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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

sábado, 11 de octubre de 2025

¿quién escribe la biografía del biógrafo?

El libro de Zachary Leader sobre el trabajo señero de Richard Ellmann sobre James Joyce plantea la pregunta de si un biógrafo puede ser considerado un artista. Traducido del artículo publicado en The Nation. El original no poseía hipervínculos y sólo se agregó una aclaración entre corchetes a la traducción.

Michelle Taylor


La editora Sylvia Beach y James Joyce, 1920.

En 1927, solo cinco años después de la publicación de Ulises y a unos cortos cinco años de cumplir 50, James Joyce decidió que era el momento de que alguien escribiera su biografía. Al menos un libro entero se había dedicado al análisis de su obra, y había otros en proceso. Joyce contactó primero con Stuart Gilbert, quien ya trabajaba en un estudio autorizado de Ulises con el apoyo y la colaboración del autor. Gilbert, sabiamente, se negó. Así que Joyce recurrió a Herbert Gorman, autor de un estudio crítico, James Joyce: Sus primeros cuarenta años (James Joyce: His First Forty Years, 1924), y le ofreció el peso de su vida (o al menos de una década).

No es raro que los escritores autoricen la producción (e incluso la publicación) de una biografía en vida; siempre han comprendido que la posteridad es la forma propia de la celebridad, cultivada mejor en el aquí y ahora. En el caso de Joyce, el término autor en “autorizado” tiene una carga extra: Joyce, un personaje de pesadilla propenso a la paranoia fantástica, instó a Gorman cuando estaba estancado; lo amenazó (intimidándolo a través de su asesor financiero y representante legal, Paul Léon) cuando se sintió perjudicado por los borradores de los capítulos proporcionados (y los retenidos); e insistió en corregir las pruebas de imprenta de Gorman —exigiendo en al menos un caso que Gorman dijera una mentira descarada para su propio beneficio— antes de permitir la publicación de la biografía. Una vez terminado el libro, Joyce retrasó su publicación para que su lento Finnegans Wake pudiera publicarse primero en 1939. “Nunca volveré a escribir la biografía de un hombre vivo —escribió Gorman a su editor siete años después de su terrible experiencia de una década—. Es una tarea demasiado difícil e ingrata”.

Los escritores muertos, con sus molestos herederos y sus patrimonios, sus fans y sus eruditos, tampoco son un lecho de rosas. Un escritor vivo no hace más que multiplicar los desafíos inherentes a la biografía como forma, lo que Virginia Woolf llamó “un matrimonio perpetuo de granito y arcoíris”, la imposible unión de la factualidad necesaria de la biografía y la perfección más que real del arte. Aun así, para modernistas como Woolf, la biografía ofrecía un contrapunto natural a la novela. Imaginó al biógrafo y al novelista partiendo de los mismos pilares —el mundo real, las personas reales y las experiencias reales—, pero postuló que la facticidad empantanaba al biógrafo, mientras que la fantasía liberaba al novelista. “La imaginación del artista, en su máxima intensidad —escribió—, evoca lo perecedero, construye con lo perdurable, pero el biógrafo debe aceptar lo perecedero, construir con ello, incrustarlo en la esencia misma de su obra”.

Lytton Strachey, otro amigo cercano de Woolf, tenía un consejo más práctico para el biógrafo desconcertado por la administración de los hechos: “La ignorancia —sostenía en el prefacio de Victorianos Eminentes (Eminent Victorians, 1918)— es el primer requisito del historiador: ignorancia que simplifica y clarifica, que selecciona y omite, con una plácida perfección inalcanzable para el arte más elevado». Para Strachey, Woolf y otros, las trivialidades del mundo real eran un obstáculo para la visión más integrada —y, en palabras de Woolf, “más excepcional” e “intensa”— de la realidad evocada por el arte. No es casualidad que la novela más lúdica y fantástica de Woolf, Orlando (1928), que transgrede el género, se presente como “una biografía”. Es quizás a la vez la novela menos y más factual de Woolf, llena de auténticas viñetas de vidas reales traducidas a través del tiempo, el lugar y los personajes. Por otro lado, cuando convencieron a Woolf de escribir la biografía de su amigo, el artista y crítico de arte Roger Fry, sus esfuerzos —frenados por el dolor y la íntima certeza de una estrecha amistad— fracasaron.

La irreverencia de Joyce hacia ciertos datos de su biografía personal, por ejemplo, cuando se referían a su relación con su padre o a la fecha exacta de su matrimonio con Nora Barnacle —es decir, cuando parecían incompatibles con la imagen que quería proyectar al mundo—, se vio superada por una obsesión opuesta por la facticidad en su ficción. Sentía la necesidad de que su obra —que hasta cierto punto se inclinaba hacia lo autobiográfico— se asentara sobre una base de autenticidad intachable. Cuando un posible editor, George Roberts, de Maunsel & Company, quiso que Joyce ficcionara los nombres de los pubs y la compañía ferroviaria mencionados en Dublineses (Dubliners, 1914), Joyce (en sus propias palabras) “se ofreció a tomar un coche e ir con Roberts, con las pruebas en mano, a ver a los tres o cuatro taberneros realmente nombrados y al secretario de la compañía ferroviaria”. Sus ambiciones para Ulises eran más ambiciosas. Le dijo a su amigo Frank Budgen que quería “ofrecer una imagen de Dublín tan completa que, si un día la ciudad desapareciera repentinamente de la faz de la tierra, pudiera reconstruirse” a partir de su libro. Joyce contó con la ayuda de su tía Josephine Murray en esta incansable búsqueda de la veracidad. En una carta a Murray de 1922, por ejemplo, Joyce le preguntó si durante el “frío febrero de 1893 —es decir, unos 29 años antes— el canal estaba congelado y si se usaba para patinar”.

Mientras estos escritores se las arreglaban con el modo en que la realidad se entrometía o era incluida en su obra, muchos de ellos también preparaban un registro para la posteridad, ya sea en forma de biografías propagandísticas, como en el caso de Joyce, o en forma de un copioso y bien guardado rastro documental. En 1940, una bomba impactó la casa londinense de Virginia Woolf en Mecklenburgh Square mientras vivía en el campo. La pérdida la dejó aturdida: al contemplar el «montón de ruinas» que habían cautivado su juventud en Bloomsbury, dejó escapar un suspiro de alivio. Con su base en Londres destruida, se sintió liberada de otro hecho, un montón de hechos, la atadura del pasado. “Me gustaría empezar la vida en paz, casi desnuda, libre para ir a cualquier parte”, reflexionó. Había una cosa a la que no estaba dispuesta a renunciar: con los libros esparcidos por el suelo del comedor y el viento soplando a través de su sala de estar bombardeada, empezó a buscar diarios. Al día siguiente, tras rescatar 24 volúmenes de los escombros, volvió a pensar en la biografía.

Aproximadamente un año después de que Herbert Gorman publicara James Joyce: A Definitive Biography (James Joyce: Una biografía definitiva), su protagonista falleció, un acontecimiento triste pero crucialmente oportuno. Once años después, en 1952, un joven y ambicioso profesor decidió asegurarse un lugar en un panteón literario adyacente: así, Richard Ellmann emprendió su monumental, maestra y, para frustración de muchos, aún definitiva biografía. Cuando se publicó siete años después, Ellmann la tituló, sencilla y con seguridad, James Joyce. La muerte de Joyce eliminó solo uno de la miríada de desafíos que Ellmann enfrentaría al intentar reconstruir la vida del novelista, que en mi ejemplar se desarrolla a lo largo de 744 páginas, sin contar otras 68 páginas de notas finales en letra pequeña. Esa empresa, junto con las experiencias, en su juventud y adultez, que prepararon a Ellmann para emprenderla, es el tema de un nuevo libro de Zachary Leader, Ellmann’s Joyce: The Biography of a Masterpiece and Its Maker. (El Joyce de Ellmann: la biografía de una obra maestra y su creador. Una biografía de un biógrafo (y la biografía que escribió) podría parecer un ejercicio intelectual para M.C. Escher, pero el enfoque metabiográfico de Leader ofrece un caso de estudio sobre lo que está en juego al pensar la biografía como arte. La presunción detrás de la biografía literaria, detrás de la biografía de cualquier artista, es que el arte refleja a su creador, que en su esencia lleva el sello de la personalidad, la mente o las experiencias que lo respaldan. Acudimos a la biografía para conocer mejor el arte con el que ya tenemos intimidad al observar también al artista con mayor profundidad. Los postulados modernistas de la impersonalidad —que crear arte es “escapar” de la personalidad y la emoción, como insistía el personalísimo T.S. Eliot— no resisten el escrutinio y la voracidad del biógrafo y del lector. Si podemos comprender mejor una biografía entendiendo a la persona que la escribió, como parece sugerir Leader, se deduce que la biografía es una expresión no tanto de su tema como de su autor. El biógrafo se eleva a la categoría de artista, pero la perspectiva de comprender la vida de otro corre un grave riesgo.

