socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

domingo, 30 de junio de 2024

venganza

Dos días me llevó unir las 2 horas y 28 minutos de Furiosa, que conseguí en TorrentGalaxy vìa @utorrent. No digo que esté mal, al contrario. Sólo agrego algo ajeno, incluso, a su valor fílmico: se construye sobre una expectativa de venganza que coincide con mi expectativa política. Más avanza este cambalache democrático suicida y más se consume mi imaginación en elucubrar un castigo proporcional al daño que producen el Duende, la Zarina y sus colaboradores. Como en Furiosa, no pido futuro, sino venganza.

En la película resultó difícil separar la simpatía por los personajes de aquella que naturalmente se deslizó hacia ciertos objetos, como el Valiant IV que conducen cerca del final. Un mundo que sobrevive a su desintegración por el amor hacia las herramientas. Una instrumentalidad vaciada de humanidad y modos de organización social que sólo remedan en su estructura de poder al de las sociedades que conocimos. Del mismo modo que la política simula hoy en día su relación con el poder.

viernes, 31 de mayo de 2024

no sé

Lo que más me gustó de haber ido a Tercera Oposición es haber dicho tantas veces “no sé”. Mi hija y sus amigos me invitaron a un programa de streaming que sigo desde su nacimiento, en el que he participado a través de comentarios, e el que me sentí interpelado e interpretado, y de pronto estaba allí, en un estudio clavado en el segundo piso de un edificio semiabandonado en la zona central de la ciudad, conversando con una generación a la que le llevo más de la mitad de mi vida pero, sobre todo, a una generación que me interesa y me fascina más que la mía. Dos cosas me aterrorizaban: que creyeran que tenía algo que decirles y que creyeran que mi compromiso emocional no era total y absoluto.


Cosas citadas en la conversación: el artículo de Manuel López Berardi.

El artículo de Franco Moretti “Dialéctica del miedo”.

domingo, 26 de mayo de 2024

hugo

Debe haber sido el año 2018, acaso fines de ese año, cuando la temperatura no era del todo inhóspita. Un domingo al mediodía mi hija, que había ingresado a trabajar como extraccionista de sangre al Hospital Provincial de Rosario en los últimos días de 2016, contó en el almuerzo familiar que reunía a sus padres, sus tías y sus abuelos que Hugo, su compañero de trabajo, había sufrido un nuevo ataque al corazón y que posiblemente no volvería a verlo. Terminó llorando aquél relato en ese almuerzo imperturbable en el que toda señal de dolor es expulsada de ese rito que celebra algún tipo de ideal familiar.

Al día siguiente fui a ese hospital cuyos pasillos transité lleno de hipocondría los primeros años que estuve en Rosario para ver a mi hija y visitar a Hugo, que estaba internado en el primer piso junto con otros pacientes menos ilustres y tan proletarios como Hugo, que me recibió encantado y efusivo en una cama que debió haber transitado en sus rondas de extracción de sangre.

Yacía en esa cama de hierro pintado y tenía mi edad, y me dijo que era afortunado por haber criado a esa hija que vivía conmigo. Se recuperaba. Tenía muchas enfermedades, y de cada una se recuperaba a duras penas cada día.

En esa visita sentí que acompañaba a mi hija y, a la vez, que saludaba a un contemporáneo en ese camino de la enfermedad y la incertidumbre.

Este sábado patrio en el que volvió a reunirse la familia, mi hija trajo la novedad de la muerte de Hugo. Murió solo, en su casa, lo halló un vecino, como había temido que sucediera. El viernes, en el reloj del fichero del hospital –contó mi hija– se encontraron con un cartel impreso que decía: “Hoy falleció el compañero Hugo Cuello”.

Hugo no iba al trabajo hacía largos meses, su salud se había deteriorado al punto de no poder disfrutar de nada de lo que había enseñado en sus largos años de extraccionista en el hospital, donde montó choripaneadas y jolgorios en sectores debidamente aislados de ese lugar centenario. 

Querido Hugo, ignoro el rostro con el que te conocerá el Señor llegado a ese momento liminar entre el Cielo y el Infierno, pero haber conocido tu rostro me hace contemporáneo de tu breve vida y tu encanto, de las cosas que compartimos sin saberlo. Creo que tu muerte me acerca un cáliz del que bebo ausente porque no hay otra forma de beberlo. Requiescat in pace y que tu paz nos acerque un nuevo encuentro. 

Fotografía tomada en el laboratorio del Hospital Provincial a fines de abril de 2019.
 

 

sábado, 6 de abril de 2024

el orden criminal del mundo

Netflix estrenó este jueves Ripley, una miniserie de ocho episodios basada en las cinco novelas que Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, EEUU, 1921-Locarno, Suiza, 1995) dedicó a ese personaje entre 1955 y 1991. Pero antes de esta serie que es, por fin, una relectura de esas obras magistrales e inclasificables, estuvieron las obras de Highsmith, que incluso tuvieron a Tom Ripley en otras versiones.

En veintidós novelas y una larga colección de cuentos, los textos de Patricia Highsmith no parecen descubrir otra cosa que una cotidianeidad imperturbable y harto conocida, donde abundan las referencias a los precios de las cosas que ofrece la vidriera de un anticuario o las marcas de whisky, cigarrillos y pantalones de jean que usan sus personajes, quienes a la vez  suelen sorprenderse de lo fácil que resulta matar, cosa que por los general acometen con la ayuda de un objeto doméstico como un cenicero, un jarrón o un cuchillo de cocina. Su estilo es fluido, tan fluido como los hábitos de una casa, sin sobresaltos filosóficos; una fluidez capaz de sobreponerse al engaño, al crimen y a la muerte, porque cierta clase de domesticidad es, para Highsmith, eso: un pacto con el transcurso de las cosas, un pacto que se ha llevado el alma de las cosas. Highsmith trazó un retrato del Mal con los colores de su esencia: nada del otro mundo. El Mal es para Highsmith la fluidez de la vida burguesa que declara con sus precios, sus marcas y sus objetos capaces de dar muerte que no hay otra cosa.

Estas líneas versan menos sobre la serie –producida originalmente para Showtime, que no es Netflix–, realizada en un blanco y negro que despliega mejor ese claroscuro moral de todos sus personajes, que sobre la obra de Highsmith. La serie es una excusa, un McGuffin, como le gustaba decir a Alfred Hitchcock, quien adaptó la primera novela de Highsmith, Strangers in a train (Pacto siniestro, 1951).

Sin embargo, de la miniserie –escrita y dirigida por Steven Zaillian, responsable de los guiones de The Irishman y de La lista de Schindler, entre otras grandes producciones de Hollywood–  hay que decir que es por lejos una de las mejores adaptaciones que pueden verse de estas novelas. Cerca del final del segundo episodio (“Siete obras de misericordia”, se titula, porque el impostor que es Ripley contempla a obras de Caravaggio bajo la guía de Dickie Greenleaf, que está más deslumbrado por los bajofondos de la vida del artista que de esa “misericordia” que representa su obra), Ripley aprovecha que su anfitrión salió y se queda a salas en la gran casona que habita sobre un peñasco en la costa amalfitana para probarse su ropa e imitar sus gestos refinados. En esa impostura está cuando es sorprendido a sus espaldas por Greenleaf, quien volvió antes de lo esperado. Ese hombre vestido con ropa ajena exhibe una desnudez que no necesariamente desnuda su cuerpo, sino algo más obsceno, la oscura naturaleza de sus ambiciones.

Pacto

Highsmith, quien tomó su apellido de su padrastro, el que la llevó a Nueva York a finales de los años 20, aborrece como escritora el pacto de clase sobre el que se sostiene el orden y la moral burguesa. La mayoría de los personajes que en su obra se dedican al arte, como Dickie Greenleaf (uno de los protagonistas y primera víctima de la saga de Ripley. Incluso su nombre es una declaración: “green leaf”, hoja verde, inmadura), lo hacen como una afición, un hobby que permite a sus adinerados practicantes enmascarar su condición de turistas ociosos por el mundo. Más allá de los reparos sobre el autor, Ernst Jünger lo escribía en éstos términos en El Trabajador: “El concepto de la libertad burguesa [es] un concepto destinado a transformar todos los vínculos en relaciones contractuales a plazo”.

