En el invierno de 2006, junto con Lucio Guberman, creamos y editamos la revista Lenta Prisa para la entonces Secretaría de Cultura del Gobierno santafesino. Allí pensábamos introducir cierto debate en torno a las políticas culturales y, también, señalar a través de lo que groseramente llamábamos dossiers, algunos temas que nos parecían destacables. Por ejemplo, en el primer número, el tema fue Juan José Saer, muerto un año antes y sobre quien el Ministerio de Innovación y Cultura lanzó hace muy poco un Año Saer que desde ya celebro.
Recupero acá dos de las notas que publicamos en ese dossier del primer número de Lenta Prisa. La entrevista que en 1993 hicieron a Saer D.G. Helder, Alejandro Rubio y Martín Gambarotta, con un texto ad hoc escrito por Helder como prólogo; y el fragmento de la entrevista que realizara en casa del autor, en París, en abril de 2005, Cecilia Vallina, quien tuvo la gentileza de entregarme el audio de esa conversación, que también se reproduce acá.
Ese dossier también incluyó un magnífico ensayo de Osvaldo Aguirre, quien acaso lo haga público pronto.
Imagen tomada de LaIzquierdaDiario.com.
Buenos
Aires, marzo de 1993
Durante sus
visitas periódicas al país, Saer paraba, en Buenos Aires, en casa de Juan Pablo
Renzi y María Teresa Gramuglio, en el barrio de Caballito. Tras la muerte de
Renzi, en mayo del 92, empezó a hacerlo en lo de otro santafesino, el cineasta
Nicolás Sarquis, que vivía en un quinto piso de la calle Boulogne sur Mer, en
el límite de Balvanera con Recoleta o, más popularmente, del Abasto con Barrio
Norte. A vuelo de pájaro, un censo de las especies de árboles que pueblan esa
última cuadra de Boulogne sur Mer indicaría, en porcentaje decreciente, la
presencia del fresno, el ficus, el tilo y ese invento del Inta de los años
sesenta: el sauce eléctrico.
Pero el
talismán botánico de la cuadra, sin ninguna duda, es el último ejemplar de la
vereda de los impares, antes de llegar a la avenida Córdoba. Se trata de un
sauce (no eléctrico) crecido espontáneamente a partir de una vara que clavó el
intendente De la Rúa junto al tallo de un fresno, de esto hace diez años (datos
confirmados por la portera de un edificio). El fresno, por lo visto, no
prosperó según lo planeado, pero subsiste como un tronquito lampiño al lado del
robusto y majestuoso sauce que supera ya los ocho o nueve metros y cuyas ramas
flexibles cuelgan sobre la vereda y los autos estacionados, así como las del
sauce emblemático de Juanele se curvaban sobre el río “en busca del secreto
sensible del paisaje”. Este no parece sauce criollo ni llorón, sino uno de esos
híbridos naturales que se dan a orillas del Paraná, como si por delegación
expresa del Litoral se irguiera en esa vereda porteña para rendirle homenaje al
autor y al director de Palo y hueso.
En marzo de 1993, cuando se hizo esta entrevista, Saer tenía 55 años, andaba por Lo imborrable y Seix Barral empezaba a reeditar sus libros anteriores, mientras sus entrevistadores teníamos 24, 26 y 31, y apenas uno o ningún libro publicado. El clima fluctuaba entre el verano saliente y el otoño entrante, por eso la entrevista se pudo hacer en la terraza del quinto piso, hasta donde no llegaban ni los tilos ni los fresnos. Alguno puso rec-play al grabador y otro articuló la primera pregunta, y así grabando, la charla siguió su curso habitual, mientras el autor de Nadie Nada Nunca sorbía con calma su primera, segunda y tercera medida de whisky, después de lo cual, y como las preguntas las empezara a hacer él en un crescendo de irrealidad total (“¿Es real esa maceta, son reales los anteojos de él, entre los cuatro constituimos una percepción común?”, etcétera) dio por terminada la sesión y una empleada doméstica salió de la nada para conducirnos hasta el marmóreo palier.
