginación eterna, transmutando el pan cotidiano de la experiencia en el cuerpo radiante de la vida eterna”. Imaginamos que los biógrafos literarios se inclinaban por el pan cotidiano: ¿cuáles eran las experiencias cotidianas del escritor? Pero, como el propio Ellmann sugiere en la tercera frase de James Joyce, su mayor preocupación es ese misterio divino, la transubstanciación: “La vida del artista… se diferencia de la vida de otras personas en que sus acontecimientos se convierten en fuentes artísticas incluso cuando gobiernan su atención presente”.

El biógrafo, como un pez que nada contra la corriente, anhela ocupar ese espacio imposible donde la carne se hace palabra, donde la experiencia se transforma en memoria y la memoria se transmuta en arte, donde el mundo se refina y profundiza en la narrativa “más rara e intensa” de Woolf. Quizás simpatizo demasiado con el impulso que llevó a Ellmann a seguir a Oliver Gogarty como modelo para Buck Mulligan [Mulligan es un personaje del Ulises inspirado en el médico, poeta y presidente de la Irlanda libre Oliver St. John Gogarty, ex compañero de pieza de Joyce en la universidad]. Para lectores como yo (y como Woolf), la ficción es más real que los hechos de la vida de un escritor; son, en cierto sentido, hechos de un orden superior. Ellsworth Mason, amigo de Ellmann y compañero estudioso de Joyce, opinaba que Ellmann había “desdibujado ambos al intentar escribir tanto biografía como crítica” y lo acusó de “hacer un dueto con Joyce” en el borrador que había leído. Mason parece preocupado aquí por la posible fusión del método ficticio de Joyce con el biográfico de Ellmann. Al presentar a Joyce como un escritor más autobiográfico de lo que era, Ellmann se estaba —peor aún— dando licencia para producir ficción, para crear algo que, más que veraz, dejara huella.

Si la ficción proyecta un arcoíris necesario sobre la base factual del biógrafo literario, ¿adónde puede recurrir el biógrafo del biógrafo? El Joyce de Ellmann se mueve y late bajo el libro de Leader como una placa tectónica, profundizando y complicando las carreras ya entrelazadas del crítico literario y el sujeto literario, y desafiando al lector a desentrañar la creación de vidas ficticias de la escritura de vidas históricas, o tal vez viceversa.

Al igual que Joyce, Ellmann fue ambicioso desde joven; también como Joyce, podía ser bastante sensible, impulsado por la rivalidad o la injuria. En Joyce, esta sensibilidad parece haber generado experiencias de vergüenza y fantasías de victimización que alimentaron y llenaron su ficción; son tendencias que satiriza con ternura en su obra. La intolerancia de Ellmann hacia sus rivales también impulsó su carrera, llevándolo a una crueldad quizás más aguda que la de Joyce. Se apresuró a publicar su primer libro, Yeats: The Man and the Mask (Yeats: El hombre y la máscara), solo unos meses antes de que A. Norman Jeffares pudiera publicar su propio W. B. Yeats: Man & Poet (W. B. Yeats: Hombre y poeta), basado en los mismos materiales manuscritos. Tras aprender la lección sobre el control del acceso a los recursos, Ellmann accedió posteriormente a editar el segundo volumen de las cartas de Joyce para poder retrasar su publicación y que sucediera a su biografía. (Esto sin mencionar los paralelismos que Ellmann buscó activamente: Joyce publicó Ulises el día de su 40º cumpleaños; 36 años después, Ellmann cerró su prefacio con la fecha de su propio 40º cumpleaños).

