Las muchas vidas de Mark Twain
El siguiente artículo fue tomado de The Nation (legendaria revista abolicionista fundada en 1865).
por ADAM HOCHSCHILD | The Nation
Hay quienes viven muchas vidas. Mark Twain vivió una media docena. De niño en Hannibal, Misuri, vivió con su familia en un depósito hacinado arriba de una farmacia. Como autor de renombre mundial, él y su esposa construyeron una casa de 1.100 metros cuadrados con 25 habitaciones, balcones, torretas y suelos de mármol. A sus pobres veinte años, Twain viajó a Nevada en diligencia, durmiendo sobre las bolsas del correo. Décadas más tarde, alquiló vagones de un tren privado. Antes de escribir los libros que lo hicieron famoso, sirvió en una milicia confederada, buscó oro en Sierra Nevada y trabajó como reportero en un periódico de San Francisco y de lo que hoy es Hawái. Al final de su vida, el zar de Rusia y varios otros monarcas estaban encantados de recibirlo, Andrew Carnegie lo invitaba a cenar y Woodrow Wilson (entonces presidente de la Universidad de Princeton [antes de ser presidente estadounidense]) jugaba al minigolf con él. Tomando prestada una frase de su contemporáneo Walt Whitman, la vida de Twain realmente contenía multitudes.
Multitudinario también fue el géiser
de su obra. Twain dejó unos 30 libros y panfletos, miles de artículos para
periódicos y revistas, así como cuadernos, manuscritos inéditos y una extensa
autobiografía de tres volúmenes, cuya mezcla de hechos y fantasía ha mantenido
ocupados a los académicos durante décadas. No sin razón un editor tituló una
antología Mark Twain en Erupción. Además, gran parte de la obra de Twain
se desarrolló en el escenario: una de sus maratones de conferencias en gira
incluyó 103 presentaciones en Estados Unidos y Canadá; otra, tardó 15 meses y
zigzagueó por unos 85.000 kilómetros hasta dar la vuelta al mundo.
La nueva biografía de Ron Chernow es
extensa pero muy legible y se titula simplemente Mark Twain, cubre todo
ese volcán, pero destacan tres fases de su extraordinaria vida. En primer
lugar, está Twain el escritor, en particular el autor de sus dos mejores
libros, Las aventuras de Huckleberry Finn y Vida en el Misisipi.
El gran río fluye por sus páginas, lleno como la vida misma, de curvas
peligrosas, obstáculos, corrientes ocultas y alegrías inesperadas. Con algunas
excepciones, como Las aventuras de Tom Sawyer, el resto de su obra tiene
en la actualidad un tufo arcaico. ¿Seguiríamos leyendo El príncipe y el
mendigo o Un yanqui en la corte del rey Arturo si hubieran sido
escritos por otro autor? En cuanto a príncipes y reyes, nadie eclipsa al duque
y al delfín, la falsa realeza de Huckleberry Finn.
El segundo Twain es la celebridad
mundialmente famosa, que se deleitó con aplausos en casi todos los continentes.
Y el tercero es el autor en sus últimos años, afligido por múltiples pérdidas,
soportando penas de las que el público sabía poco, y manifestando una extraña y
reveladora fijación. Nació como Samuel Clemens en 1835, en el pequeño pueblo de
Florida, Misuri. A los 3 años, la familia se mudó a Hannibal, un pueblo cercano
a la orilla del río Misisipi, el "San Petersburgo" de sus novelas. Su
padre logró arruinar un pequeño negocio tras otro, acumulando deudas que lo
obligaron a trabajar como dependiente en una tienda de comestibles y a su
esposa a alojar huéspedes. Murió cuando Sam tenía 11 años. El niño solo cursó
unos pocos años de escuela, realizó diversos trabajos esporádicos, se convirtió
en aprendiz de impresor y trabajó brevemente para su hermano Orión, dueño de un
pequeño periódico. A los 17 abandonó su hogar durante varios años y sobrevivió
como impresor y tipógrafo ambulante, vivió un poco con su hermana en San Luis,
donde ella se había casado, y ejerció su oficio en lugares tan lejanos como
Filadelfia y Nueva York. A los 21 comenzó a formarse como piloto de barco
fluvial, un puesto con el que siempre había soñado, la profesión de la que
tomaría su seudónimo ["mark twain" puede traducirse como "estela gemela"]. Dos años después, tras obtener su licencia, pilotaría el
mayor barco de vapor del Misisipi, una de esas máquinas maravillosas —que
expulsaban humo, chispas y brasas ardientes por sus altas chimeneas gemelas—
que habían reducido el tiempo de viaje por la gran arteria central del país de
semanas a días. No es de extrañar que Twain anhelara «seguir el río el resto de
sus días y morir al volante». Solo disfrutó de dos años más de vida como
miembro de lo que Chernow llama «la realeza indiscutible de este reino
flotante» antes de que la Guerra de Secesión pusiera fin a esa mágica existencia.