Entrevista
Un escritor realista
Por D.G.Helder, Martín Gambarotta y Alejandro Rubio (fotos de
Mimí Doretti)
—Nosotros
partimos de algo que sin duda es un juicio de valor: considerarlo un caso
atípico en la literatura argentina ya que no hay, con la excepción tal vez de
Borges, un narrador a la vez poeta que haya trabajado con la misma intensidad
en ambos campos. La pregunta es si se toma distintas libertades y compromisos
en la prosa y en la poesía o si por el contrario las trata en bloque.
—En algún
lugar dije que yo introduzco en la prosa un elemento de condensación, que es
propio de la poesía y, en la poesía, un elemento de distribución, que es propio
de la prosa. Es decir que yo hago una poesía narrativa y una prosa que pretende
ser poética; no me refiero a la prosa poética en el sentido que conocemos ya
casi como un género literario. Por otra parte, la unidad entre mi prosa y mi
poesía podría pensarse que se da menos por razones de orden temático que,
precisamente, por el intercambio de estos dos elementos.
—También se
notan diferencias en el tratamiento que le da a los temas culturales en la
poesía y en la prosa. Pareciera que estos temas en la narrativa tomaran más
cuerpo, se disolvieran en el texto, mientras que en la poesía aparecen en tanto
cosa cultural, como datos que no se disuelven.
—Eso se debe
tal vez a que mi poesía es anterior a mi prosa, y que antes yo tenía la
tendencia a escribir más sobre disquisiciones culturales. Otra razón puede ser
que yo tenía en mente, cuando escribí esos poemas, la intención de crear
personajes: personajes poéticos, especies de biografías o momentos biográficos
de personajes reales o imaginarios que representaban situaciones, de alguna
manera, universales.
—Le oí decir
una vez que a veces se documentaba mucho para escribir una página de una
novela. ¿Ese trabajo de investigación, también lo hizo para algún poema?
—Sí. Por
ejemplo, para escribir el poema sobre Li Po tuve que leer varios libros; para
el poema sobre Cervantes, lo mismo. A veces la inspiración y el trabajo son
contemporáneos, pero otras veces la inspiración está antes y el trabajo,
después.
—En El arte de narrar puede notarse más experimentación, más
riesgo, de alguna manera, que en su prosa. ¿Su poesía no podría verse de algún
modo como un tubo de ensayo de lo que después hace en su narrativa?
—Podría ser,
podríamos considerar a todas las novelas como una prolongación de El arte de narrar en unidades más
vastas, por qué no. No me disgustaría que se viera así.
—¿A qué
estética se opondría El
arte de narrar?
—Bueno, para
empezar, a una preeminencia de la lírica. O no digamos que me oponía, pero sí
que yo consideraba que eso no era válido para mí. Yo quería hacer otro tipo de
poesía, diluir el elemento lírico en una estructura narrativa más vasta.
—En algún
reportaje calificó a Lo
imborrable como una especie de narración
lírica. Uno se acuerda de que hace tiempo usted habló de que tenía la idea de
escribir una novela en verso. ¿Hay alguna relación entre aquella idea y esta
novela?
—Hay algo de
eso: Lo imborrable es como un
monólogo lírico, pero también hay obligaciones narrativas respetadas por el
texto. Efectivamente, no escribí una novela en verso: todavía no pierdo la
esperanza de hacerlo.
—¿Y cómo se
la imagina?
—Es
complicado, presenta demasiadas dificultades. No tiene nada que ver ni con la
época, ni con el género, ni con el público, ni con nada. Eso no me preocupa.
Son las dificultades técnicas las que me detienen. Tal vez la mejor manera de
empezar sería hacer algunos textos más cortos pero ya decididamente narrativos
y ver si funcionan.
—¿Y cuáles
serían las dificultades conceptuales?
—La
principal para mí es la siguiente: que todos los grandes poemas narrativos
están sostenidos por una especie de sistema filosófico. Por ejemplo, la Divina Comedia. Luego, lo primero que
pierde vigencia es ese sistema filosófico. Entonces, para qué darle un armazón,
por así decirlo, a un largo poema narrativo con un sistema filosófico en el
cual no se cree y que va necesariamente a perder vigencia. Ahí está la cuestión.
—Lo más
grave es que no se crea en ese sistema filosófico.
—Por supuesto.