Podríamos ingresar a la visión del mundo de Highsmith si modificamos la cita de Lèon Bloy con que Graham Greene –quien la había llamado “la poeta de la aprehensión”– abre El fin de la aventura: “El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”, en estos términos: “el burgués tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el crimen”. Mi amigo Juan Pablo Dabove lo escribió incluso mejor: “Cuando el crimen es tenido en cuenta, éste no ocurre en el mundo, sino que es el mundo”.

La falsificación 

Hubo un autor alemán que ya citamos, cuya obra posterior a la Segunda Guerra fue un largo proceso de desnazificación espiritual cuyos resultados aún sopesamos, quien esbozó el concepto de “cristalización demoníaca”: se refería a procesos que afectaban la cotidianidad y tenían como resultado una extrañeza horrible y a la larga aceptable. Ésa “cristalización demoníaca” es lo que la obra de Highsmith traduce como “la falsificación”. Los personajes de Highsmith suelen practicar algún tipo de falsificación, lo sepan o no. Edith, en El diario de Edith, falsifica su vida en un diario que relata sus pequeñas aspiraciones de clase media cuya vida real desdeña; el esposo infiel de El cuchillo, como el escritor en desgracia de Crímenes imaginarios, como el novio celoso de El grito de la lechuza, falsifica un crimen que los engranajes habituales de una investigación policial hacen real. Pero hay una diferencia capital entre los personajes de la obra de Highsmith: están los que pretenden que en ese juego de fantasías fraguadas pueden recuperar algo de sus anhelos deshechos por la vida y los que en ese mismo juego se deshacen de esos mismos anhelos y con ellos de la moral que los ha forjado, es decir, los que saben lo que hacen y quedan más allá de los preceptos morales, más allá del mundo; este es el caso de Vic Van Allen, el marido traicionado que se gana cierto respeto con la fábula del asesinato de un amante de su esposa en Mar de fondo, o el del falsificador que apadrina al protagonista de La celda de cristal en la cárcel, o del mismo Bruno, que falsifica las coartadas de un crimen que pacta con el arquitecto de Extraños en un tren; y, principalmente, Tom Ripley: en las novelas que lo tienen como héroe los falsificadores gobiernan el mundo. Salvo excepciones, hay un rasgo común entre estos personajes: todos están bastante chiflados y su mejor disfraz lo ofrecen las costumbres sociales de sus pares de clase. A Highsmith parece interesarle algo esencial en esa falsificación. Forgery es el término en inglés, cuya etimología busca Tom Ripley en un capítulo de La máscara de RipleyRipley Under Ground–, en uno de los pocos alardes de autoconciencia identificables en la literatura de Highsmith: “Falsificar, del francés antiguo forge, forja. Faber artífice, trabajador. Forge en francés decíase solamente del taller donde se trabajaba el metal”. La falsificación forja la realidad en los textos de Patricia Highsmith. El derrumbe que esta revelación acarrea es el motivo de la mayoría de sus tramas. 

“Se produce un gran vacío si uno quiere escribir una historia fiel”, escribe en su diario el protagonista de El cuchillo. Entrampados en su propia red de falsificaciones, los protagonistas de Highsmith casi nunca cuentan la historia fielmente. Acaso eso que ocultan es lo único que los mantiene atados a esa otra vida, la que el protagonista de El grito de la lechuza se acerca a espiar por la ventana de la cocina de su amante.

El ángel exterminador 

Calificada a menudo, y con torpeza, como un divertimentti, la serie del personaje Tom Ripley (que se inicia con A pleno solThe Talented Mr. Ripley– y culmina con Tras los pasos de RipleyThe Boy Who Followed Ripley– a través de cinco libros) es un carnaval a la medida de Highsmith: ficciones que esconden la verdad en un bosque de verdades. Cierto roce con el género policial le dio a Patricia Highsmith la coartada perfecta para esbozar una imagen del mundo tan cierta que difícilmente puede ser creída.

Las novelas de Ripley son una clave porque allí, como en pocos lugares en la obra, encontramos una copia en positivo de los valores que la sustentan. “El artista hace las cosas de modo natural, sin esfuerzo. Alguna fuerza sobrenatural guía su mano. El falsificador tiene que forcejear, y si tiene éxito, su logro es auténtico”, Ripley reflexiona en esos términos mientras avanza hacia el asesinato del hombre que tiene enfrente, Murchison, un industrial norteamericano que ha ido a la casa de Ripley en Francia a discutir sobre la autenticidad de unos cuadros en los que invirtió y llevan la firma de un tal Derwatt. Pero Derwatt murió hace años, cosa que sus representantes mantuvieron en secreto, aunque continuaron explotando la firma haciéndole realizar las pinturas a Tufts, quien a su vez desarrolló su propio estilo y, en palabras de Ripley, “un auténtico Derwatt es un auténtico Tufts”. En otras palabras, Derwatt no es sino la máscara bajo la cual ejecuta su obra Tufts; máscara que el mismo Ripley –aliado en la estafa con los representantes– asume cuando se disfraza de Derwatt para comparecer ante Murchison que acusa de falsificación a la galería que le vendió los cuadros.

En A pleno sol (1960) –título con el que se difundió la primera novela de la serie tras el lacónico film de René Clement– Ripley marcha hacia Italia para rescatar de su bohemia a Dickie Greenleaf, para quien su padre tiene planes en la empresa familiar, en Norteamérica. En un poblado sobre el Mediterráneo Greenleaf vive de los dólares que llegan del otro lado del Atlántico y se dedica a las artes plásticas entre largos baños de sol y placenteras salidas al mar. Ripley se fascina con esa vida disipada, con esa inescrupulosa falta de ataduras con el mundo real, el de las miserias pequeñas, el de los estafadores a los que Ripley dejó atrás en Nueva York, el de los buscavidas y los tramposos que deambulan por las grietas que se abren en la sólida mole de la ley. Ripley mata a Greenleaf, usurpa su identidad, su dinero, recorre Europa, invierte el camino que había delineado el hijo del millonario: en la bohemia mediterránea, Greenleaf ocultaba un turista americano. Con las mismas armas, Ripley inicia un tour criminal.

Ripley es un ángel exterminador, un demonio –y los primeros episodios de la serie de Netflix se encargan de señalar esa condición de ángel caído–. Es un impostor y nada que acometa la impostura se sostiene ante sus ojos. Sólo para sus ojos la moral y la justicia no son sino imposturas y ésto sostiene sus crímenes. Como en toda la obra de Patricia Highsmith, el crimen es la única fuga y es, por esto mismo, el único camino hacia la trascendencia. Al observar la figura demoníaca de Ripley vemos, invertida, la imagen del Santo, el asceta, el único capaz de asumir sin escrúpulos el vacío que representa la falsificación de la vida. Habitar ese vacío, llenarlo de marcas, de precios y de hábitos que pertenecen a la ausencia total del espíritu. No hay allí empatía, ni comunidad, ni siquiera un sentido de la belleza que no pueda traducirse en valor de mercado.

Ripley –el personaje–, así como Ripley, la serie de Netflix es, oportunamente en estos tiempos, la representación de una era cuyo vacío de deseo despliega su nada en los grises de un blanco y negro tiznado de ascensos y caídas que no nos enseñan el derrumbe de una civilización, sino su languidez fundamental.

miércoles, 3 de abril de 2024

domingo de resurrección

Como hijo de una familia atea y de izquierda, mi experiencia con la religiosidad comenzó en Argentina, poco después de mis 11, cuando mi madre me hizo notar la procesión de un Domingo de Ramos en San Nicolás, circa 1975: en la calle éramos uno llevando esas ramas de algo que se parecía a un trozo de olivo en una marcha por el empedrado de calle Mitre. Hasta que llegaba el momento de ingresar a la capilla, donde esa unidad adquiría, con las palabras del párroco allá en la cabecera, las características del rebaño, una idea por completo ajena al ideal izquierdista al que me sentía unido por las ideas, la soledad y la derrota de mis padres.

La religiosidad católica, oficial, era tan potente en esos años, que incluso el niño que era podía absorber en ella el elixir de esa sociedad que estaba conociendo, a la que me sumaba como rebaño. Me llevó unos 20 años, desde ese Domingo de Ramos que rememoro, bautizarme en la fe católica en esa misma ciudad, cuando era docente en una de sus iglesias más emblemáticas.