Al leer el relato de Leader sobre las maquinaciones de Ellmann, no pude evitar pensar en un poema de Yeats, un poema que Ellmann debía conocer bien. En “La fascinación por lo difícil”, Yeats se queja de los tediosos aspectos prácticos de su trabajo con el Teatro Abbey: reduce el “negocio teatral” a la “gestión de hombres”, imagina al Pegaso celestial obligado a “temblar bajo el látigo, esforzarse, sudar y sacudirse/ como si arrastrara metal”. En lugar de rastrear a las personas que inspiraron personajes literarios, la biografía de Leader está poblada, en parte, por las fuentes que tuvieron que ser cautivadas, persuadidas, controladas, manipuladas y apartadas para que Ellmann pudiera allanar el camino para su obra. Cuando un coleccionista privado, H.K. Croessman, compró los documentos de Herbert Gorman, el desafortunado predecesor biográfico de Ellmann, éste solicitó con éxito acceso exclusivo hasta que se publicara su biografía. La fascinación de Leader por lo difícil refleja la de Ellmann y explica mejor la minuciosa atención que Ellmann prestó a los numerosos y absorbentes aspectos prácticos de la vida literaria de Joyce. Porque Joyce también sufrió algunos problemas editoriales (en su mayoría de causa propia), y además demostró una capacidad francamente asombrosa para conseguir lo que quería y necesitaba, extorsionando despiadadamente a familiares, amigos y mecenas por su tiempo, su compromiso y, lo más importante, su dinero.

El atractivo de James Joyce, sin embargo, no reside en su promesa de relatar los heroicos esfuerzos que tanto Joyce como sus colaboradores necesitaron para llevar a la imprenta libros como Dublineses y Ulises. La biografía de Ellmann sigue cautivando a los lectores porque ensambla a la perfección una serie de anécdotas coloridas, animadas gracias a la experta maestría de Ellmann, y nos ayuda a proyectarlas, de forma desordenada, parcial o fragmentada, en la densa ficción de Joyce. En su cúmulo de detalles ilustrativos, encontramos una vez más la disposición idiosincrática que se exhibe en la singular ficción de Joyce. Es casi como si Ellmann estuviera abriendo un acordeón, revelando todo lo que Joyce comprime para sondear su mundo. En contraste, el título del libro de Leader evoca muñecas rusas biográficas, biografías de biógrafos que biografian a biógrafos hasta el fin del alfabeto. Tras cada vida literaria relatada, sugiere, se revela otra: una herencia artística menos indirecta que, por ejemplo, la afinidad electiva que los escritores reivindican con los de generaciones anteriores (o que intentan ocultar por todos los medios). Incluso si la premisa implícita de Leader es cierta —incluso si la biógrafa crea un sujeto que se le parezca lo más posible, encuentra o fabrica la muñeca para envolver su imagen más pequeña—, lo que produce la biografía de tal biógrafo es como una sombra proyectada por otra sombra: una imitación más que una elucidación del objeto.

Como muchos de sus colegas e incluso sus sucesores, Mason, amigo de Ellmann, desconfiaba de la promesa de una perspectiva biográfica. “No creo que los detalles biográficos que ha recopilado, la mayoría de los cuales eran nuevos para mí, hayan aclarado nada en mi opinión sobre Joyce”, le escribió a Ellmann en la misma carta donde lo acusaba de confundir biografía y crítica. “Más bien demuestran que usted lo ha pasado muy bien en Irlanda”. Hay una pureza neocrítica en la insistencia de Mason en la “aclaración”: no quiere ver más, solo ver con más claridad. Pero quizás la biografía sea un medio para ver no con más claridad, sino con mayor profundidad o amplitud; para ver, simplemente, más. Lo que la biografía puede lograr tanto para el escritor como para el lector es trasladar la crítica y la investigación de archivo a un nuevo terreno, uno que incluye actividades más afines al fandom: visitar la casa de un autor, hacer un recorrido literario a pie. Todos estos son, a su manera, intentos de reescenificar y profundizar el encuentro ficticio original, de ocupar la obra de nuevo, con recelo, de nuevo. Que escritores como Joyce y Woolf llenaran su obra de lugares reales y esbozaran algunos de sus personajes a imagen de personas históricas reales solo hace que este deseo —el deseo de comprender algunos de los hechos detrás del hecho— sea más atractivo.

