Somos amigos. Cada año me trae de regalo desde Boulder, Colorado, donde es profesor, algún libro en inglés, como la versión original de El monje publicada en Oxford, o los cuentos góticos de Elizabeth Gaskell –que ignoraba por completo– que, además de tener un prólogo excepcional de Laura Kranzler, leí maravillado: historias en las que una atmósfera enrarecida y siniestra rodea a los personajes femeninos, por lo general victimizados por hombres de una autoridad sombría.
Conversar con Juan Pablo Dabove se convirtió en un hábito postergado. Esperar su vuelta una vez al año y hablar de las cosas que quedaron pendientes, de los libros y los hijos, de la topografía de la política: el modo en que cambiamos y cambian los lugares que transitamos, las ciudades que conocimos.
Mi amigo Dabove es una eminencia secreta en Rosario. Cuando está en la ciudad circula a diario por la zona de la Facultad de Humanidades y Artes, donde egresó de Letras, que se mantiene como cada año fiel a sus propias tramas. Dabove publicó en inglés Nightmares of the lettered city (Pesadillas de la ciudad letrada), en la que no sólo analiza el bandidismo en la literatura latinoamericana, sino que propone una “teratología” (un estudio de los monstruos) de la imaginación liberal decimonónica en el continente americano. Hay más libros y ensayos, como Bandit Narratives in Latin America (cuya dedicatoria es un desplante de generosidad extrema), y en particular "'La cosa maldita': Lugones y el gótico imperial", donde escribe: “Lugones transcultura el lenguaje gótico para dar cuenta de la ansiedad que aquejaba al letrado nacionalista argentino frente a una realidad en rápida modificación (y nuevos sujetos que son metáfora de esa nueva y amenazante realidad) en las décadas que van de la crisis económica y la revolución radical de 1890 al ascenso del radicalismo al poder en 1916, y cuyo hito fue el Centenario (1910). Propongo que, del 'capital mimético' con el cual Occidente dio forma y lugar a sus Otros, Lugones adopta en estos cuentos la modulación gótico-orientalista de la narrativa finisecular que Patrick Brantlinger denominó, para el caso británico, gótico imperial (Imperial Gothic). El gótico imperial, señala Brantlinger, revela las ansiedades y contradicciones del imperio británico que se debatía entre un cientificismo progresista y una atracción por lo oculto."
Esta preocupación por unir intrigas desplegadas en la historia de la literatura acaso lo vuelven un extraño en Rosario y la academia donde se formó, tan apegada a los pliegues y dobleces de su discurso. En ese párrafo de "La cosa maldita" aparece un término cuyo eco retumba en esta conversación: ansiedad. "Estado de agitación, inquietud o zozobra del ánimo", dice la definición. Algo que no terminó de producirse y convulsiona de algún modo el momento previo, un anticipo de algo que va a ocurrir o no termina de suceder. Esas magnitudes son las que sopesa el trabajo de Dabove cuando se refiere al gótico. Y esa inminencia tiene alcances que tocan todo el mundo en torno al auge del género. Por eso lo que charlamos es en parte literatura, en parte política, en parte afectivo.
En sus nuevos ensayos sobre el gótico –que cuando nos encontramos despliega en generosas conversaciones–, ese imaginario liberal-republicano queda en suspenso tras el derrumbe bipolar que sobrevino con el fin de la Guerra Fría.
Empezamos hablando a partir de un párrafo de Fenomenología del fin, de Franco Berardi: “La versión gótica de la burguesía protestante yacía en la perfección de un Dios tecnológico que hablaba un lenguaje que no era ambiguo: el lenguaje de los hechos, la precisión mecánica, la equivalencia y la medición. Podríamos también llamarlo: el lenguaje de la razón.”
Lo que quiero saber es por qué el gótico, que despliegan autores tan diversos y lejanos como Stephen King o Mariana Enríquez, es un género contemporáneo. Por qué es cada vez más frecuente en ficciones argentinas y por qué algo así como su “narrativa del tiempo” dice tanto de la "ansiedad que nos consume", como él va a decir de algún modo en esta charla que tuvimos una noche de julio en una cabina del hall del colegio San Bartolomé de Rosario.
Sus respuestas, aunque orales, son ya una escritura: lo dicho funciona como cifra, como efecto de lectura.
—¿Por qué dice Berardi que los protestantes inventaron el gótico?