Este domingo de resurrección asistí a misa en la iglesia San Francisco Solano. Quería agradecer por cosas que me han sido dadas, quería pedir por cosas que me exceden y son parte de mi universo más querido, y quería estar allí, celebrando la Resurreccíón de Nuestro Señor. La iglesia, a la que concurrí en otros días de Pascua en los que tuve que permanecer parado, estaba semivacía. Una lluvia discreta, de gotas medianas, me acompañó en el camino hasta el templo. La lluvia arreció durante la misa y, al salir, observé ese torrente bautismal en el suelo mojado, en el aroma que desprendía la atmósfera violentada por el agua. Jesús había vuelto de la muerte mientras el rito trascurría con la bendición del aguacero.

El cura le hablaba a un micrófono débil, que apenas transmitía sus palabras a los pocos y pobres fieles reunidos en la nave. Me acerqué incluso al altar donde ofrendaba misa para escucharlo, pero el volumen era esperpéntico. El hombre hablaba a sabiendas de lo que decía importaba poco. Dio un sermón delicado, en el que recordó el legado de su madre y su padre durante las celebraciones pascuales y el hábito cotidiano de la bendición de cada comida. No está mal, pensé, es ésa nuestra comunión diaria: celebramos la unidad, el poder alimentarnos, el ser uno en la dura división mundana. Pero apenas si entendía qué decía.

Tenía enrollado en mi mano la doble hojita de ruta de la misa. La lectura evangélica, un par de cantos. Allá adelante. un hombre en remera con una guitarra colgada, cantaba y ponía música a los momentos más emocionantes de la celebración. Su canto era hermoso y la ejecución musical era pobre, efectiva, aunque débil, como todo lo que se convertía en sonido en esa iglesia.

En mi rezo, durante la comunión, pedí –además de las cosas por las que fui a agradecer y pedir– por ese hombre de la guitarra. por ese audio débil y desoído que volvía el ritual un acto mecánico y sin voz, por esa potencia capaz no ya de llenar la iglesia, sino de llenar las almas de los presentes de una voz capaz de hacer de ese mecanismo del rito una experiencia única y trascendente, no el mero cumplido del fin de Semana Santa.

Al final, al salir de la iglesia, sólo pude darle unos cigarrillos a un lumpen que esperaba en la puerta y al que traté de explicarle que la única forma de donarle algo de dinero hubiese sido vía transferencia de MercadoPago. La experiencia de asistir a una misa inaudible que, aún así, es capaz de sostener su rito entre los escasos sectores de los más desfavorecidos y los más devotos, se cumplía con la bendición de la lluvia y la serenidad de un domingo previo a un feriado.

Acaso en ése breve orden que la misericordia ejerce humildemente sobre el predominio de la ley, que Jesús vino a enseñarnos, se cumple el objeto de nuestro agradecimiento y nuestra plegaria.

lunes, 18 de marzo de 2024

en la zona de confort hay ruido a muerte

Este artículo fue publicado en el diario británico The Guardian el jueves 14 de marzo pasado bajo el título: “The Zone of Interest is about the danger of ignoring atrocities – including in Gaza” (“‘La zona de interés’ trata sobre el peligro de ignorar las atrocidades, Gaza incluida”). Naomi Klein, quien la firma, es a esta altura una de las autoras más deslumbrantes de la contemporaneidad. Su obra incluye desde la siempre vigente La doctrina del shock (2007) hasta la reciente Doppelganger: A Trip into the Mirror World (2023). Estuvo a principios de los 2000 en Argentina, donde escribió el guión del documental La toma (2004), que narra la toma de una fábrica por sus trabajadores tras el Cacerolazo y el estallido de diciembre de 2001. Traducción de P.M.

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por Naomi Klein

Ya es una tradición de los Oscar: alguien lanza un discurso político serio que perfora la burbuja del glamour y la autocomplacencia. A lo que sobrevienen respuestas enfrentadas. Algunos censuran el discurso como el ejemplo de artistas en la cima de un cambio cultural; otros, como la usurpación egoísta de una noche que sería de celebración. Y así todos siguen adelante.

Sin embargo, sospecho que el impacto del discurso Jonathan Glazer que detuvo el tiempo en los Premios de la Academia del domingo 10 de marzo pasado será significativamente más duradero, y su significado e importancia se analizarán durante los años por venir.

Glazer aceptaba el premio a la mejor película internacional por La zona de interés, inspirada en la vida real de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración de Auschwitz. La película sigue la idílica vida doméstica de Höss con su esposa e hijos, que se desarrolla en una casa señorial y un jardín inmediatamente adyacente al campo de concentración. Glazer ha descrito a sus personajes no como monstruos sino como “horrores arribistas, burgueses y aspiracionales”, personas que logran convertir el mal profundo en ruido blanco.

Antes de la ceremonia del domingo, la relevancia de La zona ya había sido anunciada por varias deidades del mundo del cine. Alfonso Cuarón, el director ganador del Oscar por Roma, la llamó “probablemente la película más importante de este siglo”. Steven Spielberg la declaró “la mejor película sobre el Holocausto que he presenciado desde la mía”, en referencia a La lista de Schindler, que arrasó en los Oscar hace 30 años.

Pero si bien el triunfo de la Lista de Schindler representó un momento de profunda validación y unidad para la comunidad judía mayoritaria, La zona llega en una coyuntura muy diferente. Hay debates acalorados sobre cómo se deben recordar las atrocidades nazis: ¿debería verse el Holocausto exclusivamente como una catástrofe judía, o algo más universal, con mayor reconocimiento para todos los grupos que fueron objetivo del exterminio? ¿Fue el Holocausto una ruptura única en la historia europea, o una vuelta a casa de los genocidios coloniales anteriores, junto con un regreso de las técnicas, lógicas y fraudulentas teorías raciales que desarrollaron y desplegaron? ¿“Nunca más” significa nunca más para cualquiera, o nunca más para los judíos, una promesa por la que se imagina a Israel como una especie de garantía intocable?

Estas batallas por el universalismo, por la apropiación del trauma, el excepcionalismo y la comparación son el corazón del señero caso de genocidio que presentó Sudáfrica contra Israel ante la corte internacional de justicia, que también agrieta a las comunidades, congregaciones y familias judías de todo el mundo. En un minuto de acción concentrada, y en nuestro momento de autocensura bochornosa, Glazer adoptó sin miedo posiciones claras sobre cada una de estas controversias.

“Todas nuestras decisiones fueron tomadas para reflexionar y confrontarnos en el presente, no para decir: 'Mira lo que hicieron entonces'; más bien, 'Mira lo que hacemos ahora'”, dijo Glazer, despachando rápidamente la noción de que comparar los horrores actuales con los crímenes nazis es inherentemente minimizar o relativizar, y no dejando dudas de que su intención explícita era trazar continuidades entre el monstruoso pasado y nuestro presente monstruoso.

Y fue más allá: “Estamos aquí como hombres que refutan su judaísmo y el Holocausto [en tanto ha sido] secuestrado por una ocupación que ha llevado al conflicto a tantas personas inocentes, ya sean las víctimas del 7 de octubre en Israel o del ataque en curso contra Gaza”. Para Glazer, Israel no tiene ningún salvoconducto, ni es ético utilizar el trauma intergeneracional judío del Holocausto como justificación o cobertura de las atrocidades cometidas por el Estado israelí en la actualidad.

Por supuesto que otros ya señalaron antes estos puntos, y muchos pagaron un alto precio, especialmente si eran palestinos, árabes o musulmanes. Curiosamente, Glazer lanzó sus bombas retóricas protegido por el equivalente identitario de una armadura, de pie ante la brillante multitud como un judío blanco y exitoso –flanqueado por otros dos judíos blancos exitosos– que acababan de hacer juntos una película sobre el Holocausto. Pero incluso esa falange de privilegios no lo salvó de la avalancha de difamaciones y distorsiones que tergiversaron sus palabras para afirmar erróneamente que había repudiado su judaísmo, lo que sólo sirvió para subrayar el punto de vista de Glazer sobre aquellos que convierten el victimismo en un arma.