A menudo se asume que la perdurable fascinación de la literatura modernista, su capacidad para atrapar y obsesionar, es producto de su oscuridad: otra fascinación por otro tipo de dificultad. Desde esta perspectiva, los devotos de Woolf, Joyce y similares son solucionadores de problemas que intentan analizar la sintaxis compleja, el vocabulario abstruso y las densas alusiones de sus obras. Desenredar la madeja de hilos de una vida de escritor puede ser un rompecabezas (o un nudo gordiano), pero también podría ser un acto de devoción, una peregrinación hecha con la fe de que si uno pudiera contemplar la reliquia —la ciudad, la casa de playa, la carta escrita a toda prisa—, se calmaría la fiebre del cerebro. Hay 455 cajas en los documentos de Richard Ellmann en la Universidad de Tulsa. Es difícil no imaginar la obra de Leader en ese archivo como un acto devocional. Leader ha escrito un relato atractivo y, además, justo de la que probablemente fue la biografía literaria más importante del siglo XX. Pero eché en falta ese misterio que la biografía a veces toma prestado de la ficción: ese destello de arcoíris que se refleja en su granito, esa escena que, como escribe Woolf, “permanece brillante… perdura en lo más profundo de la mente y nos hace, al leer un poema o una novela, sentir un sobresalto, como si hubiéramos recordado algo que ya sabíamos”.

Al fin y al cabo, fue la biografía de Hermione Lee, y no la ficción de Woolf, lo que me impulsó, hace tres veranos, a viajar ocho horas en tren hasta St. Ives, en Cornualles, donde Virginia Woolf pasó los veranos de su infancia. Fue la biografía, con sus detalles caprichosos, lo que me embrujó hasta el punto de rogarle a un barquero desconcertado que trazara un rumbo hacia el faro de Godrevy, que los niños Stephen podían ver desde su casa de verano en Talland House, en lugar de la más popular Isla Foca, un lugar sin el halo del modernismo. Un barco lleno de niños ansiosos por ver focas —y, me apresuro a añadir, complacidos por las focas del faro de Godrevy— fue secuestrado por mi bien y por el de la biografía. Así fue como navegué por lo que me parecían las verdaderas aguas de la imaginación de Woolf para ver un símbolo en piedra y cemento, para representar una escena que había leído una docena de veces y enseñado casi con la misma frecuencia. No creo que me aclarara nada sobre Woolf, pero lo pasé muy bien haciéndolo.

miércoles, 1 de octubre de 2025

el lagrimal trifurca

En la EMR preparamos un Diccionario de Rosario inspirado y basado de alguna forma en el que Wladimir Mikielievich escribió durante casi toda su vida. Como muchas de las entradas seleccionadas requieren actualizaciones, e incluso hay que escribir nuevas entradas (sobre todo las que conciernen al siglo XXI, que Mikielievich no vio), encaramos acá la publicación de esas entradas que se publicarán de un modo muy distinto al que fueron redactadas originalmente.