Leader ha elegido una obra excelente para poner a prueba su teoría implícita: James Joyce tiene la misma estatura entre las biografías del siglo XX que James Joyce entre los novelistas del siglo XX. Tras la publicación del libro de Ellmann en 1959, Anthony Burgess lo declaró la “mayor biografía literaria del siglo XX”. La obra de Ellmann se acerca a la integridad estética que Woolf reservaba para el arte literario: su narrativa —los críticos a veces la llaman un “relato”— entrelaza la colorida y serpenteante vida personal de Joyce con su vida como escritor, quizá de forma demasiado fluida. El inmenso alcance de la biografía, su enérgica capacidad para lo cotidiano, se combina con la meticulosa artesanía de Ellmann para proyectar un espejismo de exhaustividad sobre una vida que, siendo realistas, debe conservar cierta inescrutabilidad, mantener algunos aspectos de sí misma fuera de la vista. El volumen de datos curiosos parece inmenso, y sin embargo, al mismo tiempo, ninguna palabra parece fuera de lugar, ningún detalle injustificado. De hecho, Ellmann incorporó solo una fracción de su investigación al texto, acumulando deliberadamente contexto mucho más allá de lo que pudo escribir, porque ansiaba, como dijo más tarde en una conferencia, “obtener una idea de la calidad o textura de la vida de entonces”. Así, Ellmann se nutre no solo de la correspondencia de Joyce, extraída en aquel entonces de un panorama cambiante de archivos personales e institucionales, sino también de extensas entrevistas con figuras tanto íntimas (como el hermano de Joyce) como incidentales (como sus colegas de la Escuela Berlitz de Trieste). Más de 300 personas aparecen acreditadas en la obra, y como resultado, la riqueza de la comprensión de Ellmann del mundo de Joyce es palpable, deliciosa.

Sin embargo, la perspectiva desde la que inevitablemente vemos a Joyce no es pluralista: es la de Ellmann. Ellmann ha sido criticado con razón por suavizar las asperezas no solo del arte de Joyce, sino también de su carácter, un efecto modelador que se debe no tanto a los comentarios e interpretaciones del biógrafo sobre la personalidad y las decisiones de Joye —Ellmann es superficial en ambos aspectos— sino a las variaciones en la atención del biógrafo, los puntos donde su curiosidad genera detalles y aquellos donde se retrae. Ellmann se inclina por las anécdotas sobre el derrochador magistral, el genio grandilocuente y el hombre común y corriente, que son tan entretenidas como encantadoras. En otras partes, pasa por alto la cruel ingratitud de Joyce hacia aquellos que lo ayudaron profesionalmente, financiera e incluso personalmente, así como su sexismo (Joyce hizo que su editora Sylvia Beach, por ejemplo, manejara su vida, organizando citas médicas, giros bancarios y cenas; luego, después de que ella publicara Ulises con una pérdida financiera significativa, la persuadió para que cediera los derechos de autor y cualquier esperanza de recuperar su gasto, para que él pudiera buscar otro editor). Trata la política ambivalente de Joyce con un toque de ligereza, y solo ofrece una mirada ocasional a la situación política del país del que Joyce se exilió: sus acalorados debates sobre cómo sería una Irlanda libre y su sangrienta lucha por liberarse del Imperio Británico y la Guerra Civil que siguió a la creación del Estado Libre Irlandés. (Menos de un párrafo, por ejemplo, está dedicado al Alzamiento de Pascua de 1916).

En cambio, Ellmann nos presenta al Joyce más agradable para él y para el público que imaginó para el libro en la década de 1950: un héroe cosmopolita para la era del liberalismo de la Guerra Fría, un ciudadano del mundo en lugar de un exiliado irlandés al estilo de Dante. El Joyce de Ellmann es el Joyce de Ulises mucho más que el de Finnegans Wake, y su Ulises es un libro cuyo estilo experimental es quizás menos importante que su representación radical de la vida cotidiana. Leader nos muestra hasta qué punto el Joyce de Ellmann era el Joyce que Ellmann podía comprender a través de su propia perspectiva. Ellmann también se veía a sí mismo (o tal vez quería verse a sí mismo) como un hombre de familia, y también Ellmann quería superar lo que consideraba el parroquialismo protector de sus orígenes —como judío en los Estados Unidos de principios del siglo XX— para convertirse en una figura dentro del mundo en general.

El Joyce de Ellmann finalmente le valió al propio Ellmann el puesto de Profesor de Inglés Goldsmiths en la Universidad de Oxford, un puesto que luego ocuparía otra de las grandes biógrafas del siglo XX: Hermione Lee. Virginia Woolf (1996) de Lee tiene algo del estatus monumental de James Joyce (lo mismo que su peso físico), pero estaba lejos de ser la primera biografía de Woolf en publicarse. James Joyce se publicó 18 años después de la muerte del novelista. Virginia Woolf, en cambio, sucedió a su protagonista por más de medio siglo. La ventaja de Lee (y en otro sentido su obstáculo) fue que gran parte del territorio de la obra y la vida de Woolf ya había sido cartografiado, minuciosa y controvertidamente, tanto por académicos como por biógrafos. Las trampas —entre ellas, el feminismo a veces radical, a veces limitado, de Woolf, su esnobismo, el abuso sexual que sufrió de niña y, lo más inverosímil, la enfermedad que culminó en su suicidio— no solo se habían expuesto, sino que se habían advertido. Al escribir en otra época de la biografía, y sobre una escritora cuyo escepticismo biográfico se oponía a cualquier deseo de construir una vida perfectamente encapsulada, Lee destaca algunos de los límites de su conocimiento.

Esto no quiere decir que la biografía de Lee no haya enfrentado sus propias críticas; los académicos, en particular, nunca están satisfechos, y es nuestro deber no estarlo. A pesar de todas sus diferencias, de hecho, tanto Lee como Ellmann son criticados por recurrir con frecuencia a la ficción de sus protagonistas, no como material intelectual, sino como pista biográfica. Incluso Lee, quien no solo tiene en sus manos las cartas de Woolf, sino también sus diarios y memorias, a veces recurre, por ejemplo, al Sr. Ramsay para esclarecer la relación de Woolf con su padre, o a La habitación de Jacob y Las olas para reflexionar sobre la prematura muerte de su hermano mayor, Thoby. Tanto Woolf como Joyce, conscientemente, se inspiraron en sus vidas, en sus experiencias y en las de quienes los rodeaban, para crear sus personajes y escenas. Joyce escribió algunas de las partes de Bloom en Ulises, por ejemplo, con una foto de Ettore Schmitz (más conocido por su seudónimo, Italo Svevo) en su escritorio. En 1928, el día del cumpleaños de su padre —aproximadamente un año después de publicar Al faro—, Woolf reflexionó sobre cómo la novela había aliviado parte de su dolor. “Solía ​​pensar en él y en mi madre a diario —reflexionó— pero escribir Al faro los fijó en mi mente. Y ahora regresa, pero de otra manera”. En Retrato del artista adolescente de Joyce, Stephen Dedalus, quien es y no es un avatar de Joyce en su propia juventud, proclama al escritor como un “sacerdote de la imaginación eterna, transmutando el pan cotidiano de la experiencia en el cuerpo radiante de la vida eterna”. Imaginamos que los biógrafos literarios se inclinaban por el pan cotidiano: ¿cuáles eran las experiencias cotidianas del escritor? Pero, como el propio Ellmann sugiere en la tercera frase de James Joyce, su mayor preocupación es ese misterio divino, la transubstanciación: “La vida del artista… se diferencia de la vida de otras personas en que sus acontecimientos se convierten en fuentes artísticas incluso cuando gobiernan su atención presente”.

El biógrafo, como un pez que nada contra la corriente, anhela ocupar ese espacio imposible donde la carne se hace palabra, donde la experiencia se transforma en memoria y la memoria se transmuta en arte, donde el mundo se refina y profundiza en la narrativa “más rara e intensa” de Woolf. Quizás simpatizo demasiado con el impulso que llevó a Ellmann a seguir a Oliver Gogarty como modelo para Buck Mulligan [Mulligan es un personaje del Ulises inspirado en el médico, poeta y presidente de la Irlanda libre Oliver St. John Gogarty, ex compañero de pieza de Joyce en la universidad]. Para lectores como yo (y como Woolf), la ficción es más real que los hechos de la vida de un escritor; son, en cierto sentido, hechos de un orden superior. Ellsworth Mason, amigo de Ellmann y compañero estudioso de Joyce, opinaba que Ellmann había “desdibujado ambos al intentar escribir tanto biografía como crítica” y lo acusó de “hacer un dueto con Joyce” en el borrador que había leído. Mason parece preocupado aquí por la posible fusión del método ficticio de Joyce con el biográfico de Ellmann. Al presentar a Joyce como un escritor más autobiográfico de lo que era, Ellmann se estaba —peor aún— dando licencia para producir ficción, para crear algo que, más que veraz, dejara huella.