Igualmente significativo fue lo que podríamos considerar el metacontexto del discurso: lo que lo precedió y lo que siguió inmediatamente. Quienes sólo hayan visto clips online se perdieron ese costado de la experiencia, y es una pena. Porque tan pronto como Glazer concluyó su discurso –dedicando el premio a Aleksandra Bystroń-Kołodziejczyk, una mujer polaca que alimentó en secreto a los prisioneros de Auschwitz y luchó contra los nazis como miembro del ejército clandestino polaco–, salieron los actores Ryan Gosling y Emily Blunt. Sin siquiera una pausa comercial que nos permitiera recuperarnos emocionalmente, fuimos arrojados de inmediato en un recorte de "Barbenheimer", con Gosling diciéndole a Blunt que la película sobre la invención de un arma de destrucción masiva que ella protagonizó había cubierto con las solapas del abrigo rosa de Barbie un éxito de taquilla, y Blunt acusando a Gosling de pintarse los abdominales.

Al principio, temí que esta yuxtaposición imposible socavara la intervención de Glazer: ¿cómo podrían coexistir las tristes y desgarradoras realidades que acababa de invocar con ese tipo de energía de fiesta de graduación de secundaria californiana? Entonces me llegó el sopapo: al igual que los furiosos defensores del “derecho a defenderse” de Israel, el brillante artificio que envolvía el discurso también estaba ayudando a exponer su punto.

“El genocidio se vuelve el ambiente de sus vidas”: así es como Glazer describió la atmósfera que intentó capturar en su película, en la que sus personajes atienden sus dramas cotidianos –niños sin dormir, una madre difícil de complacer, infidelidades ocasionales– en la sombra de las chimeneas que arrojan los restos humanos. No es que estas personas no sepan que una máquina asesina a escala industrial zumba justo detrás del muro de su jardín. Simplemente han aprendido a llevar vidas satisfechas con el genocidio en el ambiente.


Glazer y el elenco de “La zona de interés” en Cannes, en mayo de 2023.

Ésto es lo que parece más contemporáneo, la mayor parte de este terrible momento, en la asombrosa película de Glazer. Más de cinco meses después de la matanza diaria en Gaza, con Israel ignorando descaradamente las órdenes de la corte internacional de justicia, mientras los gobiernos occidentales regañan gentilmente a Israel y le envían más armas, el genocidio está volviendo a ser parte del ambiente una vez más, al menos para aquellos de nosotros que tenemos la suerte de vivir en los lados seguros de los muchos muros que dividen nuestro mundo. Corremos el riesgo de que continúe y se convierta en la banda sonora de la vida moderna. Ni siquiera en el evento principal.

Glazer destacó más de una vez que el tema de su película no es el Holocausto, con sus conocidos horrores y particularidades históricas, sino algo más duradero y omnipresente: la capacidad humana de vivir con holocaustos y otras atrocidades, de hacer las paces con ellos, de beneficiarse de a ellos.

Cuando la película se estrenó en mayo pasado, antes del ataque de Hamás del 7 de octubre y antes del interminable asalto de Israel a Gaza, se trataba de un experimento mental que podía contemplarse con cierto grado de distancia intelectual. Los miembros del público del festival de cine de Cannes que dieron a La zona de interés una entusiasta ovación de pie de seis minutos probablemente se sintieron seguros al juguetear con el desafío de Glazer. Quizás algunos contemplaron el azul del Mediterráneo y consideraron cómo ellos mismos se habían sentido cómodos, e incluso desinteresados, con las noticias de barcos llenos de gente desesperada a la que dejaban que se ahogara cerca de la costa. O tal vez pensaron en los jets privados que habían tomado para ir a Francia y en la forma en que las emisiones de los vuelos están vinculadas con la desaparición de fuentes de alimentos para personas empobrecidas en sitios lejanos, o con la extinción de especies, o con la posible desaparición de naciones enteras.

Glazer quería que su película provocara este tipo de pensamientos incómodos. Dijo lo que vio: “El mundo cada vez más oscuro a nuestro alrededor y tuve la sensación de que tenía que hacer algo con respecto a nuestras similitudes con los perpetradores antes que con las víctimas”. Quería recordarnos que la aniquilación nunca está tan lejos como podríamos pensar.

Pero cuando La zone llegó a los cines en diciembre, el sutil desafío de Glazer para que el público contemplara su Höss interior estaba mucho más pegado al hueso. La mayoría de los artistas intentan desesperadamente aprovechar el espíritu de la época, pero La zone, cuyo estreno en cines ha sido silenciado dada la respuesta inicial, bien puede haber sufrido algo raro en la historia del cine: un exceso de relevancia, una oferta excesiva de minuciosidad.

Una de las escenas más memorables de la película ocurre cuando llega a la casa de los Höss un paquete lleno de ropa y lencería robadas a los prisioneros del campo. La esposa del comandante, Hedwig (interpretada de un modo más que convincente por Sandra Hüller), indica a todos, incluidos los sirvientes, que pueden elegir algo. Se guarda un abrigo de piel e incluso se prueba el lápiz labial que encuentra en un bolsillo.

Es la intimidad con los enseres de los muertos lo que resulta tan escalofriante. Y no imagino cómo alguien puede ver esa escena y no pensar en los soldados israelíes que se filmaron rebuscando en la lencería de los palestinos cuyas casas ocupan en Gaza, o alardeando de robar zapatos y joyas para sus prometidos y novias, o tomándose selfies grupales con los escombros de Gaza como telón de fondo. (Una de esas fotos se volvió viral después de que el escritor Benjamin Kunkel agregara la leyenda “La zona de Pinterest”.)

Hay tantos ecos de este tipo que, hoy, la obra maestra de Glazer parece más un documental que una metáfora. Es casi como si, al filmar La zona al estilo de un reality show, con cámaras ocultas por toda la casa y el jardín (Glazer se ha referido a esto como “El Gran Hermano en la Casa Nazi”), la película anticipara el primer genocidio transmitido en vivo, la versión filmada por sus perpetradores.

La zona ofrece un retrato extremo de una familia cuya vida plácida y bonita fluye directamente de la maquinaria que devora la vida humana al lado. Este no es, en absoluto, un retrato de personas que lo niegan: saben lo que está sucediendo al otro lado del muro, e incluso los niños juegan con dientes humanos recogidos de la basura. El campo de concentración y la casa familiar no son entidades separadas; están unidas. El muro del jardín de la familia, que crea un espacio cerrado para que jueguen los niños y da sombra a la piscina, es el mismo muro que, del otro lado, encierra el campo.

Todos los que conozco que han visto la película sólo pueden pensar en Gaza. Decir esto no es pretender una ecuación uno a uno o una comparación con Auschwitz. No hay dos genocidios idénticos: Gaza no es una fábrica diseñada deliberadamente para asesinatos en masa, ni estamos cerca de la estadística de muertos de los nazis. Pero la única razón por la que se erigió el edificio del derecho internacional humanitario de posguerra fue para que tuviéramos las herramientas para identificar colectivamente patrones antes de que la historia se repita a gran escala. Y algunos de los patrones –el muro, el gueto, las matanzas en masa, el intento de eliminación declarado repetidamente, la hambruna masiva, el saqueo, la alegre deshumanización y la humillación deliberada– se están repitiendo.

Y se repiten también las formas en que el genocidio se vuelve un ambiente, la forma en que aquellos de nosotros que estamos un poco más lejos de las paredes podemos bloquear las imágenes, desconectarnos de los gritos y simplemente... seguir adelante. Es por eso que la Academia destacó el punto de vista de Glazer cuando hizo ese corte abrupto a Barbenheimer –en sí una trivialización de la matanza en masa– sin perder el ritmo. La atrocidad vuelve a ser un ambiente. (Se podría ver todo el espectáculo de los Oscar como una especie de extensión en vivo de La zona de interés, una especie de Negacionismo sobre hielo.)

¿Qué hacemos para interrumpir ese ímpetu de trivialización y normalización? Ésa es la pregunta con la que muchos de nosotros estamos luchando en este momento. Me preguntan mis alumnos. Les pregunto a mis amigos y camaradas. Muchos descargan sus respuestas con reclamos implacables, desobediencia civil, votos “no comprometidos”, interrupciones de eventos, caravanas de ayuda a Gaza, recaudación de fondos para refugiados y obras de arte radical. Pero no es suficiente.

Y a medida que el genocidio va fundiéndose con el trasfondo de nuestra cultura, algunas personas se desesperan demasiado por cualquiera de estos esfuerzos. Al ver los Oscar el domingo, donde Glazer estaba solo entre el desfile de oradores ricos y poderosos que subieron al podio sin siquiera mencionar a Gaza, recordé que habían pasado exactamente dos semanas desde que Aaron Bushnell, un miembro de la Fuerza Aérea estadounidense de 25 años, se autoinmoló frente a la embajada de Israel en Washington.