el lagrimal trifurca. Lit., Cult., Hist. Casi veinte años después de la salida de su primer número en Rosario, en abril de 1968, la revista el lagrimal trifurca —cuya edición se habìa interrumpido en 1976— nacionalizaba sus propuestas en el segundo número (1986) de la revista Diario de poesía, en la que todo el equipo de dirección (Daniel Samoilovich, Daniel García Helder, Martín Prieto, entre otros) analizaban esas páginas y su legado. “el lagrimal fraguó de hecho sus relaciones con América Latina y el mundo sin pasar por la metrópoli, de algún modo sin preocuparse por ella”, escribió Saimoilovich en ese dossier, donde “metrópoli” significa Buenos Aires. Los catorce números de el lagrimal trifurca se publicaron en Rosario entre 1968 y 1976, el año del golpe de Estado que, lamentablemente, cambiaría para siempre el país. El mismo Samoilovich la describió como la confluencia de “un grupo de poetas jóvenes” con “una familia de imprenteros”. Ésa familia era la de Francisco, Elvio y Sergio Gandolfo (el último firmó siempre con el apellido de su madre, Kern). Escribieron allí otros nombres caros a la producción literaria de Rosario: Eduardo D’Anna, Hugo Diz, Samuel Wolpin y Juan Carlos Martini. El logo de la revista tomó una ilustración a color de la artista plástica Kenojuak Ashevak, “El búho encantado”, extraída de El Correo de la Unesco. El Lagrimal Trifurca incluye materiales diversos: poemas, narraciones, ensayos críticos, entrevistas e ilustraciones. “Los editores —describe Marina Maggi en la presentación escrita para Ahira.com.ar, donde puede accederse a la colección completa digitalizada— diferencian dos etapas: una primera, que se extiende del nº 1 (abril-junio 1968) al 8 (noviembre 1970) y privilegia la publicación de poesía, y una segunda, del nº 9 (octubre-diciembre 1973) al 14 (agosto 1976), que acentúa la presencia del periodismo, el ensayo y la crítica. Desde este momento, los lagrimales encuentran en la poesía un modo específico de aproximarse al lenguaje, que ilumina o contamina diversas formas textuales, desarrollando un programa poético tácito, cuya elaboración crítica, siempre parcial, se desenvuelve en las discusiones sobre las propias obras y textos publicados. A pesar de esta variedad, la revista es reconocida a nivel nacional como una revista eminentemente poética. Esto responde a la construcción, por parte del grupo, de un programa poético cuyo alcance será nacional”. La publicación tuvo un interregno entre 1970 y 1973, cuando Elvio Gandolfo se mudó a Montevideo, Uruguay; entonces su padre Francisco editó plaquetas de poesía que, en diferentes etapas, se publicaron entre 1978 y 1990. “La lectura de la revista permite relevar la invención colectiva de un punto de vista singular sobre el acontecimiento literario, destinada a dejar huella en la poesía nacional, así como también la invención de una historicidad poética singular: un modo de aprehender y transformar el presente, en el que la prepotencia del hacer y el interés por los sucesos se alían a la fuerza jovial de la imaginación, siempre dispuesta al enigma”, concluye Maggi en su presentación de Ahira. En 2015 la Biblioteca Nacional publicó una edición facsimilar de el lagrimal trifurca, que en su momento fue contemporánea de otra revista rosarina que se imprimiría también en La Familia (la imprenta de los Gandolfo), La Cachimba (1971-1974), impulsada por los poetas Guillermo Colussi, Jorge Isaías y Alejandro Pidello, quienes publicaban a escritores rosarinos, cordobeses, entrerrianos, tucumanos y riojanos y llegó a sumar a escritores de el lagrimal.

viernes, 5 de septiembre de 2025

el camino de santiago

Salimos de Rosario hacia Santiago del Estero pasadas las 8 de la mañana del viernes 15 de agosto y llegamos a Ceres. última localidad de Santa Fe alrededor de las 14:45. Habíamos tomado la autopista a Santa Fe y, en la ruta que va a hacia Gálvez, tomamos la ruta 80 hasta empalmar con la 10, luego la 19 y, a la altura de Angélica, la 34, por la que entramos a la provincia de Santiago hasta la 51, en Rubia Moreno, atravesamos La Banda por la avenida Juan Domingo Perón que al cruzar el río Dulce se transforma en Rivadavia y llegamos a la ciudad más antigua de Argentina. Ya eran más de las ocho de la noche y la ciudad resplandecía. Atravesamos el centro luminoso de Santiago, un centro luminoso de locales reformados para hacer más coloridas sus vidrieras en la estructura de viejas casonas decimonónicas. Las calles arboladas, empedradas y demarcadas por mojones cónicos de metal; la agitación de una urbe en las entrañas del antiguo camino real hacia la antigua civilización incaica. La luminosidad majestuosa de la ciudad que se erige en yermo santiagueño. Esa noche fuimos a cenar a una terraza frente a la florida plaza Libertad, un primer piso sobre la peatonal al que se llegaba por una escalera que me recordó los lugares más o menos paquetos que florecían en las ciudades bonaerenses a fines de los 70. La copa de vino que pedí en la cena me trajo un ácido tinto que llevaba días en una botella ya abierta, Pedí que lo cambiaran y que, en lo posible, el menjunje proviniese de una botella abierta esa noche. Lo cambiaron. De vuelta, por avenida Libertad (que a esa altura tiene una mano única hacia la costanera sobre el río Dulce) pasamos por una especie de garage para motocicletas llamado Lo de Tito que a través de la puerta permitía ver allá al fondo de un galpón gigantesco unas luces estroboscópicas que cambiaban con la música e iluminaban el esqueleto de cientos de motos estacionadas: qué hacía la juventud motorizada en Lo de Tito, además de guardar sus vehículos, no lo sé, pero evidentemente terminaban allí la jornada. Los motociclistas son el detalle más estridente de Santiago pero, acaso por el tamaño de las veredas, angostas, cargadas con árboles, entre ellos unos de naranjas amargas que se desparraman por la calle y caen en las cajas de las camionetas, que las pasean rodando por el suelo metálico, los motociclistas, a diferencia de los rosarinos, mantienen la sana costumbre de desplazarse por el pavimento, donde no son demasiado prudentes pero al menos dejan en paz a los peatones que circulan por la vereda.