Si la ficción proyecta un arcoíris necesario sobre la base factual del biógrafo literario, ¿adónde puede recurrir el biógrafo del biógrafo? El Joyce de Ellmann se mueve y late bajo el libro de Leader como una placa tectónica, profundizando y complicando las carreras ya entrelazadas del crítico literario y el sujeto literario, y desafiando al lector a desentrañar la creación de vidas ficticias de la escritura de vidas históricas, o tal vez viceversa.

Al igual que Joyce, Ellmann fue ambicioso desde joven; también como Joyce, podía ser bastante sensible, impulsado por la rivalidad o la injuria. En Joyce, esta sensibilidad parece haber generado experiencias de vergüenza y fantasías de victimización que alimentaron y llenaron su ficción; son tendencias que satiriza con ternura en su obra. La intolerancia de Ellmann hacia sus rivales también impulsó su carrera, llevándolo a una crueldad quizás más aguda que la de Joyce. Se apresuró a publicar su primer libro, Yeats: The Man and the Mask (Yeats: El hombre y la máscara), solo unos meses antes de que A. Norman Jeffares pudiera publicar su propio W. B. Yeats: Man & Poet (W. B. Yeats: Hombre y poeta), basado en los mismos materiales manuscritos. Tras aprender la lección sobre el control del acceso a los recursos, Ellmann accedió posteriormente a editar el segundo volumen de las cartas de Joyce para poder retrasar su publicación y que sucediera a su biografía. (Esto sin mencionar los paralelismos que Ellmann buscó activamente: Joyce publicó Ulises el día de su 40º cumpleaños; 36 años después, Ellmann cerró su prefacio con la fecha de su propio 40º cumpleaños).

Al leer el relato de Leader sobre las maquinaciones de Ellmann, no pude evitar pensar en un poema de Yeats, un poema que Ellmann debía conocer bien. En “La fascinación por lo difícil”, Yeats se queja de los tediosos aspectos prácticos de su trabajo con el Teatro Abbey: reduce el “negocio teatral” a la “gestión de hombres”, imagina al Pegaso celestial obligado a “temblar bajo el látigo, esforzarse, sudar y sacudirse/ como si arrastrara metal”. En lugar de rastrear a las personas que inspiraron personajes literarios, la biografía de Leader está poblada, en parte, por las fuentes que tuvieron que ser cautivadas, persuadidas, controladas, manipuladas y apartadas para que Ellmann pudiera allanar el camino para su obra. Cuando un coleccionista privado, H.K. Croessman, compró los documentos de Herbert Gorman, el desafortunado predecesor biográfico de Ellmann, éste solicitó con éxito acceso exclusivo hasta que se publicara su biografía. La fascinación de Leader por lo difícil refleja la de Ellmann y explica mejor la minuciosa atención que Ellmann prestó a los numerosos y absorbentes aspectos prácticos de la vida literaria de Joyce. Porque Joyce también sufrió algunos problemas editoriales (en su mayoría de causa propia), y además demostró una capacidad francamente asombrosa para conseguir lo que quería y necesitaba, extorsionando despiadadamente a familiares, amigos y mecenas por su tiempo, su compromiso y, lo más importante, su dinero.

El atractivo de James Joyce, sin embargo, no reside en su promesa de relatar los heroicos esfuerzos que tanto Joyce como sus colaboradores necesitaron para llevar a la imprenta libros como Dublineses y Ulises. La biografía de Ellmann sigue cautivando a los lectores porque ensambla a la perfección una serie de anécdotas coloridas, animadas gracias a la experta maestría de Ellmann, y nos ayuda a proyectarlas, de forma desordenada, parcial o fragmentada, en la densa ficción de Joyce. En su cúmulo de detalles ilustrativos, encontramos una vez más la disposición idiosincrática que se exhibe en la singular ficción de Joyce. Es casi como si Ellmann estuviera abriendo un acordeón, revelando todo lo que Joyce comprime para sondear su mundo. En contraste, el título del libro de Leader evoca muñecas rusas biográficas, biografías de biógrafos que biografian a biógrafos hasta el fin del alfabeto. Tras cada vida literaria relatada, sugiere, se revela otra: una herencia artística menos indirecta que, por ejemplo, la afinidad electiva que los escritores reivindican con los de generaciones anteriores (o que intentan ocultar por todos los medios). Incluso si la premisa implícita de Leader es cierta —incluso si la biógrafa crea un sujeto que se le parezca lo más posible, encuentra o fabrica la muñeca para envolver su imagen más pequeña—, lo que produce la biografía de tal biógrafo es como una sombra proyectada por otra sombra: una imitación más que una elucidación del objeto.

Como muchos de sus colegas e incluso sus sucesores, Mason, amigo de Ellmann, desconfiaba de la promesa de una perspectiva biográfica. “No creo que los detalles biográficos que ha recopilado, la mayoría de los cuales eran nuevos para mí, hayan aclarado nada en mi opinión sobre Joyce”, le escribió a Ellmann en la misma carta donde lo acusaba de confundir biografía y crítica. “Más bien demuestran que usted lo ha pasado muy bien en Irlanda”. Hay una pureza neocrítica en la insistencia de Mason en la “aclaración”: no quiere ver más, solo ver con más claridad. Pero quizás la biografía sea un medio para ver no con más claridad, sino con mayor profundidad o amplitud; para ver, simplemente, más. Lo que la biografía puede lograr tanto para el escritor como para el lector es trasladar la crítica y la investigación de archivo a un nuevo terreno, uno que incluye actividades más afines al fandom: visitar la casa de un autor, hacer un recorrido literario a pie. Todos estos son, a su manera, intentos de reescenificar y profundizar el encuentro ficticio original, de ocupar la obra de nuevo, con recelo, de nuevo. Que escritores como Joyce y Woolf llenaran su obra de lugares reales y esbozaran algunos de sus personajes a imagen de personas históricas reales solo hace que este deseo —el deseo de comprender algunos de los hechos detrás del hecho— sea más atractivo.

A menudo se asume que la perdurable fascinación de la literatura modernista, su capacidad para atrapar y obsesionar, es producto de su oscuridad: otra fascinación por otro tipo de dificultad. Desde esta perspectiva, los devotos de Woolf, Joyce y similares son solucionadores de problemas que intentan analizar la sintaxis compleja, el vocabulario abstruso y las densas alusiones de sus obras. Desenredar la madeja de hilos de una vida de escritor puede ser un rompecabezas (o un nudo gordiano), pero también podría ser un acto de devoción, una peregrinación hecha con la fe de que si uno pudiera contemplar la reliquia —la ciudad, la casa de playa, la carta escrita a toda prisa—, se calmaría la fiebre del cerebro. Hay 455 cajas en los documentos de Richard Ellmann en la Universidad de Tulsa. Es difícil no imaginar la obra de Leader en ese archivo como un acto devocional. Leader ha escrito un relato atractivo y, además, justo de la que probablemente fue la biografía literaria más importante del siglo XX. Pero eché en falta ese misterio que la biografía a veces toma prestado de la ficción: ese destello de arcoíris que se refleja en su granito, esa escena que, como escribe Woolf, “permanece brillante… perdura en lo más profundo de la mente y nos hace, al leer un poema o una novela, sentir un sobresalto, como si hubiéramos recordado algo que ya sabíamos”.

Al fin y al cabo, fue la biografía de Hermione Lee, y no la ficción de Woolf, lo que me impulsó, hace tres veranos, a viajar ocho horas en tren hasta St. Ives, en Cornualles, donde Virginia Woolf pasó los veranos de su infancia. Fue la biografía, con sus detalles caprichosos, lo que me embrujó hasta el punto de rogarle a un barquero desconcertado que trazara un rumbo hacia el faro de Godrevy, que los niños Stephen podían ver desde su casa de verano en Talland House, en lugar de la más popular Isla Foca, un lugar sin el halo del modernismo. Un barco lleno de niños ansiosos por ver focas —y, me apresuro a añadir, complacidos por las focas del faro de Godrevy— fue secuestrado por mi bien y por el de la biografía. Así fue como navegué por lo que me parecían las verdaderas aguas de la imaginación de Woolf para ver un símbolo en piedra y cemento, para representar una escena que había leído una docena de veces y enseñado casi con la misma frecuencia. No creo que me aclarara nada sobre Woolf, pero lo pasé muy bien haciéndolo.

miércoles, 1 de octubre de 2025

el lagrimal trifurca

En la EMR preparamos un Diccionario de Rosario inspirado y basado de alguna forma en el que Wladimir Mikielievich escribió durante casi toda su vida. Como muchas de las entradas seleccionadas requieren actualizaciones, e incluso hay que escribir nuevas entradas (sobre todo las que conciernen al siglo XXI, que Mikielievich no vio), encaramos acá la publicación de esas entradas que se publicarán de un modo muy distinto al que fueron redactadas originalmente.