Luego vino la breve etapa de Twain
hechizado por la lucha de la Confederación —participó solo en una escaramuza—
antes de que él y su hermano tomaran la diligencia hacia el oeste. Ya había
publicado algunos sketches en periódicos, y a finales de sus veinte, en
California, se ganaba la vida escribiendo tanto periodismo como ficción. El
gran avance que impulsó su fama fue Los inocentes en el extranjero,
publicado en 1869, cuando Twain tenía 33 años.
A pesar de la imponente extensión, el
libro de Chernow aborda con demasiada rapidez este crucial período inicial,
especialmente la infancia de Twain en Hannibal y su carrera en el río Misisipi,
los años que dieron origen a sus dos obras maestras. En esta biografía de más
de 1.000 páginas, Twain ya había dejado Hannibal en la página 41 y su trabajo
de piloto de barco fluvial en la página 64.
La propia autobiografía de Twain
ofrece muchas más páginas sobre su infancia. Relata, por ejemplo, sus
incursiones en el desacato, como sus anécdotas de patinaje, «probablemente sin
permiso», en el gélido Mississippi bajo la luz de la luna invernal, mientras
los témpanos de hielo se deshacen y lo separan a él y a un amigo de la costa. Y
más allá del mismo Twain, ¿qué se escondía tras su inigualable retrato de los
estafadores estadounidenses en «El Duque» y «El Delfín», que intentan predicar
la templanza, las medicinas patentadas y la frenología* antes de hacerse pasar
por nobles caídos y actores famosos? ¿Hay rastros de los estafadores de pueblos
pequeños que pasaban por Hannibal o que trabajaban en los barcos de vapor del
río, que podrían haber sido materia prima para sus personajes?
Para ser justos, Chernow nos habla de
las experiencias posteriores que cambiaron profundamente la forma en que Twain
pensaba sobre algo que había dado por sentado de niño: la esclavitud. Muchos en
Hannibal poseían esclavos, incluido —antes de que su negocio se revirtiera— el
mismo padre de Twain. En cambio, la esposa de Twain, Olivia, o Livy, con quien
se casó en 1870, provenía de un clan adinerado de abolicionistas que habían
financiado una parada del Ferrocarril Subterráneo**. El escritor también tuvo
varios encuentros memorables, como una larga conversación en 1874 con la
cocinera negra de su cuñada, quien le contó cómo, dos décadas antes, en Virginia,
había visto a su marido y a sus siete hijos subastados encadenados; solo volvió
a ver a uno de ellos. Fue entonces cuando Twain empezó a comprender plenamente
lo que albergaban los corazones de la docena de esclavos encadenados que vio de
niño, en el muelle de Hannibal, esperando ser embarcados río abajo. Sin esta
ampliación de su conciencia, quizá nunca hubiéramos conocido la figura de Jim,
el fugitivo.
Como cualquier escritor
estadounidense blanco de su época, Twain llegó a ver la esclavitud y sus
secuelas como el pecado original del país. Más allá de eso, puso su dinero
donde estaban sus principios al idear, escribe Chernow, "su propia forma
de reparación racial": Una vez que Twain se hizo rico, apoyó
financieramente a muchas personas negras, entre ellas a uno de los primeros
estudiantes de este tipo en ingresar a la Facultad de Derecho de Yale. Warner
T. McGuinn se convertiría más tarde en concejal de la ciudad de Baltimore y un
exitoso abogado que, mucho después de la muerte de Twain, asesoró y remitió
casos a otro abogado negro que recién comenzaba su carrera: Thurgood Marshall.