Estación del ACA en Ceres, Santa Fe.

A poco de ingresar a la provincia de Santiago del Estero por la ruta ya se percibe una diferencia. Ni bien cruzamos Ceres desaparecen las camionetas Amarok. El costado de la carretera, que durante todo el camino santafesino exhibe la pulcra y laboriosa actividad agropecuaria es reemplazada del lado santiagueño de la ruta 34 por montoncitos de bolsas de carbón y el humo de fogatas encendidas en las casas a la vera de la ruta. La provincia de Santiago sufrió una gigantesca deforestación en las últimas décadas, me informan. De todos modos lo que se percibe es el terreno bajo, la llanura de vegetación baja y pobre, los rebaños de cabras que se cruzan por la carretera con una indiferencia pasmosa por los bólidos que se desplazan por la 34. 

Madre de ciudades

La ciudad de Santiago es maravillosa. No sólo por su antigüedad espúrea, plebeya y dorada que rodea la plaza Libertad, donde junto a la Catedral se erigen dos cines espectrales, el Petit Palais, en la esquina casi de 24 de Septiembre y Avellaneda, también por la acumulación de épocas que la habitan y hacen latir en ella esa mezcla de criollos, indios, descendientes de árabes y blancos señoriales. En el Mercado Armonía, entre Pellegrini, Absalón Rojas, la peatonal Tucumán y Salta vive la tradición comercial del norte con puestos de artesanías, verduras, tamales, kippe, fritangas y baratijas de origen incierto; con niños que corretean en las terrazas y hombres de piel cetrina y rostros labrados por la tierra y el calor que descansan en mesas apretadas mientras almuerzan comidas cuyos nombres se me escapan, que acompañan con botellas de vino Toro que creí que ya no existían. La segunda mañana que llegué al mercado me senté antes de entrar a un bar sobre peatonal Tucumán a tomar un café en la vereda, donde el fresco me obligaba todavía a llevar un cárdigan de lana. En las diez o doce mesas ocupadas no había ni un solo gringo, eran todos hombres y mujeres con el norte grabado en los rasgos oscuros y serenos. ¿Dónde está esa gente, que también nutre las barriadas de las grandes ciudades del sur, representada en el Congreso nacional o en el gran escenario político y mediático? 



Mercado Armonía, casco histórico de la ciudad de Santiago del Estero.

La pobreza del paisaje natural santiagueño, el llano y despojado horizonte semidesértico, rápido se diluye en el sonido de los nombres de los lugares, el río Dulce —una serpiente opaca de agua mansa y playa— es también el de “Silencioso cruza el Dulce,/ mojando Banda y Santiago,/ lo acompañan las vidalas/ dolidas, tristes del pago.” Y La Banda, que invita en las canciones con chacarera y empanadas, es un polvoriento y nutrido poblado en el que un maxikiosco brilla en la noche como si fuera irreal en el paisaje de música que pinta una aldea que ya es una escena del alma. Santiago se ofrece en su música, en las voces de los santiagueños, la tonada más hermosa del país, serena y posesa en el canto.

Niños

Como llegamos el sábado anterior al Día del Niño, vimos en el centro de Santiago del Estero a muchos padres acarreando bicicletas infantiles semienvueltas en papeles de colores y cintas brillantes. En el Mercado, Álvaro también lo observó con alegría y sorpresa la cantidad de niños que jugaban en la terraza del primer piso del Mercado, donde también había payasos y repartija de globos. El “gran reemplazo” existe, es el proceso natural por el que los blancos terminaremos borrados felizmente de la faz de la Tierra para que la habiten con júbilo quienes tienen el valor de reproducirse en estos tiempos.

