A fines de diciembre de 1999, cuando se publicó esta nota, el desaparecido diario El Ciudadano y la región aún tenía su suplemento Grandes Líneas, que editaba Martín Prieto. Eltexto salió en la sección "De punta".La cosa ahí, en la sección, era anotar, ensayar argumentos. El de estas líneas es la sustancial diferencia que introduce la mirada del fotógrafo en un paisaje —en este caso el pabellón de anatomía fisiológica de medicina, donde había expuesto un viejo cadáver de estudio— que ha "naturalizado" todos sus elementos.
Habíamos perseguido al gobernador Jorge Obeid por los pasillos del Hospital Centenario para preguntarle si el ajuste iba a afectar el pago de sueldos y aguinaldos. Un grupo de veinte periodistas, fotógrafos y camarógrafos, que duplicaba la comitiva oficial. Pero Obeid iba celosamente custodiado por un personaje de la Fundación Facultad de Medicina que no le daba respiro. “Esta tarde usted vino para nosotros, gobernador”, reclamaba el anciano.
Así que cruzamos el hospital hasta el hundido umbral del pabellón de anatomía patológica, donde Obeid desapareció del brazo de su anfitrión. Alguien preguntó si había otra salida, si el gobernador se nos podía escapar por la salida de Francia. No, no había otra salida. Lo esperaríamos ahí. Entonces el fotógrafo se metió en la sala y volvió al rato para contar su hallazgo: “Che, le saqué una foto a Obeid entre unos cadáveres”. Bajamos, cruzamos una puerta vaivén con ojos de buey y merodeamos al gobernador entre los empleados de la sala y dos cadáveres que yacían sobre dos mesas de mármol.
El olor a formol era más intenso junto a aquellos cuerpos. Recuerdo el bigotito fino y erizado sobre la delgada línea marrón de los labios de uno de los muertos. Tenía la piel marrón y dura, como si fuera de cartón pintado de grasa. Tirado ahí, sobre aquél mármol blanco y limpio, como un muñeco inarticulado, era la cosa menos parecida a un cadáver que podía imaginarse. Sobre las costillas tenía un prolijo corte que dibujaba un cuadrado, del que salía algo parecido a una espuma blanca que podía ser algodón. Hasta un par de señoritas que amenazaron en principio con impresionarse, fisgoneaban sobre el cuerpo buscando el espanto del muerto que se había ausentado.
En la redacción, el fotógrafo expuso el rollo en la pantalla del fotovix. Y ahí estaba el muerto ausente, con una presencia que infundía hasta el olor a la carne descompuesta. Un rostro de hombre muerto que miraba vacío desde el hueco de los ojos. Ahí estaba el cadáver, envuelto en su aureola de carne derretida; su delgadez desnudaba en la foto esa cosa física del esqueleto que cada uno lleva y se obliga a olvidar. El muerto estaba ahí, había aparecido en la foto. ¿Cómo es posible que impresione más la foto de un cadáver que el cadáver mismo?
Marcel Schwob recuerda que durante el ensayo de una obra de teatro uno de los actores entraba blandiendo en su puñal el corazón de la amante muerta. Alguien había propuesto que ese corazón fuese un verdadero corazón de ternero para agregar realismo a la escena. “Pero allí sobre las tablas, bajo las luces de las candilejas –escribe Schwob–, aquél corazón parecía más bien una asadura violeta y deforme”. Así que la escenografía contó al fin con un corazón de franela roja. Conclusión: un corazón es, en una circunstancia dramática, sobre todo una figura que excede su propio objeto; un símbolo, al fin y al cabo, en el que la platea reconoce una forma con la que modelar sus propias emociones. Esto afecta por un lado a la verosimilitud de la escena, pero es también el meollo de toda representación: para ser fiel a una realidad imbuida de emociones, es necesario falsear los datos de la realidad fáctica, es necesario encausarlos dentro de cierto modelo que dote a esos datos de sentido.
Veámoslo de otro modo. Convengamos en que cuando uno escucha cadáver piensa en el encuentro con el muerto reciente, un cuerpo en el que aún se reconocen los últimos rasgos de la vida y el ánimo, pero sumidos en el manto escarchado de la muerte. Un cadáver: un cuerpo desnudo de vida y una desnudez que ya no sabrá de nuestra mirada (Lèon Bloy anota en uno de sus diarios que entre las pocas cosas que le provocaban incomodidad cuando pensaba en su muerte se encontraba esa sensación de vergüenza provocada por la imagen de su cuerpo expuesto en el medio de una habitación a la mirada de todo el mundo). En este punto sin retorno de la mirada hay un desvío, una perversión que convierte al acto de mirar un cadáver en algo obsceno, o cercano a lo obsceno. Pero allá en la sala del Centenario, frente al cuerpo marrón y reseco, tampoco parecía existir esa carga de obscenidad, como si la propia mirada también se liberara de mirar. Esto es: una mirada desnuda al mismo tiempo que cubre: la mirada del amante desnuda el cuerpo de la amada a la vez que agrega sobre ese cuerpo cierto plus erótico. Una mirada está llena de aporías –Fernando Pessoa escribió que sólo las razas vestidas pueden apreciar un cuerpo desnudo. Pero todo esto estaba postulado en la foto, no en esa visión de la sala, tan esquiva a la memoria, porque estaba montada sobre la necesidad de una visión exclusivamente técnica.
Porque si la escena que constituía la sala no permitía agregar sobre ese cuerpo una mirada, la foto descubría sobre el cadáver un punto de vista que, devolviéndolo al territorio de los muertos, lo ponía de nuevo en la senda de la humanidad. En una habitación forrada de azulejos y dispuesta alrededor de mesas de disección de mármol, donde flotaba el olor a formol y ningún objeto remitía a otro orden que no fuese el de la mecánica de la observación médica, el muerto se transformaba en un engranaje más de esa maquinaria de estudio hasta para el más lego de los presentes. Entonces la foto, a través de un punto de vista, de un recorte que aísla el cuerpo de esa escena, devolvía al cadáver al escenario de los muertos como si lo depositara de nuevo entre los vivos.
En su propalada novela sobre la foto de su madre, Roland Barthes decía, más o menos, que una foto carnet se parece demasiado a la foto de un cadáver porque el rostro está allí despojado de una mirada afectiva. Es esta desafección sobre el cuerpo lo que cobraba cuerpo en la sala y es una forma de afecto lo que la mirada del fotógrafo devolvía al cadáver.
Foto de Marcelo Martínez Berger.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios se moderan, pero serán siempre publicados mientras incluyan una firma real.