—Porque las primeras novelas góticas se escribieron en Inglaterra en el siglo XVIII, y los que las escribieron surgieron de un medio. Independientemente de su fervor (o ausencia de fervor, o de las denominaciones específicas dentro de la miríada de variantes del protestantismo) Horace Walpole, Ann Radcliffe, no sólo eran protestantes, sino que sus novelas (y en el caso de Walpole, su actuación pública) tenían un claro animus anticatólico. Por eso, entre otras cosas, las primeras novelas góticas ocurren en la cuenca mediterránea: sur de Francia, Italia, o España. Porque una de las cuestiones que definía el género inicialmente era la representación por parte de un protestante –de clase media en muchos casos– de la Europa católica, feudal, mediterránea: un ámbito exótico (casi diríamos tropical en su exotismo) y amenazante al mismo tiempo, de donde venía este modelo de masculinidad desenfrenada del villano gótico emblematizado por Manfred (protagonista de El castillo de Otranto).
—A todo esto, en lo católico había proliferado esta suerte de “orgía” de imágenes con las cuales se conquistó el nuevo mundo, sobre todo de España, esa proliferación de imágenes que Berardi en este texto compara con la proliferación de imaginería capitalista: el capitalismo produce valor a partir de desparramar imágenes, el valor nace a partir de algo que tiene más que ver con la imaginación que con lo que la cosa vale. ¿Qué rol juega el gótico en eso?
—Nunca se me había ocurrido una relación entre el gótico y el barroco (no digo que no la haya, desde luego), porque la representación que hay en el gótico inicial de los países católicos no es, hasta donde sé, la temprano-moderna barroca, sino mas bien la medieval. Entonces es como que dialogan con otro imaginario católico, anterior. Desde luego, el sentido histórico tal como lo conocemos estaba recién en formación en el siglo XVIII, de modo que quién sabe si los escritores del XVIII concebían una clara distinción entre gótico propiamente dicho y barroco. Además, la idea misma de la edad media católica (y del gótico) era, en muchos de los escritores, una versión más bien “pop”, digamos. Algo como la Verona de Shakespeare, que la película de Baz Luhrmann (Romeo + Juliet) captura muy bien, en mi opinión.
Sí, desde luego, siempre imaginan el catolicismo como una forma del exceso. El exceso en relación a la razón, en relación a un modelo de sexualidad “moral”, de familia, de masculinidad, de productividad (otra vez, Manfred, el primer villano gótico, ya provee todas las coordenadas del fenómeno). No le dan nunca a eso el nombre barroco, pero el barroco es también una estética del exceso.
—Me preguntaba por las imágenes de lo gótico porque me preguntaba qué es lo gótico. Claro que hay en el gótico una narrativa: la novela gótica como origen del folletín, etcétera, pero la pregunta que me interesa es por qué hay una marca de época en lo gótico hoy en día, de Stephen King a Mariana Enríquez. O las series de televisión, como por ejemplo El jardín de bronce. ¿Qué respuestas está dando el gótico? ¿Qué respuestas epocales?
—Bueno, más que una respuesta quizás habría que pensar en el nuevo apogeo del gótico como un síntoma (la interpretación del gótico está cruzada por metáforas sicoanálíticas, de modo que hablár de síntoma no es del todo impertinente). Parece bien establecido que el gótico clásico, el del siglo XVIII y prinicipios del XIX, fue un síntoma del advenimiento de la modernidad capitalista. Por ello no es por casualidad que nace en Inglaterra, y en respuesta a los modos de subjetividad, de familia y de sociabilidad de la modernidad capitalista, como una suerte de lado oscuro de eso o, al menos, de los ambiguos temores y deseos que esos desarrollos generaban. Creo que el gótico contemporáneo es un síntoma de los desarrollos que, para decirlo brutalmente, trajo consigo la posmodernidad, sobre todo a partir del fin de Guerra Fría. Recordarás que en los 90, se decía que el fin de la Guerra Fría había marcado el fin de la historia, de las grandes narrativas, que la historia ya no tenía una narrativa (un conflicto) que dominara…
—Todo resultaba fragmentario…
—Exactamente. En su momento, dado que se venía de la Guerra Fría y de los totalitarismos europeos, eso se percibía como una forma de emancipación. Esto es: el fin de las grandes narrativas (la Nación, el Imperio, la Raza, la Historia como lucha de clases, o como desarrollo universal), significaba un tipo de emancipación. Creo que hoy en día vemos el lado oscuro de esto, el hecho de que el fin de las grandes narrativas también significa el fin de la posibilidad de pensar una totalidad de lo social y al no poder pensar una totalidad de lo social, no poder pensar un futuro para lo social. O, dicho de otra manera: el fin de las grandes narrativas también nos despojó de otras cosas que no sabíamos que iban a entrar en acelerado declive, con consecuencias “problemáticas”, para usar el término al uso: la democracia liberal; la idea de una humanidad cohesiva por encima de sus particularidades—hoy hay sólo particularidades, parece–; un proyecto en común; un lenguaje en común.