el lagrimal trifurca. Lit., Cult., Hist. Casi veinte años después de la salida de su primer número en Rosario, en abril de 1968, la revista el lagrimal trifurca —cuya edición se habìa interrumpido en 1976— nacionalizaba sus propuestas en el segundo número (1986) de la revista Diario de poesía, en la que todo el equipo de dirección (Daniel Samoilovich, Daniel García Helder, Martín Prieto, entre otros) analizaban esas páginas y su legado. “el lagrimal fraguó de hecho sus relaciones con América Latina y el mundo sin pasar por la metrópoli, de algún modo sin preocuparse por ella”, escribió Saimoilovich en ese dossier, donde “metrópoli” significa Buenos Aires. Los catorce números de el lagrimal trifurca se publicaron en Rosario entre 1968 y 1976, el año del golpe de Estado que, lamentablemente, cambiaría para siempre el país. El mismo Samoilovich la describió como la confluencia de “un grupo de poetas jóvenes” con “una familia de imprenteros”. Ésa familia era la de Francisco, Elvio y Sergio Gandolfo (el último firmó siempre con el apellido de su madre, Kern). Escribieron allí otros nombres caros a la producción literaria de Rosario: Eduardo D’Anna, Hugo Diz, Samuel Wolpin y Juan Carlos Martini. El logo de la revista tomó una ilustración a color de la artista plástica Kenojuak Ashevak, “El búho encantado”, extraída de El Correo de la Unesco. El Lagrimal Trifurca incluye materiales diversos: poemas, narraciones, ensayos críticos, entrevistas e ilustraciones. “Los editores —describe Marina Maggi en la presentación escrita para Ahira.com.ar, donde puede accederse a la colección completa digitalizada— diferencian dos etapas: una primera, que se extiende del nº 1 (abril-junio 1968) al 8 (noviembre 1970) y privilegia la publicación de poesía, y una segunda, del nº 9 (octubre-diciembre 1973) al 14 (agosto 1976), que acentúa la presencia del periodismo, el ensayo y la crítica. Desde este momento, los lagrimales encuentran en la poesía un modo específico de aproximarse al lenguaje, que ilumina o contamina diversas formas textuales, desarrollando un programa poético tácito, cuya elaboración crítica, siempre parcial, se desenvuelve en las discusiones sobre las propias obras y textos publicados. A pesar de esta variedad, la revista es reconocida a nivel nacional como una revista eminentemente poética. Esto responde a la construcción, por parte del grupo, de un programa poético cuyo alcance será nacional”. La publicación tuvo un interregno entre 1970 y 1973, cuando Elvio Gandolfo se mudó a Montevideo, Uruguay; entonces su padre Francisco editó plaquetas de poesía que, en diferentes etapas, se publicaron entre 1978 y 1990. “La lectura de la revista permite relevar la invención colectiva de un punto de vista singular sobre el acontecimiento literario, destinada a dejar huella en la poesía nacional, así como también la invención de una historicidad poética singular: un modo de aprehender y transformar el presente, en el que la prepotencia del hacer y el interés por los sucesos se alían a la fuerza jovial de la imaginación, siempre dispuesta al enigma”, concluye Maggi en su presentación de Ahira. En 2015 la Biblioteca Nacional publicó una edición facsimilar de el lagrimal trifurca, que en su momento fue contemporánea de otra revista rosarina que se imprimiría también en La Familia (la imprenta de los Gandolfo), La Cachimba (1971-1974), impulsada por los poetas Guillermo Colussi, Jorge Isaías y Alejandro Pidello, quienes publicaban a escritores rosarinos, cordobeses, entrerrianos, tucumanos y riojanos y llegó a sumar a escritores de el lagrimal.

viernes, 5 de septiembre de 2025

el camino de santiago

Salimos de Rosario hacia Santiago del Estero pasadas las 8 de la mañana del viernes 15 de agosto y llegamos a Ceres. última localidad de Santa Fe alrededor de las 14:45. Habíamos tomado la autopista a Santa Fe y, en la ruta que va a hacia Gálvez, tomamos la ruta 80 hasta empalmar con la 10, luego la 19 y, a la altura de Angélica, la 34, por la que entramos a la provincia de Santiago hasta la 51, en Rubia Moreno, atravesamos La Banda por la avenida Juan Domingo Perón que al cruzar el río Dulce se transforma en Rivadavia y llegamos a la ciudad más antigua de Argentina. Ya eran más de las ocho de la noche y la ciudad resplandecía. Atravesamos el centro luminoso de Santiago, un centro luminoso de locales reformados para hacer más coloridas sus vidrieras en la estructura de viejas casonas decimonónicas. Las calles arboladas, empedradas y demarcadas por mojones cónicos de metal; la agitación de una urbe en las entrañas del antiguo camino real hacia la antigua civilización incaica. La luminosidad majestuosa de la ciudad que se erige en yermo santiagueño. Esa noche fuimos a cenar a una terraza frente a la florida plaza Libertad, un primer piso sobre la peatonal al que se llegaba por una escalera que me recordó los lugares más o menos paquetos que florecían en las ciudades bonaerenses a fines de los 70. La copa de vino que pedí en la cena me trajo un ácido tinto que llevaba días en una botella ya abierta, Pedí que lo cambiaran y que, en lo posible, el menjunje proviniese de una botella abierta esa noche. Lo cambiaron. De vuelta, por avenida Libertad (que a esa altura tiene una mano única hacia la costanera sobre el río Dulce) pasamos por una especie de garage para motocicletas llamado Lo de Tito que a través de la puerta permitía ver allá al fondo de un galpón gigantesco unas luces estroboscópicas que cambiaban con la música e iluminaban el esqueleto de cientos de motos estacionadas: qué hacía la juventud motorizada en Lo de Tito, además de guardar sus vehículos, no lo sé, pero evidentemente terminaban allí la jornada. Los motociclistas son el detalle más estridente de Santiago pero, acaso por el tamaño de las veredas, angostas, cargadas con árboles, entre ellos unos de naranjas amargas que se desparraman por la calle y caen en las cajas de las camionetas, que las pasean rodando por el suelo metálico, los motociclistas, a diferencia de los rosarinos, mantienen la sana costumbre de desplazarse por el pavimento, donde no son demasiado prudentes pero al menos dejan en paz a los peatones que circulan por la vereda.

Estación del ACA en Ceres, Santa Fe.

A poco de ingresar a la provincia de Santiago del Estero por la ruta ya se percibe una diferencia. Ni bien cruzamos Ceres desaparecen las camionetas Amarok. El costado de la carretera, que durante todo el camino santafesino exhibe la pulcra y laboriosa actividad agropecuaria es reemplazada del lado santiagueño de la ruta 34 por montoncitos de bolsas de carbón y el humo de fogatas encendidas en las casas a la vera de la ruta. La provincia de Santiago sufrió una gigantesca deforestación en las últimas décadas, me informan. De todos modos lo que se percibe es el terreno bajo, la llanura de vegetación baja y pobre, los rebaños de cabras que se cruzan por la carretera con una indiferencia pasmosa por los bólidos que se desplazan por la 34. 

Madre de ciudades

La ciudad de Santiago es maravillosa. No sólo por su antigüedad espúrea, plebeya y dorada que rodea la plaza Libertad, donde junto a la Catedral se erigen dos cines espectrales, el Petit Palais, en la esquina casi de 24 de Septiembre y Avellaneda, también por la acumulación de épocas que la habitan y hacen latir en ella esa mezcla de criollos, indios, descendientes de árabes y blancos señoriales. En el Mercado Armonía, entre Pellegrini, Absalón Rojas, la peatonal Tucumán y Salta vive la tradición comercial del norte con puestos de artesanías, verduras, tamales, kippe, fritangas y baratijas de origen incierto; con niños que corretean en las terrazas y hombres de piel cetrina y rostros labrados por la tierra y el calor que descansan en mesas apretadas mientras almuerzan comidas cuyos nombres se me escapan, que acompañan con botellas de vino Toro que creí que ya no existían. La segunda mañana que llegué al mercado me senté antes de entrar a un bar sobre peatonal Tucumán a tomar un café en la vereda, donde el fresco me obligaba todavía a llevar un cárdigan de lana. En las diez o doce mesas ocupadas no había ni un solo gringo, eran todos hombres y mujeres con el norte grabado en los rasgos oscuros y serenos. ¿Dónde está esa gente, que también nutre las barriadas de las grandes ciudades del sur, representada en el Congreso nacional o en el gran escenario político y mediático? 



Mercado Armonía, casco histórico de la ciudad de Santiago del Estero.

La pobreza del paisaje natural santiagueño, el llano y despojado horizonte semidesértico, rápido se diluye en el sonido de los nombres de los lugares, el río Dulce —una serpiente opaca de agua mansa y playa— es también el de “Silencioso cruza el Dulce,/ mojando Banda y Santiago,/ lo acompañan las vidalas/ dolidas, tristes del pago.” Y La Banda, que invita en las canciones con chacarera y empanadas, es un polvoriento y nutrido poblado en el que un maxikiosco brilla en la noche como si fuera irreal en el paisaje de música que pinta una aldea que ya es una escena del alma. Santiago se ofrece en su música, en las voces de los santiagueños, la tonada más hermosa del país, serena y posesa en el canto.

