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lunes, 4 de agosto de 2014

familias nucleares


Sí, como lo hizo el cine, muchas series –o, mejor dicho, sus creadores– están reescribiendo la historia. Al menos, la historia del imperio. Con el futuro atado al cinturón de plomo de la economía posliberal y global, y el militarismo de los Estados Unidos como único horizonte trascendente, las ficciones televisivas se han vuelto un espacio excepcional para los interrogantes sobre el estado actual del mundo.
Entre otras series, con Mad Men hubo un momento para explorar los umbrales de los tiempos que corren al revolver en los primeros años 60, así como Boardwalk Empire miró hacia el furor de la mafia tras la prohibición del alcohol en los 20, cuando casi un millón de soldados volvían de la Gran Guerra; y, yendo al pasado más reciente, la excepcional The Americans recrea los momentos de inagotable tensión de principios de los 80 entre la administración de Ronald Reagan y la Unión Soviética en los estertores de la Guerra Fría y la instalación en el espacio del escudo antimisiles conocido como “Guerra de las Galaxias”. Faltaba una serie que abordara desde una nueva perspectiva el período “heroico” de América, el de los años 40 –que es a la vez uno de los períodos más prolíficos del cine de Hollywood porque, precisamente, los directores y técnicos emigrados de la devastada Europa central habían emigrado al otro lado del Atlántico. Manhattan debe su nombre al Proyecto Manhattan, aquél que en casi dos años creó la primera bomba atómica.
 Imagen tomada de Vox.

En palabras de Sam Shaw, creador de la serie (y creador también de otra serie ambientada en el pasado, Masters of Sex, década del 50): “Manhattan es una representación de la maravilla, el peligro y el desencanto con el que quedaron ensombrecidas las primeras familias «nucleares»”.
Y es que la serie, que comenzó a emitir el 27 de julio pasado el canal WGN –que recién el año pasado se largó a producir sus propias ficciones con Salem– no se apega a los datos de la historia, sino que se acompaña de ellos. Por supuesto, está el célebre padre del monstruo, el científico J. Robert Oppenheimer (interpretado por Daniel London) o el entonces coronel Leslie Groves (aquí Alden Cox, interpretado por Mark Moses). Es una versión de algún modo libre de lo que fue el desarrollo del Proyecto Manhattan a partir de 1943, cuando el país había entrado en la Segunda Guerra mundial. La bomba atómica, el arma más grande del mundo –según el argumento esbozado desde el episodio piloto y con el que Estados Unidos se justificó del horror nuclear–, era la única garante de que cientos de jóvenes dejaran de morir entre los escombros del viejo mundo.
Así, la serie está ambientada en un pueblo en medio del desierto de Nuevo México cuya mera existencia es clasificad. Allí seguimos a Frank Winter (interpretado por John Benjamin Hickey) y su equipo de científicos brillantes y fallidos, quienes fueron reclutados para trabajar en un proyecto del que no saben nada hasta su arribo a The Hill, el pueblo secreto que concentra la mayor cantidad de genios del mundo, pero está borrado de todos los mapas y donde los esposos no pueden decir ni una palabra de cuál es su trabajo bajo pena de ser extraditados por traidores.
El clima de asfixia y claustrofobia se siente desde el primer plano de la serie: Frank Winter, de noche, iluminado por los faros de un viejo Chevrolet, practica tiros de golf envuelto en una tormenta de polvo. Es decir, la vastedad del desierto se redujo a una mínima porción de terreno, mal iluminado, convulsionado e interferido por la polvareda. Lo mismo le cabe al mundo, más allá de las luces del auto clavado en la arena.
Como si se tratara de héroes involuntarios, los científicos llegados a The Hill deben renunciar a la serena mecedora en el porche y los placeres del hogar. Llevaron a sus esposas, quienes les reclaman la vida de la ciudad, el desfile cotidiano que lleva al ascenso social, pero ellos no sólo no tienen otra cosa que ofrecer que el desierto y la vida reducida a los límites militarizados del pueblo, sino que ese horizonte, esa utopía que los depositó en ese lugar fuera del mundo, es un secreto. Así el núcleo familiar –que es en la familia moderna el lugar donde depositar los secretos– muta hacia la familia nuclear. 
La revista Vox califica a Manhattan como el encuentro entre Mad Men y la guerra nuclear. Y es que “Manhattan”, hecha 60 años después de comenzado el proyecto de la bomba atómica, desde luego narra también el mundo que despertó con Hiroshima y Nagasaki, el de la Guerra Fría, el del espionaje y la sospecha como formas de la política, el de los mundos aislados y la experimentación concentracionario. Al igual que en Mad Men (serie en la que sus protagonistas, en la segunda temporada, se burlan de la posibilidad de que John F. Kennedy llegue a presidente), el público ya sabe el final de la historia y conoce mucho más que los personajes el devenir de la historia. De modo que lo que realmente sucede es una nebulosa que aparece iluminado –como en la escena inicial– por el resplandor de ese hongo atómico allá al final de un camino que –ahora sí– público y protagonistas avanzan a tientas.
Ese juego, el de ir a pisar un umbral, un límite a partir del cual la historia cambió, es el procedimiento frecuente de ciertas series, como decíamos al principio, que, en realidad, escrutan el presente en su condición de abismo, de lugar sin fondo al que contemplamos con terror y fascinación, atracción y repelencia; y cuya comprensión exige, como en el caso de los científicos encerrados en The Hill, una renuncia pero, a la vez, el pecado y la redención.

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