Entonces habría que encontrar una forma que corresponda a esa situación
asistemática y fragmentaria. Tal vez haya ya algunos ejemplos como podrían ser
los Cantos de Pound, o Paterson de William Carlos Williams, o
algunos poemas largos de Juan L. Ortiz, como por ejemplo “Gualeguay”, que es un
poema narrativo: es una narración en verso porque hay elementos narrativos, hay
una historia de un pueblo, de una generación, está lleno de personajes, está la
idea de Tolstoi de la pureza de la naturaleza.
—Sorprende
un poco algo que usted dice en un reportaje: que escribió El limonero real contra cierto desprestigio del realismo.
—En esa
época se decía: “Ah, es un escritor realista”. Era como un insulto. Por eso yo
le puse ese título a mi novela, como una provocación a propósito de la famosa
muerte del realismo de la que siempre se hablaba. ¿Qué querían decir? ¿Qué
realismo había muerto, el ingenuo o tradicional? Si ese era el realismo que
había muerto, efectivamente había muerto.
—Es rara esa
costumbre denigrante de la época, porque justamente fue la del “boom” del
realismo mágico.
—Sí, claro,
pero por algo lo llamaban realismo mágico: porque no se animaban a hablar de
realismo y entonces había que ponerle algún adjetivo.
—¿Y usted
sigue pensando que el realismo es algo que vale la pena, algo que se puede
sostener?
—La mayor
parte de los escritores que a mí me gustan son realistas, sacando a Kafka. Me
gustan Proust, Joyce, Faulkner, Cervantes, Flaubert, que son escritores
realistas. Ahora, si nos ponemos a comparar las realidades que nos presentan,
ninguno se parece entre sí, son todos diferentes, no hablan de la misma
realidad. Lo que es en realidad dudoso es el concepto de realidad. Hay tantas
realidades como personas.
—¿Y se
podría hablar de poesía realista?
—En poesía
el elemento de representación es secundario, en cambio se pretende que en la
prosa narrativa o en la ficción el elemento de representación es el
determinante. Ese es otro de los factores que yo he tratado de desplazar en mi
prosa: pasar de la representación a la escritura. No sé, pongamos como ejemplo
un poema de Pound, el “Canto XLIX”: “For the seven lakes...”, etcétera.
¿Podemos decir que es un poema realista? Es un poema de una profunda intensidad
lírica, inmediatamente reconocible. Evidentemente es uno de los mejores del
libro: no hay ningún fenómeno de representación y la representación, además, en
los Cantos, está profundamente
borroneada, hasta tal punto que hay cosas que directamente no se entienden.
Todas esas alusiones de tipo histórico, conceptual, están deliberadamente
puestas en forma críptica, elíptica, y están mezcladas como para que no se
entienda. Es decir que Pound privilegia el aspecto formal de su libro más que
el aspecto conceptual, los temas aparecen introducidos como temas musicales más
que como conceptuales, que se desarrollan de una manera realista.
—Entonces,
¿el realismo se referiría más a un sistema de representación?
—Sí,
porque ¿qué es lo real en este momento? No sé qué es lo real en este momento.
¿Es todo? ¿Nada? ¿Son reales los anteojos de él? ¿Somos reales nosotros en
tanto sujetos pensantes y hablantes? ¿Es real esa maceta? ¿La percepción de él
es igual que la mía? ¿Entre los cuatro constituimos una percepción común? ¿Qué
es lo que privilegiamos de esa percepción, de esa representación? ¿De qué
manera entran nuestras asociaciones, nuestros recuerdos, nuestras
imposibilidades, nuestras emociones en lo que estamos percibiendo y viviendo?
¿Cómo interpreta cada uno? Hasta el infinito se puede desplegar esto, y cada
cual agarra un pedazo de ese flujo continuo y a la vez discontinuo del que
hablo en Lo imborrable, y cada cual
se prende a eso y trata de hacer algo con eso. Darle una forma especial a eso,
propia, de cada uno. En ese sentido yo me considero un escritor realista,
porque no elaboro ni metáforas, ni alegorías, ni fábulas, ni relatos
fantásticos. Casi en el sentido más académico de los términos.