Niños

Como llegamos el sábado anterior al Día del Niño, vimos en el centro de Santiago del Estero a muchos padres acarreando bicicletas infantiles semienvueltas en papeles de colores y cintas brillantes. En el Mercado, Álvaro también lo observó con alegría y sorpresa la cantidad de niños que jugaban en la terraza del primer piso del Mercado, donde también había payasos y repartija de globos. El “gran reemplazo” existe, es el proceso natural por el que los blancos terminaremos borrados felizmente de la faz de la Tierra para que la habiten con júbilo quienes tienen el valor de reproducirse en estos tiempos.

Ese mismo sábado a la noche nos fuimos a la Fiesta de la Abuela Carabajal, madre de la generación anterior a la de Peteco y muerta en 1994, matriarca de una estirpe de músicos nacidos en el barrio Los Lagos, una zona de trabajadores, sin otro atractivo que las casas bajas, las calles y los patios de tierra, donde se juntan durante la celebración jóvenes llegados de todos lados a guitarrear a un costado del escenario de principal. 



A través de un compañero de trabajo de mi esposa, mi hija se había puesto en contacto con Ramón. Asì que fuimos a su casa, en 1º de Mayo y Coronel Larrabure, La Banda, después de cenar en el único sitio no recomendable que conocimos en la provincia: poco más de 70 mil pesos por unas porciones de carne microscópicas, una ensalada servida en un dedal, unas cervezas y un vino Bianchi Borgoña que en Santiago tienen siempre en la heladera.

El escenario central de la fiesta, donde se escuchaba todo tipo de mezcla de zamba, chacarera y rock de alto vuelo estaba a metros de la casa de los Carabajal, en una avenida que lleva el apellido y la calle Salta. La misma avenida es, a lo largo de una cuadra, una feria de artesanías y comida. Es el lugar con mayor concentración de gringos como los que vemos en Rosario de todos los rincones de Santiago que recorrimos. Desde luego, mi esposa se encontró con la ex profesora de yoga o algo por el estilo y vi y esquivé rostros que me eran conocidos. Ramón albergaba en el patio de su casa en construcción perenne unas 30 carpas de muchachos y muchachas que habían llegado de todas partes y esa noche habían asado unos 30 kilos de carne, pero ahora estaban reunidos en una ronda gigantesca con bombos y guitarras que hacían sonar con una potencia que yo desconocía. Entre ellos destacaba un morochito de unos 25 años, de apellido Sanabria, de Barrio Belgrano, San Nicolás, al que volveríamos a ver en el Patio del Indio Froilán el domingo a la noche siguiente.  


Con Peteco Carabajal en la Fiesta de la Abuela, Casa de los Carabajal. La Banda, Santiago del Estero, 17 de agosto de 2025. 

Hija

De Santiago supe por mi amigo Juan Carlos Abdo, nacido y criado en La Banda, a principios de los 90. De él aprendí a decir cigayiyos, con la última "ye" más corta y menos arrastrada, como se pronuncia en Santiago, y me dejé seducir por ese sonido que trae un territorio lejano. El viaje se lo debo por entero a mi hija, que estuvo en un congreso de Historia en 2023 y desde entonces insistió en que debíamos conocer Santiago. El congreso había sido en una fecha más cercana al verano y la ciudad ya se cocinaba en su infiernillo estival. Mi hija había vuelto encantada con esas siestas largas bajo el magma solar y había visto renacer la ciudad después de las siete de la tarde. Los días se estiraban hasta las doce de la noche, de modo de aprovechar la calle y la antigüedad de la ciudad para respirar el momento más fresco del día.

Me asombra y me devuelve un amor siempre reencontrado esa herencia que flota entre padres e hijas, unos y otros en busca de cosas que nos llaman incluso más allá del tiempo y las distancias, pero que nos anidan en su expectativa de encuentro.


Continuará...

jueves, 14 de agosto de 2025

libertad, plaza de la

En la EMR preparamos un Diccionario de Rosario inspirado y basado de alguna forma en el que Wladimir Mikielievich escribió durante casi toda su vida. Como muchas de las entradas seleccionadas requieren actualizaciones, e incluso hay que escribir nuevas entradas (sobre todos las que conciernen al siglo XXI, que Mikielievich no vio), encarmos acá la publicación de esas entradas, que seguramente se reducirán para ingresar al texto, según su redacción original.

Imagen guardada por Mikielievich que fecha la inauguración de la plaza y el emplazamiento del busto de la Libertad el 1 de diciembre de 1980. El busto ya no está en la plaza.

LIBERTAD, plaza de la, Urb, Hist. Hasta 1968 la manzana recortada por Mitre, Pasco, Sarmiento e Ituzaingó —hoy la Plaza Libertad, o “de la Libertad”, como figura en registros catastrales de la municipalidad (sección 02, manzana 057)— ofrecía al paseante un edificio central coronado por cinco picos galvanizados sobre el frontón que terminaban de dar forma a los altos techos a dos aguas del Mercado de Abasto de Rosario, que legó su nombre al barrio. El mercado, además del comercio de alimentos frescos, forjó la identidad del barrio desde 1918, cuando comenzó a funcionar, poblándose de bares, fondas, bodegones, pequeños comercios y conventillos donde se alojaban —a veces con sus familias— puesteros y changarines, que circulaban en torno al lugar que 50 años después fue trasladado al Mercado de Productores de San Nicolás y 27 de febrero y al Mercado de Concentración de Fisherton. El edificio terminó de demolerse en 1969 y quedó un terreno con tierra y escombros que fue convertido en pista de motocross hasta que en la intendencia de facto de un oficial de la Marina (1976-1981) se inauguró la plaza de la Libertad el 30 de diciembre de 1980, cuyo alrededor mantuvo durante unos 20 años el paisaje de casas más o menos bajas, establecimientos pensados para almacenes, comercios y depósitos. Avanzados los primeros años de democracia, a fines de la década de 1980, como haciéndose eco de su nombre, la plaza fue escenario de ofertas sexuales que escandalizaron a una sociedad que aún convivía con la Liga de la Decencia (ya sin la virulencia que tuvo durante la dictadura), no sólo la prostitución más frecuente, también se hicieron visibles las travestis. “Una plaza seca con algunos juegos y un poco de arena y unos árboles”, le describe un periodista en una revista independiente de 1990. Y agrega: “Unos arquitectos proyectaron allí una plaza de formas nuevas. Una fuente rectangular modelo Mundial ‘78 (como la del Centro Cultural) y, en la depresión del terreno, un cantón de arena ovoide con juegos —algunos artesanales— y unos pequeños túneles para que pasen los niños, hechos de caños de fibrocemento para cloacas. Lo demás es de hormigón. Formas simétricas. Escaleras de pocos escalones, casi simbólicas y sin dudas menos prácticas que rampas. Árboles que deberían crecer para parecerse a los árboles. Mesas de cemento con pequeñas baldosas negras y blancas formando fríos tableros de ajedrez, etc.” La descripciòn es parte de una crónica sobre un bar que funcionó entre 1987 y 1992 en la esquina de Sarmiento e Ituzaingó, frente a la plaza, Inizios, el primer bar gay de Rosario, creado sólo cuatro años después que el primer bar de ese tipo en Capìtal Federal. En noviembre de 1998 la Plaza Libertad fue la arena de un foro en el que “un grupo de travestis y el Colectivo Arco Iris —que reunía a la comunidad LGBT de la ciudad— denuncian el pago de coimas y los favores sexuales que exigían los policías de Moralidad Pública para dejarlas en paz. La respuesta brutal del jefe de policía fue incrementar razzias y hacer declaraciones paradigmáticas de la discriminación, como llamar ‘mascaritas sidóticas’ a las travestis o recomendar que se las separe de la sociedad, lo que lo obliga a renuncir y con ello termina una época de persecuciones”, según la crónica que hace un periodista rosarino en una revista en 2024, que rememora la noche de Rosario. La plaza se reinauguró con reformas y mejoras en julio de 2023, con nuevos canteros sobre el sendero en diagonal existente y más árboles, ampliación de espacios verdes sobre calles Pasco e Ituzaingó, se ejecutaron rampas de acceso en las cuatro esquinas, así como una para subir al escenario y a juegos. Se colocó una estación aeróbica, un skatepark, se sumó mobiliario urbano, bancos y mesas, cestos y equipo de riego. Además, se instaló un nuevo piso de caucho antigolpes para mayor seguridad de niñas y niños. Una imagen de San Cayetano, resguardada en una caja enrejada, casi en la esquina de Mitre y Pasco, recuerda que la plaza es el punto de partida de la procesión del santo cada 7 de agosto hacia la iglesia de calle Buenos Aires al 2100.