No quiero que nadie más despliegue esa horrible táctica de protesta; ya hubo demasiadas muertes. Pero deberíamos dedicar un tiempo a reflexionar sobre la declaración que dejó Bushnell, palabras que he llegado a considerar como una coda inquietante y contemporánea de la película de Glazer:

“A muchos de nosotros nos gusta preguntarnos: ‘¿Qué haría si fuera contemporáneo de la esclavitud? ¿O de las leyes raciales del sur de Estados Unidos? ¿O del apartheid? ¿Qué haría yo si mi país estuviera cometiendo genocidio? La respuesta es: somos contemporáneos. Ahora mismo’.”

 

martes, 5 de marzo de 2024

la palabra política

Publiqué este texto a fines de enero de 2016 en La Capital bajo el título “El lenguaje de la precariedad política” (descubro recién que en el archivo no lleva mi firma). Lo escribí a pedido de Hernán Lascano, que entonces dirigía el suplemento cultural. Reúne las opiniones de Alejandro Horowicz, María Esperanza Casullo, Juan Bautista Ritvo y Pablo Hupert sobre el entonces flamante gobierno de Macri y la política que inauguraba. Había propuesto la siguiente bajada:

Macri se presenta como un demócrata moderno y saltea el Congreso. Sus antecesores critican su demora en dar indicadores públicos pero desmontaron el Indec. ¿Cuál es el valor de la palabra en política? ¿Pueden fundarse rutinas políticas nuevas con cambios de tono o de habla? ¿La acción política desnuda como simulacro lo que se prometió con palabras? ¿Es inevitable no decir lo que se va a hacer? Pensadores de campos diversos opinan

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Según una extendida simplificación del análisis del voto en las últimas elecciones, se eligió un cambio de formas, es decir, un cambio de “lenguaje”. A un mes y chirolas del nuevo gobierno, es claro que con el cambio de lenguaje vino un cambio político, mucho más agudo incluso de lo que se quería cambiar. Parafraseando una hermosa línea de diálogo de Los expedientes secretos X (que vuelven pasado mañana a la conspirativa pantalla de la televisión argentina): “No voy a preguntar si dijiste que cambiarías lo que creo que escuché porque creo que escuché lo que dijiste que cambiarías”.

En su Ciencia Nueva (1730), Giambattista Vico –uno de los primeros en observar que los cambios políticos devienen cambios culturales– anota que del término griego polis (ciudad: de ahí política) proviene también polemos, guerra (en español conservamos “polémica”). La política es entonces una tensión entre lo que se pronuncia en la polis y lo que se calla o, mejor, lo que ese mismo pronunciamiento no puede decir. Lo pronunciable y lo impronunciable son los límites no sólo del lenguaje político, sino de la política misma. Porque la política, la organización y el gobierno de la “ciudad” es una puesta en escena, una representación montada sobre ese gran y terrible fuera de campo que es la política en la que no funcionan las palabras, es decir, la guerra.

Con mayor precisión y acierto nos lo dice el historiador Pablo Hupert, autor, entre otros, de El estado posnacional, donde lleva al terreno histórico las últimas tramas políticas en torno al estado argentino durante la década pasada: “En el lenguaje político aparece esa batalla entre lo pronunciado y pronunciable, por un lado y, por otro, lo no pronunciado y lo impronunciable. Por un lado está lo impronunciable en el sentido de caracterización de lo social. Hay precariedad en todos lados: laboral, pero también de las relaciones de pareja, o en la relación entre votantes y candidatos. Esta precariedad no se quiere asumir y se sigue pidiendo más previsión, mejor gestión, más trabajo en blanco, cosas así. Y no se ve que en el actual capitalismo, el trabajo que puede haber, el que se expande, es el precario. El kirchnerismo lo reconoció de hecho y no lo pudo decir (porque su lenguaje no se lo permitió). Lo reconoció al poner la AUH, y no lo pudo impedir porque nunca pudo bajar el 34% de trabajo precario que hay y hubo a lo largo del tiempo. Después, el kirchnerismo asumió la precariedad que tenía la gobernabilidad en este país. Y por eso siempre intentó tener la iniciativa y siempre zigzaguear”.

Hupert no entiende eso como una incoherencia, sino como una perfecta coherencia en mantener la gobernabilidad. “En un mundo que cambia todo el tiempo, la forma de mantener la gobernabilidad es moverse mucho. Esa es una de las cosas no dichas, que tiene cierto grado de pronunciabilidad. Hay otra cosa impronunciable cuando uno caracteriza lo social, que es que el llamado ‘poder real’, el poder económico, está en lo financiero. No estaba, para mí, en la gente que salió del campo a cortar rutas, esos lockout patronales. El verdadero poder real estaba en los pools de siembra, en las cerealeras exportadoras.”

El conflicto “entre lo pronunciable e impronunciable” fue señalado por Walter Benjamin en su ya clásico tratado sobre la violencia. Al reflexionar en estos términos el ensayista Alejandro Horowicz (autor, entre varias obras clave de la historia y la política argentina, de Los cuatro peronismos) señala: “En el enunciado macrista hay una generalidad que presupone: la política o es un malentendido de dos personas que no se ponen de acuerdo, porque sencillamente no se escuchan, o es una terquedad del tamaño de un ego. Entonces: es un choque de egos o es un malentendido. Este abordaje del tema deja afuera el conflicto social, que en este razonamiento no existe. Así uno de los polos del conflicto se toma como el único válido. Y en la lectura del CEO está claro que el polo del conflicto se elabora desde la lógica empresaria y el otro ni siquiera puede ser considerado porque no forma parte del problema. El otro queda discursivamente excluido. La existencia de clases sociales no es un debate para las ciencias sociales. Esas clases sociales tienen un conflicto que es el escenario mismo de la política. La política es el modo en el que las palabras intentan establecer la posibilidad de un cierto tipo de acuerdo en este conflicto, pero para eso hay que considerar los dos términos de ese conflicto. Si uno se sitúa, sencillamente, desde la eficiencia empresaria, el otro término no existe. El otro término es simplemente un costo.”

“Creo –observa la politóloga María Esperanza Casullo– que la palabra en política es central, porque el juicio político es performativo: tiene la capacidad de alterar la realidad por sí mismo”.

Las palabras y las cosas

Para Horowicz, el kirchnerismo restableció la significación de la política, las relaciones entre los delitos y las penas, entre las palabras y las cosas. “La política es también, aunque no solamente, un sistema lingüístico que se organiza en base a las diferencias. Si las diferencias no se respetan, si la lógica que articula esas diferencias no está establecida, pues bien, la política no tiene capacidad significante y por tanto carece de eficacia, se vuelve palabras vacías, relatos vacíos, vacío. Es evidente que en el pasado reciente las palabras no decían nada. Las famosas erratas y furcios de Menem eran proverbiales. Todos podían reírse, incluido el propio Menem, porque sabían que no tenía ninguna importancia”.

Y el mismo Horowicz nos aclara: “Conviene entender que la palabra pública ha sido degradada. Es cierto que el kirchnerismo restablece la relación entre las palabras y las cosas, el problema es que esto estuvo acompañado por la destrucción del Indec, y esto es algo más grave que unas cuentas incorrectas. La Revolución Francesa estableció el metro patrón. Esto es: una cuenta exacta, rigurosa, matemática de cómo una determinada octava parte de un meridiano, el de Greenwich, se transforma en una medida. Y con eso establece que esa unidad de medida es un instrumento histórico y que es un acontecimiento garantizar que esa forma de medición pueda sobrevivir. Cuando se golpea el sistema nacional de estadísticas el valor de la palabra pública se pone en entredicho. Y no es sólo que se admite que esa medición puede o no ser correcta: todas las mediciones quedan en tela de juicio y pone a mediciones tendenciosas en pie de igualdad”.