Una noche de
abril de 2005, en París, Cecilia Vallina entrevistó a Juan José Saer, que
entonces se reponía de largos meses de enfermedad.
Por CeciliaVallina
—¿Qué lo
atrae de Cervantes?
—Bueno, el Quijote, la vida de Cervantes también, y
esa imaginería de la meseta castellana que aparece en el poema. Pero también el
Quijote me atrae mucho como comedia
de errores, de circunstancias, de cambios bruscos de situación, de absurdo. Es
un libro tan inmediatamente perceptible. A veces uno piensa que todas las variantes
eruditas del Quijote son vanas, porque
el libro se deja leer con una total facilidad. Es un libro que el lector siente
próximo inmediatamente cuando lo aborda.
—¿Cómo fue tu acercamiento al libro?
—Tenía idea,
había oído frases sobre el Quijote en
la escuela secundaria. Sabía que era un libro que había que leer. En esa época
yo leía más a los poetas, San Juan de la Cruz, Jorge Manrique, Quevedo. Y
después, a los 17 años, más o menos, leí la edición de Espasa Calpe, en un solo
volumen, con una letra chiquita. Y la leía con un placer extraordinario, como
se lee una novela policial. Porque está llena de episodios vívidos,
pintorescos, llenos de humor, de crueldad, de compasión. En el capítulo XVII de
la primera parte, en el cual Don Quijote se queda en Ciudad Morena y le dice a
Sancho que tiene que ir a buscar a su Dulcinea. Entonces aparecen el cura y el
barbero, que lo andan buscando. Y el cura dice: “Bueno, yo me voy a disfrazar
de Dulcinea”, para hacerle creer que Dulcinea ha vuelto y así poderlo sacar de
ahí. Entonces el barbero dice: “No, señor cura, como se va a disfrazar usted,
yo me voy a disfrazar de Dulcinea”. Y después aparece otro personaje y dice
“No, yo me voy a disfrazar”. Después aparece una mujer que está buscando a su
amante y dice: “No, yo voy a interpretar a Dulcinea”. Es decir que la locura es
totalmente contagiosa, todo el mundo entra en el aura de Don Quijote.
—En su poema
sobre el Quijote hay una pregunta acerca de por qué es él
ese viejo. ¿Esa es una pregunta suya sobre la relación entre el autor y la
obra?
—No, simplemente,
por qué le tocó a él escribir el Quijote,
ese viejo, ese soldado viejo, pobre, miserable, manco, que había estado en la
cárcel, por qué le tocó escribir eso. Qué genio, ¿no? Es un misterio total.
—Y como
escritor, como profesional, ¿el Quijote es
una obra que pone en la lengua una época o hay un autor que interpreta?
—Bueno, en
toda la literatura se puede plantear el mismo problema. Si esa literatura es el
reflejo de una época o es la invención de un individuo. Creo que, a riesgo de
parecer ecléctico, es una combinación de las dos cosas. Algo estaba en el mundo
ya, naturalmente, pero él le dio una forma que es más real que la del mundo. El
mundo es más evanescente, complicado, y el Quijote
es más seco, directo, claro, más ordenado que el mundo. Podemos ver el mundo a
través del Quijote sin que necesariamente
el mundo sea como el Quijote lo
representa, pero tenemos una opinión sobre el mundo que de otra manera se nos
escaparía. Eso no quiere decir que el mundo sea así, pero, bueno, tenemos esa
opinión de Cervantes sobre el mundo, y es una opinión grande y placentera a la
vez.
—Usted decía
que en base a mucha comicidad, Cervantes construyó sin embargo su personaje
sobre la melancolía. ¿Si tuviera que elegir un episodio del Quijote?
—Yo creo que
la muerte de Cervantes... eh, de Don Quijote. Porque es el único personaje de
comedia que muere al final. No olvidemos que en la comedia nadie muere, ni
siquiera los malvados. Incluso Sancho, que le dice “No se muera”. Y eso de que
muere cuerdo, que el propio Cervantes lo dice en determinado momento... Yo no
estoy tan seguro de eso. Quizás porque muere, ¿no? El hecho de que muera
significa que no ha recobrado la razón, que no puede seguir viviendo en este
mundo... No lo soporta.
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