Creo que un ejemplo de eso es el cuento de Mariana Enríquez “Bajo el agua negra“. El cuento empieza con una escena excepcional, la confrontación entre el policía acusado del homicidio de dos pibes chorros y la fiscal Marina Pinat, a cargo del caso y en cuya oficina ocurre la escena. Marina Pinat es un ideal moderno, y ella se ve a sí misma como un ideal moderno, que está basado en el hecho de que ella da cuerpo a tres de las formas de representación que definen la modernidad. Por un lado, ella es parte del estado (su representante en esta instancia particular). Pero esa representación está puesta al servicio de otra, la que podríamos llamar la representación como “delegación”: ella es una fiscal, por tanto no fue elegida por los chicos que está defendiendo (entre otras cosas porque están muertos) pero ella tiene los mejores intereses de estos chicos (y de los que son como ellos) en mente. Esa representación (el estado como aquel que vela por los débiles es la creencia que hace al estado moderno posible: la justicia como reparadora del tejido social, que la violencia ha desgarrado.
Además, ella hace cuerpo la noción de representación en un sentido, digamos, estético o epistemológico: su defensa de los chicos de la villa es legítima, más que meramente burocrática, porque ella entiende la villa, esto es, su práctica legal –y su biografía– descansan en la poderosa ilusión de que ella tiene una clara representación de la villa.
Y hay un tercer sentido: en su confrontación con el policía –un emblema de la masculinidad tóxica si lo hay– ella no actúa solo por sí, o por los chicos de la villa. Ella también actúa por las muchas mujeres que, como ella, no son tomadas en serio, y hacen una causa de demostrar lo contrario. Marina es independiente, justificadamente agresiva, y así puede plantársele a este policía que es un cerdo, probablemente, ¿no?
—Empoderada.
—¡Empoderada!, sí, ese es un buen término. Ella, dice la narradora, quiere ser acerada, no atractiva, temible, no simpática. Ella se concibe (con buenas razones) como un ejemplo, una especie de sinécdoque de un grupo más grande. Por eso no solo es abogada, sino fiscal en lo criminal, y trabaja con casos pesados, y con gente pesada. Lo que el cuento hace visible es que su idea de que ella puede “hablar por los de la villa” y “conoce” a los de la villa son ilusiones. Imprescindibles. Pero ilusión. ¿Cómo ocurre esto? En la villa surge este culto a Emanuel (uno de los pibes chorros, que vuelve de la muerte, como Cristo, pero en este caso enviado de Cthulu). Hay dos posibles interpretaciones para el cuento, una sobrenatural, donde el horror es que Cthulu existe, está en el Riachuelo y es el fin de la humanidad. Esa es una interpretación aterradora, pero simple, hasta cierto punto. Hay otra interpretación, no menos perturbadora: todo esto es un fenómeno de delirio colectivo. Pero ¿por qué no es menos perturbadora? Porque este delirio colectivo, este culto que se crea en la villa no es un sueño de redención, sino de venganza. Inventan al profeta de un dios que los va a vengar de su opresión, de sus mutaciones (la villa está al lado del Riachuelo), de su olvido. ¿Y de quién los va a vengar? Los va a vengar destruyendo a gente como Marina Pinat. Entonces no sólo ella no habla por los de la villa, tampoco entiende a los de la villa (irónicamente, al final del cuento, el policía asesino es parte del culto de Emanuel, a quien él mató: como si entendiera que él sólo tuvo un rol en un drama más grande, lo que, como en el Judas de Borges, lo absuelve).
—Marina, entonces, tampoco sabe.
