Quiero reproducir acá esta entrada en el blog de Linkillo porque me parece insuperable y habla de una de las cosas que más nos ocupan en estos días, Fringe.
(jueves 10 de febrero de 2011) por Daniel Link
J. J. Abrams fue productor ejecutivo del mayor fenómeno televisivo de todos los tiempos: Lost. Ahora, es productor ejecutivo de Fringe, esa delicadísima reflexión sobre el amor y los mundos posibles.
Matthew Weiner fue productor ejecutivo y supervisor de producción de Los Soprano, esa abominación que, sin embargo, alcanzó para constituir un partido político (el de los televidentes "aristocráticos" y de "buen paladar", el del "telechic"). Ahora, es productor ejecutivo de la soporífera Mad Men, que me había negado terminantemente a ver, para desesperación de mis amigos que no cesaban de decirme "te va a gustar, te va a encantar". ¿Por qué iba a gustarme una excrecencia de la misma cabeza productora que ya me había arruinado más de una sobremesa?
Yo no soy del partido de Matthew Weiner por muchas razones, la primera de las cuales es que el realismo ("el vómito de los estereotipos") me aburre y me da náuseas. Pero las desmedidas alabanzas últimas que Rafael Spregelburd le dedicó a Mad Men me intrigó y me obligó a tomar el toro por las astas, la banda ancha por su costado más rápido y me bajé la primera temporada completa de Mad Max.
Siete veces me dormí en la mitad de un episodio u otro (¿qué es ese ritmo ruso que Weiner impone a los relatos que produce? ¿No sabe que miramos televisión como último recurso, antes del sueño? ¿No sabe que bajamos todo de Internet? ¿En qué mundo de programadores de prime-time cree vivir?). Pero persistí, con la disciplina que me caracteriza, para que no me digan que prejuzgo.
Mad Men es un teleteatro (como cualquiera de lo que produce Polka, claro que con mejor producción y con diálogos medianamente creíbles. Entre nosotros lo protagonizaría Pablo Echarri y los personajes secundarios hablarían de Illía). Pero no va más allá de ese horizonte sin esperanza y sin misterio. Y, por supuesto, como Weiner considera que no hay nada nuevo que decir, se refugia en el pasado. No un pasado remoto (Roma era encantadora, con todas sus equivocaciones históricas), sino en un pasado inmediato: 1959.
A partir de ahí, el aburrido teleteatro producido por Weiner no hace sino subrayar, subrayar y subrayar: "mirá qué ropa se usaba", "mirá los cuerpos de las mujeres", "mirá los peinados de los hombres" y, sobre todo: "¡¡¡¡¡¡¡mirá cómo fumaba la gente!!!!!!!!!".
A cuento de nada, por puro capricho demostrativo o subrayativo se nos muestra a una mujer embarazada (anticipo desde ya que no me quedaré hasta que ese embarazo llegue a término) con un whiscacho en una mano y un cigarrillo en la otra. "Ohhhh", dirá el norteamericano medio y se tapará la cara como si viera el Mal encarnado. Y todavía mucho más: la esposa del protagonista (que está un poco mal de la cabeza: la esposa, pero tal vez el protagonista también), ¡fuma mientras lava los platos con guantes de goma! (algo que ni el más consuetudinario fumador del universo ha hecho nunca, nunca, jamás).
Sea, se trata de subrayar el salto cualitativo que la historia da cada tanto: lo que ayer nomás era regular hoy es una anomalía (Fringe, dicho sea de paso, dice lo mismo, pero a partir de la hipérbole y de la contrastación de universos paralelos, lo que es muuuucho, pero muchísimo más encantador: lo que ahora, acá, es regular, ahora, en no-acá, es una anomalía; o sea, antropología cultural).
Como este único subrayado se vuelve un poco monótono (y después de ocho episodios uno casi deja de notarlo), se subrayan las "invenciones" de la sociedad de consumo: el desodorante en aerosol, los cigarrillos con filtro, las tostadoras, el sifón drago. "Oh", "Oh", "Ahhhhh". ¡Y a mí, señores, qué me importa!
Todo bien con la investigación escenográfica, pero me da exactamente lo mismo, si todo eso no está al servicio de una historia que me arrastre hacia lugares que no sabía que existían. ¿Qué me muestra Mad Men? Un universo de oligofrénicos y canallitas (el universo de la publicidad siempre fue así y siempre lo será) en el momento en el que se aprestan a arruinar el mundo para siempre.
