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miércoles, 16 de febrero de 2011

querido raymond


Raymond Chandler padecía insomnio. Sí, puede decirse que lo padecía, porque las cartas que escribía en esa forzada vigilia remontaban la imagen de un escritor distraídamente infeliz, que desanudaba en un diálogo filoso y erudito los avatares de su oficio, que no era otra cosa que su vida. Su epistolario, bajo esa aura lunar, aparece ahora en forma de libro, iluminado por las estrellas.
El simple arte de escribir, una colección de cartas de Raymond Chandler, compiladas por Tom Hiney y el difunto Frank McShane, el mejor biógrafo del creador de Philip Marlowe, ofrece una visión del autor “por espejo, en enigma”, para usar la remanida frase de San Pablo en Corintios. Es decir, el hombre, el autor y el personaje que fue Chandler se nos muestra en estas cartas del mismo modo que el ambiente de la Norteamérica pos depresión se insinuaba en una descripción de sus novelas, o el tenso clima de una situación fulguraba en una estocada del detective privado Marlowe.
El título del volumen, traducido por César Aira, rememora aquel libro en el que Chandler ensayó sobre las peripecias del género policial: El simple arte de matar. Las cartas reunidas acá comienzan, en realidad, con escritos y poemas que Chandler esbozara mientras vivía en Londres.
Nacido en Chicago en 1888, el joven Raymond se mudó a Irlanda con su madre divorciada en 1895 y volvió a los Estados Unidos, solo, en 1912, el mismo año en el que se hundió el Titanic, cosa que Hiney no pasa por alto en su introducción. Llegó a Los Ángeles y se mantuvo allí con oficios tan diversos como estrambóticos hasta que en 1917 se alistó en los Gordon Highlanders canadienses para combatir contra los alemanes en Francia. Al regresar a California se casó con una ex modelo divorciada dos veces que le llevaba unos quince años, dato que acaso Chandler ignorara, porque la mujer (muerta en 1954, cinco años antes que él) había modificado la fecha de su nacimiento. El alcoholismo, que flota en sus noches de insomnio y escribe con él muchos de los pasajes más obsesivos de sus cartas, le hizo perder un buen empleo en 1932 y, según la biografía de McShane (The Life of Raymond Chandler, 1976), también lo llevó a tener un frustrado amor con una muchacha a la que le escribió un poema que recuerda al T.S. Eliot de Los cuatro cuartetos y al entonces ignoto Fernando Pessoa: “No existen países tan hermosos / como la Inglaterra que imagino de noche, / esta tierra brillante y lóbrega / de mi exilio y mi tristeza. / No hay mujeres tan tiernas como esta mujer / cuyos ojos color de azulejo me miran / con la magia de la frustración / y la promesa de un paraíso imposible (...) Así, pues, por un breve espacio de la noche / dejadme volver / a aquel suave y magnífico futuro / que no ha pasado, / porque nunca ocurrió, / y no obstante se ha perdido irremediablemente”. En ese tono, de abonada desolación, Chandler lee y escruta su oficio de escritor, como lo hará en las cartas de esos años.
El proceso del Chandler escritor de cartas se parece al del amante desvelado, aunque rara vez sus misivas están dirigidas, en esos términos, a una mujer; se parece al de otro furibundo y obsesivo escritor de cartas, Léon Bloy, quien había escrito, alrededor de 1894: “Somos durmientes que gritan en el sueño. No sabemos si tal cosa que nos aflige no es el principio de secreto de nuestra alegría ulterior”. También, Bloy anotó en un libro sobre Napoleón: “Ningún hombre sabe quién es”. La exploración de ese enigma, su derrotero escrito, es esta compilación de cartas en las que Chandler, el 8 de enero de 1948, escribe: “A todos mis mejores amigos no los he visto nunca. Conocerme en persona es la muerte de la ilusión”. O: “Soy retraído con los extraños, una forma de timidez que el whisky curaba cuando todavía podía beberlo en cantidades necesarias”.
Pero, ya; El simple arte de escribir es también un delicioso paseo, lleno de humor, por una especie de museo de la primera mitad del siglo XX o, por lo menos, por esa mitad que resplandece en las viejas películas de Hollywood, donde Chandler trabajó como guionista. 
 Chandler en un cameo en el film Double indemnity.