—Exactamente. Esas son dos ilusiones que sostienen la tarea de su vida, por un lado, y la tarea de una idea del estado y de una concepción de la sociedad como “una”, por otro. Entonces lo que se pone en escena es eso: no hay una sociedad “una”. Sino que son como dos sociedades que viven en dos tiempos diferentes, incomunicables salvo bajo la forma de la violencia. Y el estado moderno, como un gran puente que unifica las diversidades construyendo de alguna manera lo social, es eso, una ilusión irrelevante (imprescindible, sobre todo para “nosotros”, pero transitoria). Por eso quizás ni siquiera la matan, la dejan ir. ¿Y por qué la dejan ir, cuál es el efecto desde un punto de vista narrativo, estético? La dejan ir porque ya está destruida, porque el advenimiento de eso que vive bajo el agua pone en evidencia la irrelevancia de lo que ella representaba. Creo que eso es lo que el gótico pone en escena.
—¿Viene a contarnos esta gran división?
—Esta gran división que ni siquiera se puede mapear, porque no es como la grieta entre kirchneristas y no kirchneristas, que entienden la política más o menos de la misma manera, juegan el mismo juego, dentro de ciertos límites. Acá no, ocurre en dos mundos y esos dos mundos, de alguna manera, viven muy cerca, a la vez que viven a una distancia infinita: esto no es Afganistán, es una villa que está a unos pocos kilómetros de Puerto Madero. Y sin embargo, está más distante y es más amenazante que Afganistán. Ese es el fenómeno al que el gótico responde, la descomposición del presente y de aquello que hace posible que habitemos el presente.
—Es lo que interpela a la vez la contemporaneidad.
—Claro, la idea de que no haya una narrativa para entender todo antes era saludado como algo emancipador, y así surge esta idea de “la diversidad”. Los cuentos de Mariana Enríquez y el gótico, en general, lo que presentan es el lado oscuro de esta narrativa: muestran cómo la narrativa anterior era realmente una ilusión, tal vez bienintencionada, sin duda valiosa (Enriquez critica el progresismo pero desde el progresismo) pero una ilusión.
—¿Cuál sería esa narrativa “anterior”?
—La idea de que el fin de la Guerra Fría, el fin de los grandes relatos era una emancipación. Sí, es una emancipación de los grandes relatos, pero ¿qué hay después de los grandes relatos?
—Sí, incluso ficciones televisivas como Counterpart, incluso Stranger Things, o Fringe, todas vienen a contar de nuevo los dos mundos. Más allá de su filiación al gótico.
—Me contabas que habías hablado con Mariana Enríquez y que ella decía que la ciencia ficción, antes que el gótico, era el género de la época. Creo que ciertas variantes de la ciencia ficción hacen lo mismo que el gótico. En ambos casos lo que se muestra es una disyunción esencial en el presente: que el presente no es presente, sino que hay otra cosa que vive en el presente y vuelve al presente ilusorio (esto es: nosotros somos una ilusión). En el caso del gótico, la forma por la que se hace presente esa ilusión o esa disyunción es que hay algo en el pasado que sigue actuando en el presente y es más poderoso que la idea de que el presente es el fundamento del futuro. Esto es: el pasado sigue pasando y ese es el presente, porque define la experiencia de los personajes. El ejemplo más obvio es la del fantasma que vuelve. Por eso esta forma convencional del relato: una pareja joven, una familia joven que se muda a una casa para poner en marcha un proyecto hacia el futuro. Pero el pasado que vive en la casa la atrapa. Ese proyecto no existe hacia el futuro, porque además –y este es otro motivo del gótico– esta pareja joven no llega a esa casa incontaminada por el pasado: siempre suele llegar allí escapando de algo. Pensá en la familia de Jack Torrance, el protagonista de The Shining. La familia Torrance llega al Overlook Hotel (el Overlook real está cerca de mi casa, dicho sea de paso) y la idea inicial es que este es un nuevo comienzo para esta familia: él va a escribir su novela, el matrimonio se va a rehacer, el pasado violento de Jack va a remediarse. Pero lo que queda claro es que los fantasmas, como incidencia del pasado, están allí, y no sólo como el retorno del pasado del hotel. Inmediatamente tocan el pasado mismo de Jack, que no puede reconciliarse con haberle quebrado o dislocado el brazo a su hijo. Lo que muestra es que lo constitutivo del presente es este trauma o doble trauma del pasado. En el caso de cierta ciencia ficción hay algo similar pero que opera de otra manera. Pensemos en una de las mejores obras de ciencia ficción más o menos temprana como The Time Machine, de H.G. Wells: él es un caballero victoriano que de alguna manera representa la cima de la ciencia y la sociabilidad victoriana, porque crea un máquina para viajar en el tiempo y viaja al futuro, y viaja en el tiempo pero no en el espacio y lo que ve es el futuro no sólo de la humanidad, sino más específicamente de la civilización industrial en su cima en ese momento. El futuro de la civilización industrial es la división, causada por la misma sociedad industrial, de la raza humana en dos: los morlocks y los elois. Cuando él vuelve al presente, lo que quiere olvidar –y tal vez olvida, tal vez no– es que eso no es un horror que está en el futuro, sino que el presente ya está preñado de ese horror, porque ese futuro no ocurrió porque cayó un meteorito, o hubo una peste, sino que ocurrió por esto [golpea la mesa] mismo que constituye el presente. Eso es lo mismo que el gótico: mostrar que el presente está habitado por otra cosa, preñado de otra cosa.