El segundo Twain que conocemos en el
libro es el hombre que, como escribe Chernow, "inventó prácticamente
nuestra cultura de la fama". Si Huck Finn era el arquetipo del outsider,
Mark Twain, la celebridad, era el consumado conocedor, la respuesta definitiva
al bueno para nada de su padre. Su fama trascendió las barreras de clase de una
manera difícil de imaginar hoy en día. Ningún otro escritor estadounidense
podría aparecer en un bar de Nueva Orleans, un almacén de ramos generales de
Kentucky o en la Ópera Metropolitana y que todos supieran al instante quién
era. Es difícil imaginar a su contemporáneo Henry James, por ejemplo, dignarse
siquiera a poner un pie en Nueva Orleans o Kentucky, y mucho menos a ser
reconocido allí. Cuando Twain llegó a Inglaterra en 1907, los estibadores lo
vitorearon al bajar del barco, al igual que los estudiantes de Oxford cuando
recibió allí un título honorífico. Para su 70º cumpleaños, su editor le ofreció
una cena con una orquesta de 40 músicos, 172 invitados y, como recuerdo para
cada uno, un busto del autor de treinta centímetros de altura. (Nota para mi
editor: Mi cumpleaños se aproxima).
Sin embargo, la suya no era una fama
vacía como la de, por ejemplo, el viejo Hemingway, el impetuoso
"Papa" que posaba con los leones y leopardos que había fotografiado
tras dejar atrás sus mejores obras. Más bien, a partir de la primera conferencia
de Twain a los 30 años, el escenario fue fundamental en su obra.
Lamentablemente, falleció en 1910, demasiado pronto para dejar registro de sus
actuaciones.
Nadie conoce el total de sus
lecturas, conferencias, discursos de graduación y discursos de sobremesa, pero
al menos 835 de ellos dejaron un registro escrito que es suficiente para
contarlos. Ya fuera hablando en el Carnegie Hall, en un pueblo minero de
California o ante 850 convictos en una prisión, Twain mantenía a sus oyentes
cautivados. Todo esto contribuyó a perfeccionar su escritura, al igual que que
en su época Shakespeare hizo lo suyo en el escenario. Chernow cita a un
observador que señala que Twain analizaba a cada público con la misma atención
"como un abogado examina a su jurado en el juicio por una muerte".
Aprendió el ritmo y el valor de una ceja levantada o una pausa calculada, y
descubrió que el mejor humor puede ser inexpresivo. (Rechazó invitaciones para
hablar en iglesias, donde la gente tenía "miedo a reír").
En un banquete de veteranos del Ejército
de la Unión en 1879, después de que el famoso e impasible Ulysses S. Grant
hubiera asistido a 14 discursos "como una imagen tallada", Twain se
sintió triunfante por haber hecho reír al general "hasta las
lágrimas". Al comenzar una nueva gira, pidió a sus agentes de conferencias
que lo iniciaran en pueblos pequeños para que pudiera perfeccionar su material
antes de llegar a los ayuntamientos de las grandes ciudades. "Durante una
hora y quince minutos —escribió después de una aparición triunfal— estuve en el
paraíso".
Además, Twain aprovechó su fama para
defender sus creencias. Su enfrentamiento con la esclavitud lo llevó a una
furia apasionada por otras injusticias. Escribió, habló y presionó, por
ejemplo, contra el despiadado sistema de trabajos forzados que el rey Leopoldo
II de Bélgica impuso en el Congo. Y, contra la corriente de la opinión pública
estadounidense, protestó enérgicamente contra la brutal guerra colonial que
Estados Unidos libraba en Filipinas. «Me opongo —dijo— a que el águila ponga
sus garras en cualquier otra tierra».
Sin embargo, a diferencia de la
mayoría de las biografías de Twain, casi la mitad del colosal libro de Chernow
está dedicado a la última y cada vez más difícil década y media de la vida del
escritor, y es en estas páginas donde conocemos al tercer Twain. Es un retrato
conmovedor y memorable, porque su vida privada en este período fue muy
diferente a la del segundo Twain, al que el público seguía viendo, la magistral
luminaria de cabello blanco con una ocurrencia brillante para cualquier
ocasión.