Con la excepción del protagonista y su encantadora esposa medio pirada, todos los demás personajes son desagradables hasta el vómito. ¿Por qué habría yo de preocuparme por sus destinos? Ya quise que el executive-junior se matara cuando lo echan, ya quise que el protagonista matara a su hermano cuando lo encuentra, yo quise que el jefe del protagonista se muriera de infarto. Pero no: el realismo (y su pedagogía) no tolera esos excesos. Todo es más normal (y aburrido) que la década del cincuenta, esa añoranza norteamericana que a mí me deja frío (¡si yo no existía, el mundo tampoco!).
Y luego, los estereotipos corporales y kinéticos: la mujer separada usa pantalones, el psiquiatra no pronuncia palabra (mejor así: la psiquiatría norteamericana y el conductismo psicológico sostuvieron siempre discursos abominables), los hombres poderosos les dicen a sus amantes (todas las esposas son cornudas): armá tu valija, nos vamos esta noche a París (faltó que agregara: en tren), etc...
No quiero demostrar que Mad Men es un teleteatro estúpido y malo (lo que, de tan evidente, no requeriría siquiera demostración). Quiero, sencillamente, demostrar que así como nunca pude participar del partido de Los Soprano, ahora tampoco puedo participar del partido de Mad Men, y que así como antes viví en el universo de Lost con la felicidad de un niño que se hace preguntas, ahora vivo en el universo de Fringe con la angustia de un adolescente que no sabe a qué mundo salvará el amor.
Cada cual sabrá qué partido toma (qué partido sigue) y por qué, pero yo quisiera que los partidarios del realismo, del aburrimiento, de la tristeza y del detalle insignificante respetaran un poco más nuestras creencias: no nos manden, amigos míos, a ver Mad Men. Nos hace odiar el mundo y nosotros somos partidarios del amor, de su multiplicación, de su reinado.»
Matthew Weiner fue productor ejecutivo y supervisor de producción de Los Soprano, esa abominación que, sin embargo, alcanzó para constituir un partido político (el de los televidentes "aristocráticos" y de "buen paladar", el del "telechic"). Ahora, es productor ejecutivo de la soporífera Mad Men, que me había negado terminantemente a ver, para desesperación de mis amigos que no cesaban de decirme "te va a gustar, te va a encantar". ¿Por qué iba a gustarme una excrecencia de la misma cabeza productora que ya me había arruinado más de una sobremesa?
Yo no soy del partido de Matthew Weiner por muchas razones, la primera de las cuales es que el realismo ("el vómito de los estereotipos") me aburre y me da náuseas. Pero las desmedidas alabanzas últimas que Rafael Spregelburd le dedicó a Mad Men me intrigó y me obligó a tomar el toro por las astas, la banda ancha por su costado más rápido y me bajé la primera temporada completa de Mad Max.
Siete veces me dormí en la mitad de un episodio u otro (¿qué es ese ritmo ruso que Weiner impone a los relatos que produce? ¿No sabe que miramos televisión como último recurso, antes del sueño? ¿No sabe que bajamos todo de Internet? ¿En qué mundo de programadores de prime-time cree vivir?). Pero persistí, con la disciplina que me caracteriza, para que no me digan que prejuzgo.
Mad Men es un teleteatro (como cualquiera de lo que produce Polka, claro que con mejor producción y con diálogos medianamente creíbles. Entre nosotros lo protagonizaría Pablo Echarri y los personajes secundarios hablarían de Illía). Pero no va más allá de ese horizonte sin esperanza y sin misterio. Y, por supuesto, como Weiner considera que no hay nada nuevo que decir, se refugia en el pasado. No un pasado remoto (Roma era encantadora, con todas sus equivocaciones históricas), sino en un pasado inmediato: 1959.
A partir de ahí, el aburrido teleteatro producido por Weiner no hace sino subrayar, subrayar y subrayar: "mirá qué ropa se usaba", "mirá los cuerpos de las mujeres", "mirá los peinados de los hombres" y, sobre todo: "¡¡¡¡¡¡¡mirá cómo fumaba la gente!!!!!!!!!".