El poderoso efecto de esto es para Horowicz un golpe contra el sentido de la palabra pública, de la fe pública, y de la posibilidad misma del debate. “Porque convengamos en que un debate sólo es posible como un acto de buena fe de dos partes, donde ambas están igual de interesadas en obtener la verdad y creen, subjetivamente, que están en posesión de una cierta verdad y están dispuestas a confrontar públicamente para demostrarlo. La ruptura del metro patrón es la ruptura de la posibilidad de esta interrelación y este intercambio. Por lo tanto, cuando el mundo de las palabras es corrido en estos términos aparece el mundo de la acción directa, y los cuerpos sin palabras, ya sabemos, es la guerra.”

Hupert asume que el kirchnerismo, que se proponía una suerte de retorno a las formas políticas del siglo XX, no alcanzó a integrar al aparato estatal a algunos movimientos colectivos, a los que dejó en posición, según entiende, de consumidores aislados. “Y si los consumidores aislados tienen que estar en una lucha individual por consumir, el kirchnerismo no es un tipo de ‘discurso’ para el consumidor. Porque el kirchnerismo todavía intentaba meter ideas como Nación, Patria o ‘solidaridad intergeneracional’, mientras que Macri no recurrió a ninguna figura tercera, que medie o que regule a los consumidores aislados. La interpelación macrista era muy claramente: ‘Creo en vos'. 'Vos podés estar mejor’. Yo entré al sitio mauriciomacri.com, fue muy interesante: la palabra República no está en todo el sitio. Y Macri habla directamente al votante, casi todo el tiempo. Pero no sólo eso: el fondo de pantalla es la cara de Macri mirando a la cámara. En ese sitio Macri te está mirando a los ojos y se va acercando. Es piel a piel. Entonces, en ese punto, no es lenguaje, es sensación. No es sentido, es sensación. Creo que el votante sintió que con Macri se podía despojar de todo ese fárrago de sentidos colectivos que poco tenían que ver con su vida práctica cotidiana. No digo sus convicciones, digo su práctica cotidiana. Porque en la vida cotidiana estamos solos en el mercado. Lo más que tenemos es un socio, que nos puede cagar.”

Anzuelo

“En el caso de Cambiemos –dice Casullo– es interesante porque hay algo del bait and swith (enganchar con el anzuelo y girar, como decimos nosotros) menemista. Mauricio Macri dijo un montón de cosas en la campaña a sabiendas, creo, de que no iba a cumplirlas: prometió que no habría despidos en la administración pública y que mantendría una gran parte de las políticas del kirchnerismo que ‘medían bien’ en las encuestas. En el debate llegó a decir que no devaluaría”.

En torno a lo que se dice y se calla en el discurso político hay siempre, hasta donde se puede (porque estar inmersos en el lenguaje no deja tantas posibilidades de maniobra, salvo en ciertos efectos comunicacionales), cierto cálculo. María Esperanza Casullo ensaya: “El cálculo, como en el caso del menemismo [la célebre confesión: “Si decía lo que iba a hacer no me votaba nadie”], es que los votantes le perdonarían [a Macri] el abandono de las consignas de continuidad en torno a ciertas políticas populares si podía hacer dos cosas: a) convencer a la población de que la situación con la cual se encontró es una catástrofe montada por el propio kirchnerismo, lo cual obliga a repensar toda la estrategia y b) la situación económica mejora. La operación a) está en curso, la b) hay que ver qué pasa”.

Pero, ¿cómo ha sido la historia de los presidentes recientes en relación con su discurso político? “Los presidentes, creo –dice Casullo–, tienen un margen para ‘cambiar de palabra’ pero no infinitamente y no en cualquier momento. Creo que en Argentina la población sigue más y mejor la política de lo que le damos crédito. Un presidente, sobre todo, no puede anunciar sólo malas noticias. Hablar con sinceridad de lo mal que está o estará la economía es una cosa, pero puede pasar a transmitir impotencia rápidamente”.

Los términos del conflicto

Con el ensayista y psicoanalista rosarino Juan Ritvo, polemista memorable en temas políticos, conversamos a partir de una observación de Roberto Espósito según la cual “el lenguaje es objeto mismo de la política”. “El cambio de lenguaje era ya esperable: son los ciclos de la política argentina que van de la lucha de las fuerzas de la patria contra la ‘anti-patria’ (aunque muchos de los patriotas forman parte orgánica de la llamada antipatria) al llamado a la conciliación, la armonía, la paz, en fin, a la antipolítica. La política se neutraliza cuando entra en el terreno de las buenas formas parlamentarias, aunque el horror y la violencia continúen fluyendo y fluyendo. En una sociedad dividida en clases, la violencia es inextirpable. Todos esos términos como república, militancia, libertad, batalla cultural son, ya, meros restos de una batalla perdida. Las militancia kirchnerista fue una parodia de otras militancias a sangre y fuego (esta era una militancia para conseguir puestos en el Estado) y su batalla cultural ocultó siempre el incremento feroz de la pobreza extrema en estos últimos años. Todo empezó cuando Néstor (Kirchner) heredó el aparato de (Eduardo) Duhalde y terminó haciendo lo mismo. El macrismo (pero es excesivo, Macri es un líder de baja intensidad), bajo el manto de la república, lo que oculta es una tremenda transferencia de ingresos. El desastre del gobierno anterior condujo a esto, por eso yo no distinguí demasiado (aunque voté resignado a Scioli) entre un frente y otro.”

En La tragedia, o el fundamento perdido de lo político, el ensayista y sociólogo Eduardo Grüner analiza la doctrina de Carl Schmidt (de cuyos fundamentos jurídicos se nutriera el nazismo) y sintetiza: “la verdad de lo político, el momento auténticamente político, emerge en el ‘estado de excepción’, y no en la normalidad ‘parlamentaria’ ni en la rutina institucional.” El “estado de excepción”, definido por Schmidt en su Teología política (1922), señala el momento en que la autoridad puede tomar medidas extraordinarias, como definir al enemigo público en períodos de extrema crisis, lo que pone en suspenso a la ley sobre quien ejerce la autoridad. En 2005 el filósofo italiano Giorgio Agamben desarrollaría de nuevo este concepto en torno al concepto de soberanía. Tomó como ejemplo los detenidos bajo la administración de George W. Bush acusados de terrorismo para llevarlos a la cárcel de Guantánamo. En otras palabras, el “estado de excepción” es un abuso esperable de toda autoridad que ejerce el poder más allá de la ley.

Para Horowicz, la síntesis incluye a Schmidt pero también a Karl Marx: “Uno explica por qué el estado de excepción es el que permite la decisión política, el otro muestra cómo el ropaje que la burguesía intenta dar a la república no sólo no resuelve la conflictividad, sino que cuando la conflictividad pone en juego las decisiones, a la hora de la verdad, queda el estado de excepción. Y basta recordar 1976 para saber que esto es así. De modo que lo que ruge por debajo y por detrás del gobierno de Macri es el estado de excepción. Macri tiene el consenso requerido para la práctica del estado de excepción sin los instrumentos materiales que ese estado de excepción supone, esto es, sin las fuerzas armadas, que son parte del proceso de descomposición general.”

—¿Qué otros actores participarían de esa descomposición general?

—La idea de una conducción sindical como la que vemos. Que veamos una movilización de ATE separada de una de la izquierda, separada de una de simpatizantes del Frente para la Victoria en relación a la defensa de la Ley de Medios, ahí uno se da cuenta de que estos elementos, que son concurrentes y forman parte de un mismo escenario político y obedecen a las mismas razones, no permiten un encuentro unificado, sencillamente porque sus direcciones son incapaces de articularse. Esto puede suceder un rato, pero si persiste el resultado del partido es obvio. Y el proceso del peronismo también es de franca descomposición. Cuando se mira el FPV no se ve una unidad política, sino que los gobernadores van a negociar como negociaron siempre, los intendentes hacen lo propio y, al mismo tiempo, uno ve un segmento de diputados que estaría dispuesto a juegos de mayor alcance, pero lo que queda claro es que de ninguna manera hay una dirección reconocida por todos, eso está en disputa salvajemente y el enfrentamiento allí tiene tan poca amabilidad como el conflicto social. En consecuencia, esto va a producir una decantación. Va a quedar muy claro qué quiere decir el peronismo en estas condiciones históricas. Porque el secreto del peronismo es que podían coexistir al mismo tiempo el gobernador de Chaco, el intendente de Lomas de Zamora y los jóvenes radicalizados. Pues está bien claro que esto es una deliciosa utopía.”

Para Hupert, “la verdad de la política no es representable, no es pronunciable a menos que haya un acontecimiento.”