—Lo cual envenena cualquier idea de utopía.
—Y sí.
—Ciertas ideas de utopía que podrían funcionar en relatos como el de la serie Breaking Bad, que es una utopía pequeñita: el padre que puede dejarle una educación a sus hijos y pagar la casa en la que viven. Hay allí una utopía que empuja el relato al menos en las dos primeras temporadas, una cifra concreta de dinero que el protagonista debe juntar. No estoy poniendo a Breaking Bad como ejemplo de gótico.
—Bueno, hay algo que el gótico inventa, al menos inventa para la narrativa moderna, y en lo que abreva Breaking Bad, que es el villano fascinante: Manfred, Ambrosio, Drácula, Hannibal Lecter y sí, por qué no, Walter White. El primer villano fascinante (aunque no gótico, claro) es, no obstante Lucifer, en El Paraíso perdido de Milton.
—Pero porque es un villano que ilumina, de allí el nombre: el que trae la luz.
—Claro. Los villanos góticos tempranos están muy influidos por el poema de Milton y por Skakespeare en particular, personajes como Ricardo III, Lady Macbeth, etcétera. Walter White (protagonista de Breaking Bad) no es un villano gótico en sentido estricto, pero ejerce el mismo tipo de fascinación que el villano gótico, que es la fascinación del mal, y la idea de que la narrativa te puede llevar a un lugar equívoco…
—Bueno, es el tema de la paternidad de Moira (la niña que desaparece) en El jardín de bronce.
—Sí, exactamente. El villano gótico es por lo general un padre, y un mal padre: Jack Torrance, Darth Vader, etcétera. Una particularidad del género gótico, dicho sea de paso, es que nace entero: en la primera novela gótica ya está el género completo. No es que hubo intentos que van llevando y después hay una obra de la que podés decir ‘esto es el género’; la primera novela ya es el género. El castillo de Otranto es un manuscrito medieval que alguien encuentra y un monje traduce del italiano y luego se traduce al inglés. Es la historia de Manfred, un rey en algún lugar de Italia que pierde a su hijo primogénito cuando un casco enorme cae del cielo y lo mata. Y Manfred está obsesionado porque es un rey ilegítimo al no tener descendencia. Matan a su hijo varón y necesita tener descendencia. Entonces decide repudiar a su esposa, que está vieja para tener hijos y se quiere casar con la prometida de su hijo. Pero ahí está: el personaje del hombre que es un mal padre, que es ilegítimo (paternidad y poder están vinculadas en la imaginación gótica, claro) y por eso está obsesionado con la legitimidad que controla este castillo poblado de fantasmas, en este caso de fantasmas que le recuerdan que él es un usurpador y vuelven una y otra vez para recordárselo. Y hay una doncella virginal atrapada por este villano gótico que es rescatada por un joven que llega. Pensá en El jardín de bronce, y es lo mismo, casi.
—Muy shakesperiano todo, ¿no?
—Totalmente. Ya que leímos El jardín de bronce, ¿qué hay de diferente? Esta casa en un lugar exótico, retirado del resto del mundo, hay una doncella que es violentada, raptada por este villano gótico que es malvado y esa maldad está en contacto con el hecho de que además es un artista eximio, y hay un joven que viene a rescatarla y falla. En el proceso el joven descubre quién es, y ese descubrimiento no es nada grato, porque desarma el aspecto épico del asunto.
