Esta segunda parte ocupa el gran salón posterior que se
conecta con los laterales de la entrada original del museo. Se inauguró
también la antigua y magnífica “Sala Patria”, que fue remodelada para su
uso en nuevas funciones como reuniones, conciertos, charlas o presentaciones.
En la exposición, que reúne pinturas, esculturas, objetos y
mobiliario de la colección del MHP en los que se materializaba de algún modo la
concepción histórica de Ángel Guido y Julio Marc, el centro gravitacional es, grosso modo: la cotidianeidad de la
colonia americana en sus aspectos religiosos y domésticos, la influencia
barroca y las imágenes con las que se representaba el imaginario de entonces,
cargado de un credo nuevo, en expansión e inculcado con la espada. Pero
pretende, sobre todo, poner de manifiesto en esta nueva etapa del Museo los
valores de su patrimonio tanto como sus contradicciones, para transitar un
nuevo recorrido de conocimiento y aprendizaje de estas notables colecciones.
El criterio con el que Guido y Marc recogieron estas piezas
–influidos por el ensayo Eurindia, deRicardo Rojas (1924)– rescataba el trabajo y la maestría aborigen en la
elaboración de la mayorías de las obras de la colección en estos términos:
“Fuimos conquistados, los americanos, durante la época del Barroco, debemos
congratularnos de que así fuera. El Barroco es un arte permeable, flexible,
capaz de recoger en su meándrica y a veces imbricada arquitectura, los matices
señeros de la idiosincrasia de un pueblo y del magnetismo telúrico lugareño. Al
desplazarse, pródigamente, en América, fue recogiendo todas aquellas
expresiones del Hombre y de la Tierra de cada región, dejando una multitud de
obras artísticas de personalísimo carácter local”.
Los materiales de esta muestra intentan por un lado hacer
visible la historia de su adquisición pero, a la vez, mostrar en los detalles
como colores, motivos y ornamentos, la fuerte resistencia indígena frente a la
violencia y las injusticias de la colonia. Las piezas que exhibe la institución
son, claro está, el producto de una conquista feroz, pero también de una
resistencia pertinaz y casi secreta.
Muebles. A la medida del virrey
La mayoría de los muebles del período virreinal que
se conservan desde el siglo XVIII hasta la fecha pertenecieron a la clase
dirigente de la sociedad colonial. De hecho, a cada relevo de un virrey sobrevenía
un recambio de muebles en el palacio que no sólo desplegaban el catálogo de
gustos personales de la nueva autoridad, también mostraban las nuevas
tendencias europeas, que a partir de 1700, cuando el puerto de Veracruz,
México, inició el comercio con Inglaterra, incorporaron el estilo Reina Ana y
los detalles chinos: laqueados con incrustaciones de otros materiales que el
diseño precolombino ya conocía y, a partir de entonces, mezcló con sus motivos particulares.
El mueble fue no sólo un detalle del cotidiano
colonial, de los usos y costumbres de la época, asimismo fue motivo de
ostentación y señal de prestigio en los rígidos estamentos de la sociedad
virreinal. Desde los lujosos bargueños hasta las sillas y sillones de estilo
inglés y francés donde se sentaban las damas, con asentaderas más anchas que
las españolas, forradas en telas decoradas o con el tradicional cuero repujado;
hasta el mobiliario religioso como bancas y escaños, para asiento de más de una
persona, menos atento a las variaciones del norte europeo. La fabricación del
mueble requería de artesanos expertos, capaces de trabajar en una misma pieza
con más de una madera y más de un material para incrustaciones, como nácar,
hierro y cuero.
Si en el siglo XVII predominó un barroco que fue, sobre
todo español, con relieves y tallas que mezclaban el estilo mujádir con
terminaciones imponentes, como garras de tigre y motivos abstractos para las
patas de mesas, sillas y armarios; en el XVIII se impuso el rococó francés, con
igual gusto por las formas ondulantes en faldones y rocallas, como en algunas
de las mesas principales y auxiliares de la colección del MHP. En la
ornamentación, los artesanos indígenas dejaron sus marcas con figuras
estilizadas de la flora y fauna americana, y motivos precolombinos de clara
tradición local.
El mueble más lujoso entre los siglos XVII y XVIII
fue el de escritorio. Las papeleras o bargueños eran tanto piezas únicas,
hechas de los materiales más refinados y fabricadas para ostentar la riqueza de
su dueño (eran de uso masculino), como contenedores de objetos de valor: como
si los fastos del nuevo mundo, desde piedras preciosas hasta documentos y mapas
de las tierras en exploración cupiesen en ese laberinto de cajones y cerraduras
que traía la fantasía europea.
Hasta entrado el siglo XVIII, cuando comenzaron a
usarse los armarios, la costumbre era guardar ropa de cocina y de cama, así
como la vajilla de plata y objetos para la mesa en baúles, arcas, cajas y
petacas que, a la vez, solían utilizarse en algunos casos como asientos.
El mueble de la colonia, entre los siglos XVII y
XVIII era, salvo en el caso de las cajas pequeñas para joyas, los sillones con
apoyabrazos y las sillas mullidas, un artefacto masculino y europeo, más
labrado y recargado en sus ornamentos cuanto mayor riqueza y autoridad tenía su
dueño.
Fuentes:
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