El Mercado del Abasto que funcionó donde hoy está la plaza hasta 1968. La imagen es de los años 30.




independencia, parque de la

En la EMR preparamos un Diccionario de Rosario inspirado y basado de alguna forma en el que Wladimir Mikielievich escribió durante casi toda su vida. Como muchas de las entradas seleccionadas requieren actualizaciones, e incluso hay que escribir nuevas entradas (sobre todos las que conciernen al siglo XXI, que Mikielievich no vio), encarmos acá la publicación de esas entradas, que seguramente se reducirán para ingresar al texto, según su redacción original.

Parque de la Independencia, ca. 1930 (postal coloreada).

INDEPENDENCIA, Parque de la. Hist. Urb. La iniciativa de construir un parque en la zona sudoeste de la ciudad de la época data del año 1896 y se lo ubicaba en el sector limitado por la calle 9 de Julio, bulevar Oroño (entonces Santafecino), las avenidas Pellegrini (antes bulevar Argentino) y Ovidio Lagos (antes calle La Plata), conforme a un proyecto del jefe del Departamento de Obras Públicas, el ingeniero Héctor Thedy. Estudios realizados durante la primera intendencia de Luis Lamas (1898-1901), determinaron ubicarlo en la superficie limitada por Lagos e Ituzaingó, calle Santiago, Cochabamba y Moreno, bulevar 27 de febrero (entonces Rosario). Una ley provincial de agosto de 1900 autorizó la expropiación de los terrenos con destino al parque “de la” Independencia (tal como figura en registro catastral). El parque —que no ocupaba todavía los 1,26 kilómetros cuadrados de extensión actuales— fue inaugurado la noche del 1° de enero de 1902 y otra ley provincial de junio de ese año autorizó a la Municipalidad la expropiación de los terrenos adyacentes al parque, limitados por Pellegrini y Santiago, Ituzaingó y Lagos, inclusive, y la manzana circunvalada por Pellegrini, Alvear, Cochabamba y Santiago, todos ellos necesarios para regularizar la superficie del parque. No fue sino hasta la década de 1930 que el parque adquiriría el tamaño y la fisonomía actual, aunque los cambios continuaron hasta principios del siglo XXI. En 1912 una nueva ley provincial autorizó otras expropiaciones destinadas a regularizar el trazado. El Rosedal, frente a bulevar Oroño y rodeado por las avenidas Intendente Coronado (ex Los Brachichitos) y Dante Alighieri, fue inaugurado en diciembre de 1915. El área parquizada fue ampliada en 1932 en un 30 por ciento, construyéndose jardines frente al cementerio El Salvador y acceso a la avenida Pte. Perón (ex Godoy). En 1980 se incorporaron al parque los terrenos antes ocupados por galpones municipales que se demolieron frente a la avenida Lagos, desde calle Ituzaingó hasta el codo del circo de carreras del Hipódromo Independencia (inaugurado en 1901). En marzo de 1916 un concesionario habilitó góndolas, lanchitas, automóviles, botes ingleses a doble remo, hidropatines insumergibles, bicicletas acuáticas y otros aparatos para recorrer el lago, en cuya construcción y en la de la montaña se ocuparon vagos e infractores reclutados por la policía y castigados para realizar trabajo público. En el centro del lago se encuentra una fuente de aguas danzantes inaugurada en diciembre de 1998. La Fuente de Cerámica donada por la comunidad de residentes españoles atravesó el Atlántico, de las mayores en su tipo, se inauguró en 1936 a un costado del Rosedal. El Jardín Francés, sobre Pellegrini, se inauguró en 1942. El Calendario, donde los jardineros modifican los macizos de flores para mostrar el día del año y la fecha funciona desde 1946. Dentro del parque también está la ex Sociedad Rural (hoy un área de galpones y espacios abiertos reservada para actividades masivas). El Museo de la Ciudad de Rosario (hoy Wladimir Mikielievich) se creó en 1981 y funciona en el parque desde 1993, en el edificio inaugurado en 1902 como Escuela de Aprendices Jardineros. El Estadio Municipal Jorge Newbery (primer club público estatal de Argentina) se creó en 1925. El Museo Histórico Provincial Dr. Julio Marc se inauguró en 1939. El Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino fue abierto en 1937. El Jardín de los Niños, un área de 3,5 hectáreas con divertimentos como la Máquina de Volar y facilidades educacionales (parte del Tríptico de la Infancia), donde funcionó hasta 1997 el Zoológico Municipal, se inauguró en medio de la crisis de 2001. El International Park, en la esquina de Oroño y 27 de Febrero, donde funcionaban atracciones mecánicas, fue desmantelado en 2013, luego de un accidente en el que murieron dos adolescentes. Un parque similar, más pequeño, funciona frente al Estadio del club Newell’s Old Boys. Además de ese club, en el Independencia funcionan otros dos: el Gimnasia y Esgrima de Rosario (Moreno y Cochabamba), y el Atlético Provincial, abierto en 1915 entre 27 de Febrero, Pueyrredón, Dante Alighieri y el estadio municipal. El Parque Independencia ha sido escenario de las páginas de literatura producida en Rosario; al menos dos de sus escritores lo incluyeron el título de sus libros, Edgardo Dobry en El lago de los botes (Lumen, 2005), y Elvio Gandolfo en Real en el Rosedal (EMR, 2009).   



martes, 12 de agosto de 2025

las aventuras de samuel clemens

Las muchas vidas de Mark Twain

El siguiente artículo fue tomado de The Nation (legendaria revista abolicionista fundada en 1865).

por ADAM HOCHSCHILD | The Nation

Hay quienes viven muchas vidas. Mark Twain vivió una media docena. De niño en Hannibal, Misuri, vivió con su familia en un depósito hacinado arriba de una farmacia. Como autor de renombre mundial, él y su esposa construyeron una casa de 1.100 metros cuadrados con 25 habitaciones, balcones, torretas y suelos de mármol. A sus pobres veinte años, Twain viajó a Nevada en diligencia, durmiendo sobre las bolsas del correo. Décadas más tarde, alquiló vagones de un tren privado. Antes de escribir los libros que lo hicieron famoso, sirvió en una milicia confederada, buscó oro en Sierra Nevada y trabajó como reportero en un periódico de San Francisco y de lo que hoy es Hawái. Al final de su vida, el zar de Rusia y varios otros monarcas estaban encantados de recibirlo, Andrew Carnegie lo invitaba a cenar y Woodrow Wilson (entonces presidente de la Universidad de Princeton [antes de ser presidente estadounidense]) jugaba al minigolf con él. Tomando prestada una frase de su contemporáneo Walt Whitman, la vida de Twain realmente contenía multitudes.

1907. By A.F. Bradley, New York - steamboattimes.com, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=11351079

Multitudinario también fue el géiser de su obra. Twain dejó unos 30 libros y panfletos, miles de artículos para periódicos y revistas, así como cuadernos, manuscritos inéditos y una extensa autobiografía de tres volúmenes, cuya mezcla de hechos y fantasía ha mantenido ocupados a los académicos durante décadas. No sin razón un editor tituló una antología Mark Twain en Erupción. Además, gran parte de la obra de Twain se desarrolló en el escenario: una de sus maratones de conferencias en gira incluyó 103 presentaciones en Estados Unidos y Canadá; otra, tardó 15 meses y zigzagueó por unos 85.000 kilómetros hasta dar la vuelta al mundo.

La nueva biografía de Ron Chernow es extensa pero muy legible y se titula simplemente Mark Twain, cubre todo ese volcán, pero destacan tres fases de su extraordinaria vida. En primer lugar, está Twain el escritor, en particular el autor de sus dos mejores libros, Las aventuras de Huckleberry Finn y Vida en el Misisipi. El gran río fluye por sus páginas, lleno como la vida misma, de curvas peligrosas, obstáculos, corrientes ocultas y alegrías inesperadas. Con algunas excepciones, como Las aventuras de Tom Sawyer, el resto de su obra tiene en la actualidad un tufo arcaico. ¿Seguiríamos leyendo El príncipe y el mendigo o Un yanqui en la corte del rey Arturo si hubieran sido escritos por otro autor? En cuanto a príncipes y reyes, nadie eclipsa al duque y al delfín, la falsa realeza de Huckleberry Finn.