—Y hay también una comunidad que está enferma, corroída. Cuando el protagonista llega a la isla de Pórtico alguien lo dice: “No hay ningún niño sano en este lugar”.
—Sí, es cierto. Parece un cuento de Lovecraft. Ya para volver a esto de la idea moderna de representación, y es algo que leí en (Eduardo) Grüner –en El fin de las pequeñas historias– que es algo sobre lo que reflexioné mucho a partir de lo que está pasando en Estados Unidos y tiene que ver con el gótico en un sentido importante, que es que la desaparición de los grande relatos destruyó la idea de la universalidad, porque, al menos en EEUU, se supone que la universalidad es una especie de prólogo al fascismo. La idea de que hay “un” valor universal, porque los valores siempre son históricos, entonces hay alguien que creó el efecto de una universalización y ese alguien siempre suele ser Ocidente, por propósitos siempre malignos. Ahora, ¿qué significa deshacernos de la idea de universalidad? Deshacernos de la idea de sociedad y de la idea de que es posible representar a otro ser humano. Entonces, deshacernos de la idea de universalidad y de lo humano como un universal, de una idea de lo humano y descomponerlo en mujeres, hombres, negros, gays, travestis, y que solamente alguien que pertenece a esa “clase” pueda representar esa clase, eso es la descomposición de la idea de sociedad (y de utopía, y de humano) porque el otro se convierte en una especie de sublime irrepresentable. Y de la idea de que no hay sociedad nace la de la pequeña comunidad. La pequeña comunidad, como la llamaba Raymond Williams, es el lugar cognoscible, donde todos se conocen a sí mismos, como una especie de epítome de lo humano. Pero ahora vivimos en algo que parece una comunidad pero no lo es, porque es como una serie de fragmentos que coexisten, de manera cada vez más incómoda.
—¿Un simulacro?
—Un simulacro siniestro. O que puede ser siniestro en cualquier momento, porque no hay quién pueda elevarse y convertirse en un principio de representación universal. En mi opinión, el último que lo hizo fue (Barack) Obama, porque era negro pero nunca hacía valer el hecho de que fuera negro como una especie de lugar sublime e incuestionable. Por el contrario, él siempre habla de “our common humanity“ –nuestra humanidad en común–, como si dijera: “No importa que yo sea negro, claro que soy negro, pero es más importante que yo soy humano y me puedo relacionar con otros humanos”. No es nada excepcional, o no lo hubiese sido si no estuviéramos en este contexto en el que estamos. El discurso que hizo en homenaje a Mandela es, para mí, una de las grandes piezas oratorias de la tradición liberal, y toca este tema, en Sudáfrica nada menos: el valor liberal de la universalidad de lo humano. Por eso Obama fue un presidente a quien no lo quería ni la derecha ni la izquierda, que viven del particularismo. Una manera fundamentalista de vivir el particularismo. No por nada fuimos reemplazados (con votos de la izquierda, que eligió la pureza) por este villano gótico que es (Donald) Trump, que abraza eso: “No hay sociedad”.
—Todo esto que me decís me suena así: La narrativa contemporánea no tiene ya elementos ni lugares para representar el futuro.
—No. Porque el futuro es por definición colectivo. Pero ya no hay colectivo.
—Es una conclusión muy terrible.
—Bueno, mirá la ficción contemporánea. Son todas ficciones de lo poshumano. No digo que todo eso vaya a pasar, pero me parece que esa es la ansiedad que nos come.
—Bueno, si nadie puede representarse otra cosa no veo cómo va a pasar esa otra cosa.