—¿Cómo diciembre de 2001?

—Sí, creo que la potencia de 2001 fue crónicamente desactivada por el kirchnerismo, que ha permitido un giro conservador que empieza en 2011, con menos empleo, más represión, más concentración de la riqueza. La verdad de todo pacto de dominación es de una violencia tal que hace presente el estado de excepción.

sábado, 17 de febrero de 2024

en el interior de una permanencia

El miércoles 14 de febrero pasado murió en Buenos Aires Alejandro Rubio (había nacido en esa ciudad en 1967). En agosto de 2006 le pedí un texto a propósito de la reedición de la obra poética completa de Francisco Urondo que publicamos en un dossier dentro del segundo número de la revista Lenta Prisa, que hacíamos para la entonces Secretaría de Cultura provincial. Ese dossier contó también con una cronología de Urondo que escribió Daniel Freidemberg, un texto de Analía Gerbaudo, “Poéticas de la política. Razones para una polémica”, y una nota de Pablo Montanaro sobre Urondo en el cine, “Reflejos en la pantalla”.

El texto de Rubio reproduzco en esta entrada no conocía, hasta donde sé, versión digital.

Dossier Paco Urondo > Revista Lenta Prisa Nº2, invierno de 2006.

La Obra poética de Urondo, publicada por Adriana Hidalgo, pone otra vez en circulación textos casi inhallables. Cómo leer hoy día esos textos y cómo darles su lugar en la poesía es una de las preguntas del poeta que escribe esta nota.

Alejandro Rubio

La reedición de la obra poética de Francisco Urondo hecha por la editorial Adriana Hidalgo, a treinta años de la muerte del autor, luego de un largo lapso en que a duras penas se podía acceder a los volúmenes publicados por De La Flor en 1972 y Casa de las Américas, en 1986 –que incluye el libro inédito e inconcluso Cuentos de batalla, algunos de cuyos poemas ya habían aparecido en la breve antología Poemas de batalla, prologada y recopilada por Juan Gelman bajo el sello Seix Barral en 1998–, permite a una nueva generación conocer la propuesta poética más rica y elaborada, junto con la de Leónidas Lamborghini, que produjo la promoción de los años 60. La coyuntura cultural y política, probablemente, es propicia para que estos nuevos lectores puedan apreciar los estrictos valores poéticos de Urondo sin la incomodidad que el fracaso de su opción política –opción que, más que un tema, fue la condición de posibilidad y la estructura de sentimiento de muchos de sus poemas– solía provocar en los lectores nacidos después de 1960. En efecto, la poesía de los 60 fue sinónimo, desde 1976 en adelante, de algo que estos lectores ya no compartían: el optimismo histórico. Si la sociedad argentina de esa década estuvo marcada por la revolución cubana, la presencia de un peronismo proscripto, la inestabilidad institucional, cierta prosperidad económica, el alto consumo cultural de la clase media, la implantación de la noción, a medias comercial, de “literatura latinoamericana” y si, lo que es más importante, la sociedad argentina de los años 60 estuvo tensionada por la aspiración revolucionaria; los poetas que empezaron a publicar y obtener lectores después de 1984 se encontraron con una estructura en la cual, luego de la ilusión de “retorno” promovida por el gobierno de Raúl Alfonsín, entremezclada de una manera poco obvia con el proyecto de convertir al país en una democracia a la española, después del fracaso de esa ilusión y ese proyecto, quedaba claro que la iniciativa política la tenía la derecha. Este auge de la derecha, basado en datos objetivos, económicos y geopolíticos muy concretos, que el campo cultural nacional e internacional, aun integrado en gran parte por individuos con ideas marxistas, no logró contrarrestar dado que la ruina económica e ideológica del bloque socialista y una sensación difusa de la agotamiento de los “estilos radicales”, desde el arte de vanguardia hasta la política contestataria o revolucionaria, ruina y sensación que se etiquetaron, más rápida que certeramente, con el nombre de “posmodernismo”, coadyuvaron a un derrotismo y una retracción en los que apenas se intentó salvar las papas apelando a una palabra de la Segunda Guerra Mundial, “resistencia”, lo que daba por hecho que la fuerza activa era la del enemigo; este auge de la derecha, decíamos, con su aparato cultural estableciendo el marco en que la libertad de cada escritor podía moverse sin pecar de anacrónica, hizo que obras como las de Urondo, y también las de Ernesto Cardenal, Roque Dalton y otras donde la presencia de un gesto político esperanzado fuera, sin ninguna vergüenza ni cortapisa, explícita, dejaran en los contemporáneos del triunfo de la burguesía a nivel mundial un regusto amargo y burlón a palabra inadecuada, dogmática, en definitiva, vacía. Bien: en Argentina y en la región actualmente la derecha está en retirada. Esto no quiere decir que el lector nuevo se identifique acríticamente con el optimismo histórico que campea en los poemas de Urondo, porque mucho agua ha corrido bajo el puente. Significa, sí, que este optimismo histórico ya no es un obstáculo insalvable que impida penetrar la sofistica textualidad de esta obra, su equilibrio entre el riesgo y el buen gusto, su solución original al problema de cómo se hace una poesía argentina, cosmopolita, contemporánea y duradera al mismo tiempo.

Eros e Historia

Los libros de poesía de Urondo se van sucediendo en un arco temporal de casi veinte años, desde La Perichole hasta Poemas póstumos, desde 1954 a 1972. Es cierto que, para comprender la totalidad de esta obra, no cabe el concepto de evolución, como sí cabe para Alberto Girri o Joaquín Gianuzzi, porque no hay rupturas dramáticas que hagan ver lo anterior como rudimentario o embrionario, ya que los primeros libros de Urondo exhiben una solvencia técnica y un fondo de motivos, tonos y preocupaciones que alcanzarán sus trabajos últimos. Urondo ejecutó, con elementos a priori inconexos y hasta antitéticos, un complicado juego de figura y fondo que los intercambia, los acerca o los aleja, siempre buscando el enfoque óptimo para que el poema, su materia y su forma, se acerquen lo más posible a lo esencial. Lo esencial es casi siempre lo que podríamos llamar un sentimiento, si este término transmitiera el complejo confuso de ideas, emociones, anticipaciones y recuerdos que la realidad dispara en un sujeto. Pero tampoco se puede decir, por supuesto, que la poesía de Urondo se mantenga idéntica a sí misma de principio a fin, como en los casos de Miguel Ángel Bustos o Francisco Madariaga. Más bien, en palabras de Sartre, se podría afirmar que Urondo cambió como todo el mundo: en el interior de una permanencia. Esta permanencia se definiría por dos invariantes: la Historia, con las mayúsculas con que su época la escribía, y el eros. Más precisamente: la obsesión irrenunciable de Urondo es encontrar la palabra poética mediante la cual se muestre que la historia tiene un cuerpo y que ese cuerpo es sexuado y, al revés, que el cuerpo recorrido por el erotismo es recorrido también por los conflictos, intereses y deseos de la comunidad de los seres humanos que constituyen la Historia. Urondo entendió que lo personal era político de una manera bastante distinta a como lo proclamó el feminismo: entendió la identidad de lo personal y lo político como una disimetría trágica en que una parte de la persona, en últimas instancia la vida nuda, debe sacrificarse a la Historia para que perdure un nombre, cifra de la verdadera humanidad. La política, en la teoría de Urondo, es un dios que pide más y más sacrificios personales, un dios letal. Pero, por lo dicho anteriormente, no puede haber verdadero eros si se elude esta exigencia cruel. Muchos militantes de organizaciones armadas hubieran suscripto este pensamiento pero, como ninguno creía que la poesía tenía algún papel en la épica de la revolución, ninguno creyó importante someter a la poesía a la prueba crucial a la que la sometió Urondo.