Siempre enfadado por preguntas de señoras gordas y cultas que le espetaban: “Debería dedicarse a la literatura seria, señor Chandler”, Raymond desguazaba a sus contemporáneos con ciertos interlocutores y los azuzaba con un irónico desdén cuando les escribía. Así, por ejemplo, seis años después de que la publicación de El sueño eterno (The Big Sleep, 1938) lo lanzara a la fama, mientras preparaba la adaptación cinematográfica de Pacto de sangre (Double Indemnity), sobre la novela de James M. Cain, le escribe al crítico James Sandoe que le fastidia que lo comparen con Cain, para el que halla despreciables calificativos (entre ellos: “semental sintético”). Dos meses después Chandler le escribe a Cain y con admirable desparpajo le explica por qué sus diálogos son fluidos y “funcionan” en el papel y no en la pantalla: “el efecto –escribre– de su diálogo escrito es sólo en parte sonido y sentido. El resto es efecto del dibujo que forma sobre la página”.
El simple arte es también un breviario de la ética de Philip Marlowe explicado a los amigos, que ahora este libro multiplica: “Marlowe y yo no despreciamos a las clases altas porque se bañan y tienen dinero; los despreciamos porque son farsantes”, escribe en enero de 1945. Y, en mayo de 1949, sobre su mismo detective: “Su fuerza moral e intelectual es que no recibe nada más que su paga, a cambio de la cual protegerá al inocente y destruirá al malvado, y el hecho de que deba hacerlo mientras gana un magro salario en un mundo corrupto es lo que lo mantiene aparte”. Conservador confeso, Chandler no ignora, como escribe tres años más tarde, que “hay una falacia básica en nuestro sistema financiero. Simplemente implica un engaño de base, una ganancia deshonesta, un valor inexistente”.
Sobre Hemingway, al que no le niega méritos, escribe un posible epitafio para su tumba, al enterarse de su suicidio: “Aquí yace un hombre que fue bueno en la cama. Lástima que estuvo solo en ella”. Implacablemente contemporáneo de los suyos, anota un comentario sobre una novela del entonces muy reconocido Edmund Wilson: “El libro es bastante indecente, por supuesto, y exactamente del modo más inofensivo: sin pasión, como un falo de miga de pan”. Y, sobre un libro de Eric Ambler (que no es La máscara de Dimitrios, claro): “Los escritores ganadores son los que pueden escribir mejor que sus lectores sin pensar mejor que ellos”.
De Chandler, que fue extranjero hasta en su matrimonio, puede también decirse lo que Gilles Deleuze postulaba sobre la obra de Franz Kafka: escribía como un extranjero en su lengua. El mismo Raymond esboza el asunto en marzo de 1949: “Soy un snob intelectual que tiene un cariño por el lenguaje coloquial norteamericano, en gran medida porque me educaron en el latín y el griego. Tuve que aprender el norteamericano como una lengua extranjera (...) He descubierto que hay sólo dos clases de argot que sirven: el que se ha afirmado en el idioma y el que inventa uno. Todo lo demás tiende a pasar de moda antes de llegar a la imprenta”.
Como muchos de sus colegas, Chandler conocía su oficio y reflexionaba sobre él de modo permanente, proclamaba, por ejemplo, que el detective no tenía que parecer nunca más listo que su interlocutor ni tener la última palabra. Sabía, como lo dice de un buen crítico, que “hay que construir una casa para la verdad” y que la ficción es en parte esa casa. Sabía, también, que “una era que es incapaz de poesía es incapaz de cualquier clase de literatura, salvo esa inteligencia de una decadencia”.

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