—Eso es la corrección política hoy en día, al menos como ocurre en ciertos lugares del mundo. Yo solo puedo representar hombres semiblancos, heterosexuales o que viven como heterosexuales, de mi edad: todo lo demás está fuera de mi predio, es violencia epistemológica, apropiación cultural. Cómo construir una utopía en común con eso, es un misterio para mí. (Ernesto) Laclau pensó al respecto, un modo de hacer política de lo particular. Es interesante, pero quién sabe. Pero volviendo a la narrativa, es por eso que el otro género contemporáneo por excelencia es la narrativa del yo y mí mismo. Cómo descubrí que soy gay, cómo me hice lo que soy (siempre en condiciones bastante indulgentes hacia uno mismo, claro). ¿Cuál era el género moderno al que reemplaza?: la narrativa de educación, el joven que salía al mundo a encontrarse a sí mismo encontrando el futuro. Ahora ya nadie quiere encontrar el mundo, lo que quiere encontrar es el rincón donde se siente cómodo, donde sus particularidades nunca van a ser atacadas. Una era una narrativa de salir al mundo y que el mundo te hiciera a vos, ahora uno ya es uno, sólo hay que descubrirlo, y el mundo es una amenaza.
—Ahora, tus estudios y tus libros anteriores trataban sobre bandolerismo, ¿hay alguna relación entre esto y el bandolerismo?
—No, salvo que la narrativa gótica estaba llena de bandoleros. Las novelas del primer gótico ocurrían en la Europa mediterránea. Era una realidad, porque en la Europa mediterránea premoderna o temprano-moderna, donde el estado era tan débil, existían estos vectores de violencia no estatal organizada: bandoleros rurales o la mafia italiana. Y eso se convirtió con el tiempo en uno de los estereotipos de la Europa mediterránea, el bandido –por eso la palabra bandit, que viene del italiano banditto. Y en esta representación, tan cargada por parte de protestantes, de la Europa católica, uno de los factores de entropía, pero a la vez de fascinación, era el bandolero rural.
—De todos modos en el bandolero hay una idea de identidad nacional.
—O de comunidad, claro. Pero por lo que yo me dediqué inicialmente al bandolerismo es porque me interesaban las novelas góticas pero tenía que dedicarme a alguna otra cosa y me dediqué a los bandoleros “porque” aparecen en las novelas góticas.
—¿Y por qué no dedicarte desde un primer momento a la novela gótica?
—Porque en 1999 [cuando empezó con su investigación en Pittsburgh] no existía la idea de un gótico latinoamericano, porque hasta cierto punto no lo había aún.
—¿Y cuándo empieza a existir?
—En mi opinión después de la Guerra Fría, cuando termina la Guerra Fría y ocurren ciertos fenómenos culturales como por ejemplo la disolución –o al menos la precarización– de la distinción entre cultura alta y cultura masiva. Parece la prehistoria, pero escribir o filmar obras de género en los años 70 u 80 no era común, había muy pocas películas de horror, había muy pocas novelas o cuentos de horror, con prestigio o impacto. Existía el fantástico, que es una manera de hablar del gótico y creerse sofisticado, pero no existía el gótico, porque la idea era que había que ser “fino”, porque existía esta ansiedad de escribir dentro de la cultura alta. Vos conocés la Antología de la literatura fantástica, de Silvina Ocampo, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. El prólogo, escrito por Bioy, pretencioso como siempre, habla de Walpole en una nota y dice: “Bueno, cuando hablamos de lo fantástico no hablamos de castillos y de sótanos y telarañas y mal gusto”. Pero después se pone a describir las características del fantástico y la primera es el ambiente. El ambiente es una invención del gótico, la idea de un ambiente amenazante, donde no es claro cuál es la amenaza (o si hay realmente una amenaza), y se crea un suspenso narrativo y afectivo en base a “eso” que puede o no haber. Y eso no lo inventó la novela sentimental de (Samuel) Richardson o El Quijote, sino el gótico: hay una habitación y un cuadro y ese cuadro se va a mover en algún momento. Pero Bioy no lo quiere ver, porque él era fino y no iba a condescender a afiliarse con eso. Cuando termina la Guerra Fría, lo que alguien llamó “el populismo cultural posmoderno”, hace colapsar estas distinciones y ahí pudo emerger el gótico con su propio nombre en América Latina. Stephen King era antes un autor que no tenía crédito (era un “best seller”, expresión que equivalía a su aniquilación) y ahora es considerado el autor más importante de la segunda mitad del siglo XX. Pero antes ¿quién in the know compraba libros de Stephen King? Mi amigo Francisco Siri, que me hizo leer Christine, y Carrie y que nos entretuvo una interminable tarde de lluvia y frío (nosotros estábamos abajo de la lluvia, no contemplándola, porque estábamos acampando, sin saber cómo realmente, en un bosque de Celulosa), con su relato de El resplandor. Y vos, claro.
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