A cuento de nada, por puro capricho demostrativo o subrayativo se nos muestra a una mujer embarazada (anticipo desde ya que no me quedaré hasta que ese embarazo llegue a término) con un whiscacho en una mano y un cigarrillo en la otra. "Ohhhh", dirá el norteamericano medio y se tapará la cara como si viera el Mal encarnado. Y todavía mucho más: la esposa del protagonista (que está un poco mal de la cabeza: la esposa, pero tal vez el protagonista también), ¡fuma mientras lava los platos con guantes de goma! (algo que ni el más consuetudinario fumador del universo ha hecho nunca, nunca, jamás).
Sea, se trata de subrayar el salto cualitativo que la historia da cada tanto: lo que ayer nomás era regular hoy es una anomalía (Fringe, dicho sea de paso, dice lo mismo, pero a partir de la hipérbole y de la contrastación de universos paralelos, lo que es muuuucho, pero muchísimo más encantador: lo que ahora, acá, es regular, ahora, en no-acá, es una anomalía; o sea, antropología cultural).
Como este único subrayado se vuelve un poco monótono (y después de ocho episodios uno casi deja de notarlo), se subrayan las "invenciones" de la sociedad de consumo: el desodorante en aerosol, los cigarrillos con filtro, las tostadoras, el sifón drago. "Oh", "Oh", "Ahhhhh". ¡Y a mí, señores, qué me importa!
Todo bien con la investigación escenográfica, pero me da exactamente lo mismo, si todo eso no está al servicio de una historia que me arrastre hacia lugares que no sabía que existían. ¿Qué me muestra Mad Men? Un universo de oligofrénicos y canallitas (el universo de la publicidad siempre fue así y siempre lo será) en el momento en el que se aprestan a arruinar el mundo para siempre.
Con la excepción del protagonista y su encantadora esposa medio pirada, todos los demás personajes son desagradables hasta el vómito. ¿Por qué habría yo de preocuparme por sus destinos? Ya quise que el executive-junior se matara cuando lo echan, ya quise que el protagonista matara a su hermano cuando lo encuentra, yo quise que el jefe del protagonista se muriera de infarto. Pero no: el realismo (y su pedagogía) no tolera esos excesos. Todo es más normal (y aburrido) que la década del cincuenta, esa añoranza norteamericana que a mí me deja frío (¡si yo no existía, el mundo tampoco!).
Y luego, los estereotipos corporales y kinéticos: la mujer separada usa pantalones, el psiquiatra no pronuncia palabra (mejor así: la psiquiatría norteamericana y el conductismo psicológico sostuvieron siempre discursos abominables), los hombres poderosos les dicen a sus amantes (todas las esposas son cornudas): armá tu valija, nos vamos esta noche a París (faltó que agregara: en tren), etc...
No quiero demostrar que Mad Men es un teleteatro estúpido y malo (lo que, de tan evidente, no requeriría siquiera demostración). Quiero, sencillamente, demostrar que así como nunca pude participar del partido de Los Soprano, ahora tampoco puedo participar del partido de Mad Men, y que así como antes viví en el universo de Lost con la felicidad de un niño que se hace preguntas, ahora vivo en el universo de Fringe con la angustia de un adolescente que no sabe a qué mundo salvará el amor.
Cada cual sabrá qué partido toma (qué partido sigue) y por qué, pero yo quisiera que los partidarios del realismo, del aburrimiento, de la tristeza y del detalle insignificante respetaran un poco más nuestras creencias: no nos manden, amigos míos, a ver Mad Men. Nos hace odiar el mundo y nosotros somos partidarios del amor, de su multiplicación, de su reinado.»
Escena del capítulo 12 de la tercera temporada de Fringe ("Concentrate and ask again"): "Esa delicadísima reflexión sobre el amor y los mundos posibles", escribe Link.
Coda
Al leer los comentarios vuelve a asombrarme el descaro de la gente. Me cuesta creer que los que levantan el dedito señalando piezas de ese "realismo" al que se refiere Link ignoren los textos del autor, por ejemplo, en Cómo leemos. Incluso si los ignoraran, acá está este planteo lúcido y magistral. No obastante, ahí están, reclamándole la atención sobre Michelangelo Antonioni (después de Blow out, de Brian De Palma —respuesta a Blow up—, Antonioni debería haber aprendido a hacer películas, pero no, siguió con el partido de los realistas), o subrayándole que Jarmusch y Wes Anderson son vasos conductores entre esos dos partidos, esas dos veredas. En fin.
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