Twain y Livy habían perdido a un hijo
en la infancia y ahora tenían tres hijas. La mayor, Susy, parecía tener una
aventura amorosa con una persona del mismo sexo que la familia, preocupada por
su imagen pública, hizo todo lo posible por ignorar. En 1896, Susy, quien tenía
una relación particularmente estrecha con su padre, enfermó y murió de
meningitis espinal en cuestión de días. Siempre dispuesto a lacerarse, Twain
sintió que la había descuidado indebidamente. Luego, la frágil salud de Livy
empeoró, lo que la llevó a interminables rondas de nuevos médicos, balnearios,
curas de reposo y climas cálidos. Durante varios periodos, los médicos
insistieron extrañamente en que, para evitar forzar su corazón, no debían verse
durante días o incluso semanas. En 1904, cuando se encontraban lejos de casa,
en una lujosa villa alquilada en Florencia, Italia, el corazón de Livy falló.
Twain vivió sus últimos años en un
viaje turbulento entre Connecticut, Bermudas, Nueva York y un retiro de verano
en el norte del estado, preocupado constantemente por su hija menor, Jean, que
sufría de epilepsia. Cualquiera que haya convivido con un epiléptico en los
años previos a los tratamientos actuales conoce la tensión de temer y
presenciar con impotencia una crisis epiléptica. Mientras mantenían en secreto
la enfermedad de Jean, el autor y su otra hija superviviente, Clara,
emprendieron una larga búsqueda de un médico o sanatorio adecuado. Para
administrar la casa y ayudarle con su mar de correspondencia. Twain contrató a
una joven secretaria interna, Isabel Lyon. Las rivalidades se dispararon. Jean
temía, con razón, que la exiliaran por su epilepsia. La inestable Clara —quien
en un momento dado sufrió una crisis nerviosa que la llevó a un sanatorio—
estaba celosa de Lyon, de quien muchos sospechaban que planeaba casarse con
Twain. Lyon se refería a él como "el Rey" y asumía deberes de esposa,
como cortarle el pelo.
Todo el pendenciero séquito se mudaba
sin descanso de una gran mansión o lugar de vacaciones a otro. Surgió entre
Twain, Lyon, Jean, Clara y algunos otros parásitos, una red de alianzas y
disputas en constante cambio, más compleja de lo que se podría imaginar que un
puñado de personas podría crear, todo ello registrado en miles de páginas de
cartas y diarios. Las tensiones desgastaron al autor.
Aunque nunca dejó de escribir, ni de
dar discursos, ni de reunirse con personalidades visitantes, desde Booker T.
Washington hasta Máximo Gorki y el joven Winston Churchill. En Nueva York,
salía periódicamente de su casa para pasear por la Quinta Avenida con su famoso
traje blanco, fumando un puro (fumaba hasta 40 al día), reconocido por todos.
Estaba resucitando al segundo Twain —la celebridad— como refugio de la tercera
fase, cada vez más dolorosa de su vida.
Curiosamente ensombrecía estos
últimos años la creciente necesidad de Twain de tener a mano a una o más de las
que él llamaba sus "angelotes": niñas, idealmente de entre 10 y 16
años. Hijas de amigos o allegados, algunas conocidas en sus interminables
viajes que llegaban a visitarlo, a dar paseos en carruaje o a sesiones de
lectura en voz alta, a menudo acompañadas por sus madres. Todo era muy casto,
pero la suya era una obsesión con criaturas de inocencia imaginaria, antes de
que crecieran a la edad de las complejas y problemáticas mujeres adultas de su
hogar.
Aunque Twain amaba entrañablemente a
sus hijas, era un amor que quería que permanecieran para siempre lo más cerca
posible de la infancia. En su autobiografía hay un pasaje revelador: «Susy
murió en el momento oportuno, la época afortunada de la vida; la edad feliz:
veinticuatro años. A los veinticuatro, una chica como ella ha visto lo mejor de
la vida». Tampoco Twain pudo mantenerse con gracia al margen mientras Clara
intentaba forjarse una carrera como cantante. Siempre la frustraba que el público
estuviera menos interesado en su voz que en el hecho de ser la hija de Mark
Twain, y él, desde luego, no contribuía a mejorar las cosas. En un concierto,
cuando ella lo invitó generosamente a subir al escenario al finalizar el
recital, él procedió a hablar durante 15 o 20 minutos, cautivando a todos como
de costumbre: «Quiero agradecerles su apreciación del canto [de Clara], que,
por cierto, es hereditario». No sorprende que ella se negara después a posar
con él para las fotos.