Lírica anecdótica

Urondo se acercó muy joven al grupo de la revista Poesía Buenos Aires. Se suele identificar a este grupo con una actitud hermética, en el sentido general de “poesía que no se entiende”. Pero la verdad es que los primeros dos libros de Urondo –escritos en contacto, si no con la preceptiva, sí con las ideas que ese grupo movilizó en la cultura argentina–, son, al menos para una persona con cierto entrenamiento en la lectura de poesía –entrenamiento que podría consistir apenas en algo de tradición española, algo de modernismo y algo de ultraísmo–, perfectamente claros, amables y disfrutables. La Perichole (1954), la “perra chola”, es decir, la mestiza esposa de un auténtico virrey del Perú de la primera mitad del siglo XVIII, es, hasta donde alcanzamos a ver, el primer jalón de una línea subterránea y subversiva de textos poéticos o escritos por poetas, cuyos otros emergentes son Una sombra donde sueña Camila O´Gorman, de Enrique Molina, y los poemas “criollistas” de Alambres, de Néstor Perlongher. Esta línea se caracteriza por tomar los motivos más laterales de la historiografía y conectarlos con una fuerza deseante y voraz que no teme atravesar los límites del telurismo y la mitología. También se caracteriza por orientar el motivo hacia una intervención puntual en el presente de la escritura. Cuando la JP cantaba “tiembla la puta oligarquía, se viene la tercera tiranía”, en 1973, Molina ofrecía una versión infernal de aquella primera tiranía. Perlongher, en 1987, cuando el pueblo elegía a sus representantes, se ocupaba de indagar qué inclusiones y exclusiones delimitaban ese tan traído y llevado “pueblo”. Correlativamente, detrás de la mestiza salvajemente erótica y telúricamente poderosa de Urondo, no cuesta mucho ver la figura de Eva Perón. Urondo fija la correspondencia en la recepción de ambos personajes, a dos siglos de distancia, por la gente bien, como lo muestra esta cita: “La gente es propensa tanto a complicar los escándalos, como a eternizar los papelones de aquellos a quienes no superarán...”, mezclando verso y prosa, lo anecdótico con lo lírico, Urondo logra una pieza de mesurada potencia crítica, una alegoría burlona sobre el antievitismo. Historia antigua (1956) reúne breves prosas poéticas escritas con un gusto y una compacidad como pocas veces alcanzó el subgénero en Argentina. Urondo hace convivir la figuración libre con las contradominantes prosaicas y juega con un “tú” amoroso que a veces se amplifica en el “vosotras” (dicho sea de paso, si bien Urondo usará el voseo, aun en su etapa más afín con la poética coloquialista, lo hará con suma mesura, homeopáticamente), como se ve en “Viejas amigas”. Otra pieza destacable es “Gaviotas”, situada en la misma serie metonímica que el famoso albatros de Baudelaire como alegoría del poeta moderno. “Todo hace suponer que existe una sola verdad y una sola preocupación en su mundo”: la obsesión de una lejanía ilimitada. Gregarias y a la vez solitarias, las gaviotas representan la primera fase en la reflexión de Urondo sobre el lugar del poeta, donde todavía, en la balanza que pesa individualismo y colectivismo, el primero pesa más que el segundo. El siguiente libro, Lugares, de 1961, es más ajustado a la preceptiva de Poesía Buenos Aires (poemas y versos brevísimos, ausencia de mayúsculas y signos de puntuación, imagen pura, primacía de sustantivos concretos y elementales como “aire” y “agua” apenas determinados por algún adjetivo) pero no a sus ideas más productivas. Es claramente un paso atrás con respecto a los libros anteriores; es sumamente pulcro, pero carece de ambición y de pathos. Curiosamente, fue publicado después de Dos poemas (1959) que reunía “Arijón” y “Candilejas”, dos textos que abrían nuevos caminos en la poética de Urondo. El primero es un poema de largo aliento de inspiración orticiana, donde Urondo prueba anclar su imaginario en un territorio preciso. Hay profusión de topónimos impresos en cursiva, marcas patentes de esa prueba. La dicción es menos concisa y terminante, más tentativa, como si el autor fuera tanteando oscuramente la esencia del poema. El resultado es menos satisfactorio que el de los primeros dos libros, pero vale, además de como preanuncio de su escritura posterior, más extensiva, suelta e incisiva a la vez, por unos versos donde define un pensamiento ontológico: “la única realidad que no se puede transformar (...)/ una absoluta sombra/ un eterno pliegue”. Una sombra absoluta no da lugar a los cuerpos ni a la luz, y un pliegue eterno es una falsa profundidad de la que no hay salida. La idea es adversativa: hay realidades que se pueden transformar, pero el límite último es ése. Es como si en todo lo que existe hubiera un perfil equívoco que se orienta hacia la oscuridad, la adversidad, la falsedad. Esta idea es desarrollada en “Candilejas”, donde la tramoya de una representación vacía toda posición elocutiva, tanto la primera como la segunda y la tercera persona, de todo carácter de verdad, donde incluso el desastre merece el comentario “no es para tanto”. El poema que cierra el libro Nombres (1963) –donde se reeditan “Arijón” y “Candilejas”–, “B.A. Argentine”, concentra todos los procedimientos retóricos que en el volumen señalan la entrada de Urondo a su versión del coloquialismo. Se trata de un viaje imaginario de la calle Corrientes al Tibet, donde un paseante veloz y alerta toma notas, recuerda a una mujer, repasa la historia, adelanta esperanzas. Lo referencial que se dispara hacia la fantasía alocada se refleja en un estilo que cita y refunde reminiscencias literarias de varias fuentes, toma como modelo el habla cotidiana sin respetarla y ciñe imágenes donde la proporción entre definición e indefinición está calculada para cada caso.

Clandestino

Del otro lado (1967) profundiza y pule lo descubierto en el libro anterior. Contiene dos de los poemas más memorables de Urondo, “Parques y jardines” y “Los gatos”, donde la ampliación temática y tonal del coloquialismo es combinada con una riqueza figurativa y un timing que los vuelve clásicos, representativos de una corriente y a la vez autónomos como obras de arte de primera clase.

Adolecer (1968) es el libro central de la obra de Urondo, ese tipo de libros que obligan a exclamar “acá este tipo puso todo”. Estructurado en ocho secciones que se abren, salvo una, con un “puedo” que afirma una potencia que el desarrollo del poema matizará y cuestionará, y que se cierran con la imagen del entierro, visto en la adolescencia del yo, de un general radical asesinado en la década infame por tratar de evitar un comicio fraudulento, el libre flujo de palabras que representan recuerdos, reflexiones y anticipaciones, ofrece un examen del espíritu de época de los 60 desde adentro. El tango, la Biblia, fragmentos de la historia argentina y mundial, sirven de fondo a la insatisfacción que provoca vivir en un país donde la batalla decisiva siempre se elude. La posición de Urondo es inequívoca: “nosotros sí tenemos que dar la batalla”, es el mensaje político del poema. Este mandato precede todo análisis objetivo de una coyuntura concreta y es indiferente que sea suicida o no. En Son memorias (1970) y Poemas póstumos (1972) Urondo exhibe su radicalización y los poemas son cada vez más comunicativos y explícitos en este aspecto, como se lee en “Hotel Guaraní”, “Liliana Raquel Gelin”, “Felipe Vallese” y “Solicitada”. Por otro lado, no se priva de la ironía y la elipsis que ha trabajado en el resto de su obra, si bien no son predominantes. Cómo conciliar la declaración clara de una postura ideológica con el obligado decir indirecto del género poético es el problema que ocupó a Urondo en sus últimos libros publicados. Hoy, se podría decir que la ideología ha periclitado y se conservan los hallazgos poéticos; sin embargo, hay una relación de consanguinidad entre el “mensaje” y la tensión formal a la que obliga cuando no tiene aún un formato estereotipado. A casi nadie le importa que Virgilio haya escrito la Eneida para glorificar a Augusto; sin embargo, la Eneida fue escrita para glorificar a Augusto.

La perla de esta edición son los doce poemas que se conservan del inconcluso Cuentos de batalla, escrito en la clandestinidad. Estos poemas se hacen cargo reflexivamente de la situación de escribir poemas en la clandestinidad. ¿Por qué y para qué, insiste Urondo, escribir poemas en la clandestinidad? Para reflejar la cúspide de una vida y una poesía, que es la mínima distancia con la muerte. Urgentes, contenidistas, circunstanciales, estos poemas exhiben un cuidado técnico que se manifiesta a simple vista en la disparidad entre un vocabulario y una sintaxis “naturales” y una versificación “antinatural”, de bruscos encabalgamientos. Urondo sabe que este libro nunca podrá ser terminado, como se entrevé en “Quiero denunciar...”: el enemigo se acerca, pero ni siquiera puede pronunciarse la palabra “derrota”. En el extremo de su existencia y de su obra, Urondo escribe y muere en su ley.