Ese mismo sábado a la noche nos fuimos a la Fiesta de la Abuela Carabajal, madre de la generación anterior a la de Peteco y muerta en 1994, matriarca de una estirpe de músicos nacidos en el barrio Los Lagos, una zona de trabajadores, sin otro atractivo que las casas bajas, las calles y los patios de tierra, donde se juntan durante la celebración jóvenes llegados de todos lados a guitarrear a un costado del escenario de principal. 



A través de un compañero de trabajo de mi esposa, mi hija se había puesto en contacto con Ramón. Asì que fuimos a su casa, en 1º de Mayo y Coronel Larrabure, La Banda, después de cenar en el único sitio no recomendable que conocimos en la provincia: poco más de 70 mil pesos por unas porciones de carne microscópicas, una ensalada servida en un dedal, unas cervezas y un vino Bianchi Borgoña que en Santiago tienen siempre en la heladera.

El escenario central de la fiesta, donde se escuchaba todo tipo de mezcla de zamba, chacarera y rock de alto vuelo estaba a metros de la casa de los Carabajal, en una avenida que lleva el apellido y la calle Salta. La misma avenida es, a lo largo de una cuadra, una feria de artesanías y comida. Es el lugar con mayor concentración de gringos como los que vemos en Rosario de todos los rincones de Santiago que recorrimos. Desde luego, mi esposa se encontró con la ex profesora de yoga o algo por el estilo y vi y esquivé rostros que me eran conocidos. Ramón albergaba en el patio de su casa en construcción perenne unas 30 carpas de muchachos y muchachas que habían llegado de todas partes y esa noche habían asado unos 30 kilos de carne, pero ahora estaban reunidos en una ronda gigantesca con bombos y guitarras que hacían sonar con una potencia que yo desconocía. Entre ellos destacaba un morochito de unos 25 años, de apellido Sanabria, de Barrio Belgrano, San Nicolás, al que volveríamos a ver en el Patio del Indio Froilán el domingo a la noche siguiente.  


Con Peteco Carabajal en la Fiesta de la Abuela, Casa de los Carabajal. La Banda, Santiago del Estero, 17 de agosto de 2025. 

Hija

De Santiago supe por mi amigo Juan Carlos Abdo, nacido y criado en La Banda, a principios de los 90. De él aprendí a decir cigayiyos, con la última "ye" más corta y menos arrastrada, como se pronuncia en Santiago, y me dejé seducir por ese sonido que trae un territorio lejano. El viaje se lo debo por entero a mi hija, que estuvo en un congreso de Historia en 2023 y desde entonces insistió en que debíamos conocer Santiago. El congreso había sido en una fecha más cercana al verano y la ciudad ya se cocinaba en su infiernillo estival. Mi hija había vuelto encantada con esas siestas largas bajo el magma solar y había visto renacer la ciudad después de las siete de la tarde. Los días se estiraban hasta las doce de la noche, de modo de aprovechar la calle y la antigüedad de la ciudad para respirar el momento más fresco del día.

Me asombra y me devuelve un amor siempre reencontrado esa herencia que flota entre padres e hijas, unos y otros en busca de cosas que nos llaman incluso más allá del tiempo y las distancias, pero que nos anidan en su expectativa de encuentro.


Continuará...

jueves, 14 de agosto de 2025

libertad, plaza de la

En la EMR preparamos un Diccionario de Rosario inspirado y basado de alguna forma en el que Wladimir Mikielievich escribió durante casi toda su vida. Como muchas de las entradas seleccionadas requieren actualizaciones, e incluso hay que escribir nuevas entradas (sobre todos las que conciernen al siglo XXI, que Mikielievich no vio), encarmos acá la publicación de esas entradas, que seguramente se reducirán para ingresar al texto, según su redacción original.

Imagen guardada por Mikielievich que fecha la inauguración de la plaza y el emplazamiento del busto de la Libertad el 1 de diciembre de 1980. El busto ya no está en la plaza.