En cierto modo, esta tercera etapa de
la vida de Twain ilumina la primera, recordándonos que, tanto en la realidad
como en la ficción, el mundo de su infancia que tanto amaba era casi
enteramente masculino: el dominio masculino de la timonera del barco fluvial, o
la balsa en la que Huck y Jim flotan río abajo juntos, dejando atrás a la tía
Polly y a la señorita Watson.
Finalmente, en un año agonizante, la
situación en la casa del escritor llegó a su clímax. Él decidió que Lyon y otro
asistente le estaban robando dinero y los despidió, una disputa que llegó a la
prensa. Clara se casó y se mudó a Europa. Jean regresó a casa, para su alegría,
y por fin se convirtió en la dueña de la casa. Pero mientras se bañaba, sufrió
una convulsión que le provocó un infarto fatal. Su desconsolado padre le
escribió a Clara: «De mi bella flota, todos los barcos se han hundido menos
tú».
Para entonces tenía 74 años y su
propio barco estaba a punto de hundirse. Clara corrió a casa justo a tiempo
para estar con él en sus últimos días. Bromeó hasta el final, cuando la falta
de aire le hizo perder "suficiente sueño como para abastecer a un ejército
agotado". Una de sus últimas obras se tituló "Etiqueta para el más
allá". "Deja a tu perro afuera", aconsejaba. "El cielo se rige
por favores. Si los hiciera por el mérito, te quedarías afuera y el perro
estaría adentro". Los titulares lamentaron la muerte del gran
"humorista". El logro de Chernow es mostrarnos cuánto más compleja
fue su vida.
Chernow termina su biografía poco
después de la muerte de Twain, pero este influyente autor estadounidense ha
tenido una vida después de la muerte controvertida. Tanto su hija Clara como
Albert Bigelow Paine, su biógrafo autorizado y primer albacea literario,
purificaron con energía el legado de Twain, presentándolo como el sabio
bondadoso de melena blanca de Hannibal. En su biografía de tres volúmenes Paine
nunca menciona que Twain fuera vicepresidente de la Liga Antiimperialista, y
tanto allí como en las numerosas colecciones de escritos de Twain que editó,
censuró u omitió muchos de los comentarios del autor sobre eventos como la
guerra filipino-estadounidense librada por el presidente William McKinley. Como
es habitual, cuando Twain le escribió una vez a un amigo: «Voy a quedarme
pegado a mi escritorio durante un mes, con la esperanza de escribir un librito,
lleno de desprecio juguetón y afable por el miserable McKinley», Paine termina
la frase con «con la esperanza de escribir un librito».
¿Qué pensaría Twain de su país ahora,
encabezado por un ferviente admirador de McKinley cuyo torrente diario de
tonterías hace que el Duque y el Delfín parezcan pilares del Better Business
Bureau***? En Huckleberry Finn, el fraude de esa pareja los alcanza, y son
alquitranados y emplumados mientras una multitud, "gritando y gritando,
golpeando cacerolas y tocando trompetas", los saca del pueblo en un tren.
Ojalá aún tuviéramos a Mark Twain aquí para imaginar un destino similar para el
estafador en jefe de hoy.
11 de agosto de 2025
* Pseudociencia que pretendía
determinar el carácter y hasta las tendencias de una personalidad —incluida una
predestinación al crimen— a través del estudio de la forma del cráneo.
** El nombre es en parte metafórico y
se refiere a una red de liberales blancos que protegían esclavos que escapaban
de las plantaciones del sur.
*** Organización sin fines de lucro
que evalúa la rentabilidad de los negocios en función de fines caritativos.
Adam Hochschild es autor de la reciente American Midnight: The Great War, a Violent Peace (“Medianoche estadounidense: la Gran Guerra, una paz violenta”), y Democracy’s Forgotten Crisis (“La crisis olvidada de la democracia”).