El segundo Twain es la celebridad mundialmente famosa, que se deleitó con aplausos en casi todos los continentes. Y el tercero es el autor en sus últimos años, afligido por múltiples pérdidas, soportando penas de las que el público sabía poco, y manifestando una extraña y reveladora fijación. Nació como Samuel Clemens en 1835, en el pequeño pueblo de Florida, Misuri. A los 3 años, la familia se mudó a Hannibal, un pueblo cercano a la orilla del río Misisipi, el "San Petersburgo" de sus novelas. Su padre logró arruinar un pequeño negocio tras otro, acumulando deudas que lo obligaron a trabajar como dependiente en una tienda de comestibles y a su esposa a alojar huéspedes. Murió cuando Sam tenía 11 años. El niño solo cursó unos pocos años de escuela, realizó diversos trabajos esporádicos, se convirtió en aprendiz de impresor y trabajó brevemente para su hermano Orión, dueño de un pequeño periódico. A los 17 abandonó su hogar durante varios años y sobrevivió como impresor y tipógrafo ambulante, vivió un poco con su hermana en San Luis, donde ella se había casado, y ejerció su oficio en lugares tan lejanos como Filadelfia y Nueva York. A los 21 comenzó a formarse como piloto de barco fluvial, un puesto con el que siempre había soñado, la profesión de la que tomaría su seudónimo ["mark twain" puede traducirse como "estela gemela"]. Dos años después, tras obtener su licencia, pilotaría el mayor barco de vapor del Misisipi, una de esas máquinas maravillosas —que expulsaban humo, chispas y brasas ardientes por sus altas chimeneas gemelas— que habían reducido el tiempo de viaje por la gran arteria central del país de semanas a días. No es de extrañar que Twain anhelara «seguir el río el resto de sus días y morir al volante». Solo disfrutó de dos años más de vida como miembro de lo que Chernow llama «la realeza indiscutible de este reino flotante» antes de que la Guerra de Secesión pusiera fin a esa mágica existencia.


Iluastración de Joe Cardiello para The Nation.

Luego vino la breve etapa de Twain hechizado por la lucha de la Confederación —participó solo en una escaramuza— antes de que él y su hermano tomaran la diligencia hacia el oeste. Ya había publicado algunos sketches en periódicos, y a finales de sus veinte, en California, se ganaba la vida escribiendo tanto periodismo como ficción. El gran avance que impulsó su fama fue Los inocentes en el extranjero, publicado en 1869, cuando Twain tenía 33 años.

A pesar de la imponente extensión, el libro de Chernow aborda con demasiada rapidez este crucial período inicial, especialmente la infancia de Twain en Hannibal y su carrera en el río Misisipi, los años que dieron origen a sus dos obras maestras. En esta biografía de más de 1.000 páginas, Twain ya había dejado Hannibal en la página 41 y su trabajo de piloto de barco fluvial en la página 64.

La propia autobiografía de Twain ofrece muchas más páginas sobre su infancia. Relata, por ejemplo, sus incursiones en el desacato, como sus anécdotas de patinaje, «probablemente sin permiso», en el gélido Mississippi bajo la luz de la luna invernal, mientras los témpanos de hielo se deshacen y lo separan a él y a un amigo de la costa. Y más allá del mismo Twain, ¿qué se escondía tras su inigualable retrato de los estafadores estadounidenses en «El Duque» y «El Delfín», que intentan predicar la templanza, las medicinas patentadas y la frenología* antes de hacerse pasar por nobles caídos y actores famosos? ¿Hay rastros de los estafadores de pueblos pequeños que pasaban por Hannibal o que trabajaban en los barcos de vapor del río, que podrían haber sido materia prima para sus personajes?

Para ser justos, Chernow nos habla de las experiencias posteriores que cambiaron profundamente la forma en que Twain pensaba sobre algo que había dado por sentado de niño: la esclavitud. Muchos en Hannibal poseían esclavos, incluido —antes de que su negocio se revirtiera— el mismo padre de Twain. En cambio, la esposa de Twain, Olivia, o Livy, con quien se casó en 1870, provenía de un clan adinerado de abolicionistas que habían financiado una parada del Ferrocarril Subterráneo**. El escritor también tuvo varios encuentros memorables, como una larga conversación en 1874 con la cocinera negra de su cuñada, quien le contó cómo, dos décadas antes, en Virginia, había visto a su marido y a sus siete hijos subastados encadenados; solo volvió a ver a uno de ellos. Fue entonces cuando Twain empezó a comprender plenamente lo que albergaban los corazones de la docena de esclavos encadenados que vio de niño, en el muelle de Hannibal, esperando ser embarcados río abajo. Sin esta ampliación de su conciencia, quizá nunca hubiéramos conocido la figura de Jim, el fugitivo.

A los 15, Twain sostiene una plaqueta con tipos de metal que componen su nombre. En Wikipedia. By Mark_Twain_by_GH_Jones,_1850.jpg: G.H.[?] Jones [or Jonco?] / Hannibal Moderivative work: Smalljim (talk) - Mark_Twain_by_GH_Jones,_1850.jpg, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=11784274

Como cualquier escritor estadounidense blanco de su época, Twain llegó a ver la esclavitud y sus secuelas como el pecado original del país. Más allá de eso, puso su dinero donde estaban sus principios al idear, escribe Chernow, "su propia forma de reparación racial": Una vez que Twain se hizo rico, apoyó financieramente a muchas personas negras, entre ellas a uno de los primeros estudiantes de este tipo en ingresar a la Facultad de Derecho de Yale. Warner T. McGuinn se convertiría más tarde en concejal de la ciudad de Baltimore y un exitoso abogado que, mucho después de la muerte de Twain, asesoró y remitió casos a otro abogado negro que recién comenzaba su carrera: Thurgood Marshall.

El segundo Twain que conocemos en el libro es el hombre que, como escribe Chernow, "inventó prácticamente nuestra cultura de la fama". Si Huck Finn era el arquetipo del outsider, Mark Twain, la celebridad, era el consumado conocedor, la respuesta definitiva al bueno para nada de su padre. Su fama trascendió las barreras de clase de una manera difícil de imaginar hoy en día. Ningún otro escritor estadounidense podría aparecer en un bar de Nueva Orleans, un almacén de ramos generales de Kentucky o en la Ópera Metropolitana y que todos supieran al instante quién era. Es difícil imaginar a su contemporáneo Henry James, por ejemplo, dignarse siquiera a poner un pie en Nueva Orleans o Kentucky, y mucho menos a ser reconocido allí. Cuando Twain llegó a Inglaterra en 1907, los estibadores lo vitorearon al bajar del barco, al igual que los estudiantes de Oxford cuando recibió allí un título honorífico. Para su 70º cumpleaños, su editor le ofreció una cena con una orquesta de 40 músicos, 172 invitados y, como recuerdo para cada uno, un busto del autor de treinta centímetros de altura. (Nota para mi editor: Mi cumpleaños se aproxima).

Sin embargo, la suya no era una fama vacía como la de, por ejemplo, el viejo Hemingway, el impetuoso "Papa" que posaba con los leones y leopardos que había fotografiado tras dejar atrás sus mejores obras. Más bien, a partir de la primera conferencia de Twain a los 30 años, el escenario fue fundamental en su obra. Lamentablemente, falleció en 1910, demasiado pronto para dejar registro de sus actuaciones.

Nadie conoce el total de sus lecturas, conferencias, discursos de graduación y discursos de sobremesa, pero al menos 835 de ellos dejaron un registro escrito que es suficiente para contarlos. Ya fuera hablando en el Carnegie Hall, en un pueblo minero de California o ante 850 convictos en una prisión, Twain mantenía a sus oyentes cautivados. Todo esto contribuyó a perfeccionar su escritura, al igual que que en su época Shakespeare hizo lo suyo en el escenario. Chernow cita a un observador que señala que Twain analizaba a cada público con la misma atención "como un abogado examina a su jurado en el juicio por una muerte". Aprendió el ritmo y el valor de una ceja levantada o una pausa calculada, y descubrió que el mejor humor puede ser inexpresivo. (Rechazó invitaciones para hablar en iglesias, donde la gente tenía "miedo a reír").

(From l. to r.) American Civil War correspondent and author George Alfred Townsend, Mark Twain and David Gray, editor of the rival Buffalo Courier.
Mathew Brady or Levin Handy - This image is available from the United States Library of Congress's Prints and Photographs division under the digital ID cwpbh.04761. This tag does not indicate the copyright status of the attached work.

En un banquete de veteranos del Ejército de la Unión en 1879, después de que el famoso e impasible Ulysses S. Grant hubiera asistido a 14 discursos "como una imagen tallada", Twain se sintió triunfante por haber hecho reír al general "hasta las lágrimas". Al comenzar una nueva gira, pidió a sus agentes de conferencias que lo iniciaran en pueblos pequeños para que pudiera perfeccionar su material antes de llegar a los ayuntamientos de las grandes ciudades. "Durante una hora y quince minutos —escribió después de una aparición triunfal— estuve en el paraíso".

Además, Twain aprovechó su fama para defender sus creencias. Su enfrentamiento con la esclavitud lo llevó a una furia apasionada por otras injusticias. Escribió, habló y presionó, por ejemplo, contra el despiadado sistema de trabajos forzados que el rey Leopoldo II de Bélgica impuso en el Congo. Y, contra la corriente de la opinión pública estadounidense, protestó enérgicamente contra la brutal guerra colonial que Estados Unidos libraba en Filipinas. «Me opongo —dijo— a que el águila ponga sus garras en cualquier otra tierra».

