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martes, 20 de diciembre de 2011

los bancos de lata

Su primer hijo había nacido en 2001. De modo que Marcelo Manera, fotógrafo, reportero gráfico de un diario de Rosario que ya había sufrido su primer cierre, observaba la escena con una sensibilidad nueva, punzante, en la que sopesaba la buena nueva reciente de la paternidad y el futuro incierto de un país que se desmoronaba.



 Todas las fotos de Marcelo Manera, 2001.

Aunque no tuvo que cubrir la represión y los incidentes del 19 y 20 de diciembre (debo la referencia de ese enlace a ramble tamble) de ese año, Manera retrató el estado en el que estaban los bancos entonces, es decir, las vallas, las pintadas y los chapones abolladas por las cacerolas y los piedrazos de gente que hasta hacía unos meses concurría a esos lugares y aguardaba ser atendida en colas ordenadas y, por lo general silenciosas. Porque los bancos, con sus nuevos edificios sencillos y domésticos, mantenían (y mantienen) su aura de templo en el que se nos transmite la verdad del capitalismo, aunque esa verdad, claro, sea una ilusión. Y Manera conocía esa ilusión, porque en 1997, cuando había querido salvar un negocio que tenía con un primo, pidió un préstamo. Un préstamo pequeño, que era todo lo necesario para salvar las deudas de mercadería. Sin embargo los trámites y la burocracia del banco fue implacable, el préstamo llegó tres meses más tarde de que el negocio había cerrado. “Y no nos dejaron rechazarlo”, dice Manera ahora, mientras mira de nuevo las fotos y recuerda ese episodio.
Las fotos de los bancos las vi un día en la pantalla de la máquina de Fotografía de la redacción del diario. Le pregunté a Manera qué eran y me dijo que eran imágenes suyas, privadas, que las había hecho para mostrarle a sus hijos, en el futuro, cómo se veían los bancos en 2001.
“Me llamó la atención –dice Manera ahora– el estado en que estaban los bancos, esa cosa muy pictórica, y me dije: esto en algún momento lo van a levantar y los bancos van a volver a la normalidad, y todo se va a olvidar, y pensé que quería mostrárselo a mis hijos”.
Dice Manera sobre las fotos: “Las veo ahora y hay dos o tres que me gustan”. Recuerda aquello del préstamo que llegó cuando habían cerrado el negocio y dice: “Le había agarrado una fobia a los bancos, y cuando hice esas fotos sentía una especie de venganza cuando apretaba el disparador, más allá de la cosa «plástica» de las chapas que daban muy bien para la foto. Hay una, en particular, que dice «Estafadores 24 horas»…” Manera no dice mucho más al señalar esa foto, pero se entiende: fotografiar la inscripción, disparar sobre esa imagen fue como escribirlo.
Varias cosas cambiaron para el fotógrafo desde 2001. “La historia, que no había vuelto a leer desde la secundaria y que nunca me importó demasiado… a partir de ese momento era como que sentía ganas de ver, años atrás, muy atrás, desde la época de la colonia, digamos, por qué habíamos llegado a eso. Me compré un montón de libros sobre historia argentina”.
Sobre las fotos de Manera, que son un recorte muy específico sobre la fachada de bancos que hoy ni siquiera existen en Rosario, como la Banca Nazionale del Laboro de Rioja y Mitre, me atrajo siempre el hecho de que sean, de algún modo, un retrato. Los bancos, tapiados con chapa, con sus molduras metálicas destrozadas y magulladas por los golpes de las cacerolas de gente que hasta unos días atrás había sido un cliente dócil, parecían ponerse a tono con el paisaje de chapas de los suburbios, en los que se acumulaban las familias arrojadas a la pobreza. En otras de las imágenes, los bancos también parecen containers, como los que traen los barcos con objetos importados, los mismos que en los 90 llegaron repletos de baratijas, destruyeron la endeble industria nacional y desplazaron a los trabajadores a las villas. En esa precaria medida de seguridad de amurallarse con chapa, los bancos, como los muestra la cámara de Manera, mostraban lo que, al menos para mí y, creo que también para el fotógrafo, habían sido en la cresta de la ola neoliberal: unos grandes distribuidores de miseria. 

Coda
Contar el poder, narrar el orden político, económico y social que hace que millones de personas sin otro ingreso que un sueldo subsidien las pérdidas que generaron un grupo minúsculo de empresarios apañados por la dirigencia política es algo realmente complejo que, encima, lleva siempre las de perder frente a las consignas fáciles y, claro, engañosas que tiene preparado ese poder o, lo que es lo mismo, la derecha. Así, suele pensarse la última dictadura sólo en términos de seguridad o enfrentamientos ideológicos. Pocos reparan en que los fusiles eran la garantía de que la deuda privada se hiciese pública, y que esa era la principal semilla de Diciembre de 2001. De modo que el relato de esos procesos sólo cabe en los modos elípticos y cifrados de la ficción, donde los protagonistas son unos personajes determinados y no columnas de datos o conceptos como clase media o capital. También, las fotos, por la gran intriga que generan.

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