Decir que la
tercera temporada de Wallander
es mejor que las dos anteriores sólo quiere afirmar la fascinación por el
trabajo del equipo que conduce el guionista Peter Harness sobre los
originales de las novelas de Henning Mankell.
La BBC británica
comenzó a emitir la Wallander en
noviembre de 2008. El primer episodio de la tercera temporada se emitió el 8 de
julio pasado. La serie consiste en nueve episodios en total (tres por
temporada) de hora y media de televisión cada una. Cada uno de estos films está
rodado en Suecia, en la que los bellos paisajes de mitad de verano esconden
muertes bestiales y personajes cuya monstruosidad señalan la rajadura de la
utopía social sueca (no los decimos nosotros, sino el mismo Wallander,
protagonizado por un inmejorable Kenneth Branagh).
En cada episodio
el inspector Wallander se enfrenta a un caso, mientras tanto, su vida se
desmorona: pierde su relación con su hija, es incapaz de sostener una pareja,
se duerme en el sillón tras vaciar una botella de vino (también esa nostalgia
–“Nostalgia” es la canción que canta Emily Barker en los
títulos iniciales– señala el derrumbe de aquella utopía). Seguimos, como
espectadores, todo ese proceso.
Si en las dos
primeras temporadas el genio de Harness –quien vivió largos años en Malmö,
Suecia– nos había enseñado cómo llegaba a Ystad –la ciudad de Wallander– un
mal impreciso, a veces foráneo, a veces hecho de viejos hábitos que el orden
social y el Estado de bienestar no habían podido domesticar; en esta tercera
temporada, que se desarrolla en el inicio del otoño, si hay un “tema”, acaso es Europa. La Europa
soltada de la mano de cierta prosperidad y arrojada al vacío de su antigüedad y
sus bosques solitarios. La naturaleza desangelada de Europa tal como la vemos en Let the right one in. En The Dogs of
Riga, el segundo episodio, la puesta en escena es bastante clara al
respecto: mientras las imágenes de Ystad, o de Suecia (Wallander se fue a vivir
a una casa rural, frente al mar) enseñan un paisaje natural: la vasta y
arrugada superficie marina, el viento hace olas sobre los pastos, donde
florecen unas minúsculas flores rojas; la misma casa de Wallander se yergue
como un resto entre la naturaleza y la historia. Mientras que en Riga, la
capital letona, en el centro de los países balcánicos, todo es historia, una
historia reciente, hecha de una precariedad que contrasta con las viejas casas
del paisaje urbano: los traficantes apostados en los umbrales del siglo XVIII,
los callejones que conducen al pasado comunista y al otro, el de la Europa central.
Sí, ¿qué mal
parece asolar a Suecia, a Ystad, que el inspector Wallander tiene que salir a
enfrentarlo? El mal de un continente que lentamente se desintegra: una joven
prostituta polaca que aparece muerta en la playa, dos mafiosos rusos que flotan
a la deriva en un bote cargado de cocaína, en el mar. El mar se parece, en Wallander, al mar de los japoneses en
los 50: de allí emergen los monstruos. Suecia o, mejor –ya que no conocemos
Suecia sino a través de esto que nos dice Wallander–, ese país del que el
inspector se exilia cada noche con una botella de vino, es también una isla. Nuestro
héroe recibe allí a los náufragos, quienes suelen estar muertos, pero no
importa, Wallander sabe hacerlos hablar.
Por supuesto que
no hay canal de televisión que emita la serie en Argentina, pero está en internet.
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