Sin embargo, a diferencia de la mayoría de las biografías de Twain, casi la mitad del colosal libro de Chernow está dedicado a la última y cada vez más difícil década y media de la vida del escritor, y es en estas páginas donde conocemos al tercer Twain. Es un retrato conmovedor y memorable, porque su vida privada en este período fue muy diferente a la del segundo Twain, al que el público seguía viendo, la magistral luminaria de cabello blanco con una ocurrencia brillante para cualquier ocasión.

Twain y Livy habían perdido a un hijo en la infancia y ahora tenían tres hijas. La mayor, Susy, parecía tener una aventura amorosa con una persona del mismo sexo que la familia, preocupada por su imagen pública, hizo todo lo posible por ignorar. En 1896, Susy, quien tenía una relación particularmente estrecha con su padre, enfermó y murió de meningitis espinal en cuestión de días. Siempre dispuesto a lacerarse, Twain sintió que la había descuidado indebidamente. Luego, la frágil salud de Livy empeoró, lo que la llevó a interminables rondas de nuevos médicos, balnearios, curas de reposo y climas cálidos. Durante varios periodos, los médicos insistieron extrañamente en que, para evitar forzar su corazón, no debían verse durante días o incluso semanas. En 1904, cuando se encontraban lejos de casa, en una lujosa villa alquilada en Florencia, Italia, el corazón de Livy falló.

Twain vivió sus últimos años en un viaje turbulento entre Connecticut, Bermudas, Nueva York y un retiro de verano en el norte del estado, preocupado constantemente por su hija menor, Jean, que sufría de epilepsia. Cualquiera que haya convivido con un epiléptico en los años previos a los tratamientos actuales conoce la tensión de temer y presenciar con impotencia una crisis epiléptica. Mientras mantenían en secreto la enfermedad de Jean, el autor y su otra hija superviviente, Clara, emprendieron una larga búsqueda de un médico o sanatorio adecuado. Para administrar la casa y ayudarle con su mar de correspondencia. Twain contrató a una joven secretaria interna, Isabel Lyon. Las rivalidades se dispararon. Jean temía, con razón, que la exiliaran por su epilepsia. La inestable Clara —quien en un momento dado sufrió una crisis nerviosa que la llevó a un sanatorio— estaba celosa de Lyon, de quien muchos sospechaban que planeaba casarse con Twain. Lyon se refería a él como "el Rey" y asumía deberes de esposa, como cortarle el pelo.

Mark Twain en Stormfield (nombre de su última residencia en Redding, Connecticut), 1909, registrado por el kinetógrafo de Thomas Edison. Se crea que quienes aparecen son sus hijas Clara y Jean. Tomado de Wikipedia.

Todo el pendenciero séquito se mudaba sin descanso de una gran mansión o lugar de vacaciones a otro. Surgió entre Twain, Lyon, Jean, Clara y algunos otros parásitos, una red de alianzas y disputas en constante cambio, más compleja de lo que se podría imaginar que un puñado de personas podría crear, todo ello registrado en miles de páginas de cartas y diarios. Las tensiones desgastaron al autor.

Aunque nunca dejó de escribir, ni de dar discursos, ni de reunirse con personalidades visitantes, desde Booker T. Washington hasta Máximo Gorki y el joven Winston Churchill. En Nueva York, salía periódicamente de su casa para pasear por la Quinta Avenida con su famoso traje blanco, fumando un puro (fumaba hasta 40 al día), reconocido por todos. Estaba resucitando al segundo Twain —la celebridad— como refugio de la tercera fase, cada vez más dolorosa de su vida.

Curiosamente ensombrecía estos últimos años la creciente necesidad de Twain de tener a mano a una o más de las que él llamaba sus "angelotes": niñas, idealmente de entre 10 y 16 años. Hijas de amigos o allegados, algunas conocidas en sus interminables viajes que llegaban a visitarlo, a dar paseos en carruaje o a sesiones de lectura en voz alta, a menudo acompañadas por sus madres. Todo era muy casto, pero la suya era una obsesión con criaturas de inocencia imaginaria, antes de que crecieran a la edad de las complejas y problemáticas mujeres adultas de su hogar.

Aunque Twain amaba entrañablemente a sus hijas, era un amor que quería que permanecieran para siempre lo más cerca posible de la infancia. En su autobiografía hay un pasaje revelador: «Susy murió en el momento oportuno, la época afortunada de la vida; la edad feliz: veinticuatro años. A los veinticuatro, una chica como ella ha visto lo mejor de la vida». Tampoco Twain pudo mantenerse con gracia al margen mientras Clara intentaba forjarse una carrera como cantante. Siempre la frustraba que el público estuviera menos interesado en su voz que en el hecho de ser la hija de Mark Twain, y él, desde luego, no contribuía a mejorar las cosas. En un concierto, cuando ella lo invitó generosamente a subir al escenario al finalizar el recital, él procedió a hablar durante 15 o 20 minutos, cautivando a todos como de costumbre: «Quiero agradecerles su apreciación del canto [de Clara], que, por cierto, es hereditario». No sorprende que ella se negara después a posar con él para las fotos.

En cierto modo, esta tercera etapa de la vida de Twain ilumina la primera, recordándonos que, tanto en la realidad como en la ficción, el mundo de su infancia que tanto amaba era casi enteramente masculino: el dominio masculino de la timonera del barco fluvial, o la balsa en la que Huck y Jim flotan río abajo juntos, dejando atrás a la tía Polly y a la señorita Watson. 

Finalmente, en un año agonizante, la situación en la casa del escritor llegó a su clímax. Él decidió que Lyon y otro asistente le estaban robando dinero y los despidió, una disputa que llegó a la prensa. Clara se casó y se mudó a Europa. Jean regresó a casa, para su alegría, y por fin se convirtió en la dueña de la casa. Pero mientras se bañaba, sufrió una convulsión que le provocó un infarto fatal. Su desconsolado padre le escribió a Clara: «De mi bella flota, todos los barcos se han hundido menos tú».

1940, sello postal conmemorativo de EEUU. By U.S. Post Office - U.S. Post OfficeHi-res scan of postage stamp by Gwillhickers., Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=12570010

Para entonces tenía 74 años y su propio barco estaba a punto de hundirse. Clara corrió a casa justo a tiempo para estar con él en sus últimos días. Bromeó hasta el final, cuando la falta de aire le hizo perder "suficiente sueño como para abastecer a un ejército agotado". Una de sus últimas obras se tituló "Etiqueta para el más allá". "Deja a tu perro afuera", aconsejaba. "El cielo se rige por favores. Si los hiciera por el mérito, te quedarías afuera y el perro estaría adentro". Los titulares lamentaron la muerte del gran "humorista". El logro de Chernow es mostrarnos cuánto más compleja fue su vida.

Chernow termina su biografía poco después de la muerte de Twain, pero este influyente autor estadounidense ha tenido una vida después de la muerte controvertida. Tanto su hija Clara como Albert Bigelow Paine, su biógrafo autorizado y primer albacea literario, purificaron con energía el legado de Twain, presentándolo como el sabio bondadoso de melena blanca de Hannibal. En su biografía de tres volúmenes Paine nunca menciona que Twain fuera vicepresidente de la Liga Antiimperialista, y tanto allí como en las numerosas colecciones de escritos de Twain que editó, censuró u omitió muchos de los comentarios del autor sobre eventos como la guerra filipino-estadounidense librada por el presidente William McKinley. Como es habitual, cuando Twain le escribió una vez a un amigo: «Voy a quedarme pegado a mi escritorio durante un mes, con la esperanza de escribir un librito, lleno de desprecio juguetón y afable por el miserable McKinley», Paine termina la frase con «con la esperanza de escribir un librito».

¿Qué pensaría Twain de su país ahora, encabezado por un ferviente admirador de McKinley cuyo torrente diario de tonterías hace que el Duque y el Delfín parezcan pilares del Better Business Bureau***? En Huckleberry Finn, el fraude de esa pareja los alcanza, y son alquitranados y emplumados mientras una multitud, "gritando y gritando, golpeando cacerolas y tocando trompetas", los saca del pueblo en un tren. Ojalá aún tuviéramos a Mark Twain aquí para imaginar un destino similar para el estafador en jefe de hoy.

11 de agosto de 2025

 

* Pseudociencia que pretendía determinar el carácter y hasta las tendencias de una personalidad —incluida una predestinación al crimen— a través del estudio de la forma del cráneo.

** El nombre es en parte metafórico y se refiere a una red de liberales blancos que protegían esclavos que escapaban de las plantaciones del sur. 

*** Organización sin fines de lucro que evalúa la rentabilidad de los negocios en función de fines caritativos.

Adam Hochschild es autor de la reciente American Midnight: The Great War, a Violent Peace (“Medianoche estadounidense: la Gran Guerra, una paz violenta”), y Democracy’s Forgotten Crisis (“La crisis olvidada de la democracia”).