LIBERTAD, plaza de la, Urb, Hist. Hasta 1968 la manzana recortada por Mitre, Pasco, Sarmiento e Ituzaingó —hoy la Plaza Libertad, o “de la Libertad”, como figura en registros catastrales de la municipalidad (sección 02, manzana 057)— ofrecía al paseante un edificio central coronado por cinco picos galvanizados sobre el frontón que terminaban de dar forma a los altos techos a dos aguas del Mercado de Abasto de Rosario, que legó su nombre al barrio. El mercado, además del comercio de alimentos frescos, forjó la identidad del barrio desde 1918, cuando comenzó a funcionar, poblándose de bares, fondas, bodegones, pequeños comercios y conventillos donde se alojaban —a veces con sus familias— puesteros y changarines, que circulaban en torno al lugar que 50 años después fue trasladado al Mercado de Productores de San Nicolás y 27 de febrero y al Mercado de Concentración de Fisherton. El edificio terminó de demolerse en 1969 y quedó un terreno con tierra y escombros que fue convertido en pista de motocross hasta que en la intendencia de facto de un oficial de la Marina (1976-1981) se inauguró la plaza de la Libertad el 30 de diciembre de 1980, cuyo alrededor mantuvo durante unos 20 años el paisaje de casas más o menos bajas, establecimientos pensados para almacenes, comercios y depósitos. Avanzados los primeros años de democracia, a fines de la década de 1980, como haciéndose eco de su nombre, la plaza fue escenario de ofertas sexuales que escandalizaron a una sociedad que aún convivía con la Liga de la Decencia (ya sin la virulencia que tuvo durante la dictadura), no sólo la prostitución más frecuente, también se hicieron visibles las travestis. “Una plaza seca con algunos juegos y un poco de arena y unos árboles”, le describe un periodista en una revista independiente de 1990. Y agrega: “Unos arquitectos proyectaron allí una plaza de formas nuevas. Una fuente rectangular modelo Mundial ‘78 (como la del Centro Cultural) y, en la depresión del terreno, un cantón de arena ovoide con juegos —algunos artesanales— y unos pequeños túneles para que pasen los niños, hechos de caños de fibrocemento para cloacas. Lo demás es de hormigón. Formas simétricas. Escaleras de pocos escalones, casi simbólicas y sin dudas menos prácticas que rampas. Árboles que deberían crecer para parecerse a los árboles. Mesas de cemento con pequeñas baldosas negras y blancas formando fríos tableros de ajedrez, etc.” La descripciòn es parte de una crónica sobre un bar que funcionó entre 1987 y 1992 en la esquina de Sarmiento e Ituzaingó, frente a la plaza, Inizios, el primer bar gay de Rosario, creado sólo cuatro años después que el primer bar de ese tipo en Capìtal Federal. En noviembre de 1998 la Plaza Libertad fue la arena de un foro en el que “un grupo de travestis y el Colectivo Arco Iris —que reunía a la comunidad LGBT de la ciudad— denuncian el pago de coimas y los favores sexuales que exigían los policías de Moralidad Pública para dejarlas en paz. La respuesta brutal del jefe de policía fue incrementar razzias y hacer declaraciones paradigmáticas de la discriminación, como llamar ‘mascaritas sidóticas’ a las travestis o recomendar que se las separe de la sociedad, lo que lo obliga a renuncir y con ello termina una época de persecuciones”, según la crónica que hace un periodista rosarino en una revista en 2024, que rememora la noche de Rosario. La plaza se reinauguró con reformas y mejoras en julio de 2023, con nuevos canteros sobre el sendero en diagonal existente y más árboles, ampliación de espacios verdes sobre calles Pasco e Ituzaingó, se ejecutaron rampas de acceso en las cuatro esquinas, así como una para subir al escenario y a juegos. Se colocó una estación aeróbica, un skatepark, se sumó mobiliario urbano, bancos y mesas, cestos y equipo de riego. Además, se instaló un nuevo piso de caucho antigolpes para mayor seguridad de niñas y niños. Una imagen de San Cayetano, resguardada en una caja enrejada, casi en la esquina de Mitre y Pasco, recuerda que la plaza es el punto de partida de la procesión del santo cada 7 de agosto hacia la iglesia de calle Buenos Aires al 2100.


El Mercado del Abasto que funcionó donde hoy está la plaza hasta 1968. La imagen es de los años 30.