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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

lunes, 4 de septiembre de 2017

los modos de vida

De repente, la desaparición de un joven en medio de un operativo de Gendarmería en la provincia de Chubut se convierte en una suerte de “operación” política, es decir, un supuesto montaje, una falsificación de un hecho que, para la historia reciente de Argentina, es algo terrible y de repercusiones inconmensurables. Santiago Maldonado fue visto por última vez en una protesta junto a miembros de la comunidad mapuche en una ruta de la Patagonia, una patrulla de Gendarmería lo perseguía; en ese operativo a manos de una fuerza estatal estuvo presente una alto funcionario del ministerio de Seguridad, Pablo Noceti –asociado a su vez a la defensa de militares que participaron del terrorismo de estado durante la última dictadura–; sin embargo, desde esa dependencia se negó desde un principio la posible incumbencia de los gendarmes en el hecho y, desde ese 1 de agosto, comenzó una suerte de campaña feroz en medios oficialistas y redes sociales de demonización del mismo desaparecido y de la comunidad mapuche: acusándola de extranjera (son mapuches, es decir, dicho mal y pronto, indios, y por tanto, cualquier cosa menos extranjeros) y de terroristas, llegando a extremos (como que son financiados por los ingleses o tienen vínculos con los kurdos) que llamarían a risa si el trasfondo no fuese tan espantoso.  
Imágenes tomadas de La Nación (Hernán Zenteno).

La pregunta anecdótica es ¿cómo parte de una sociedad que vivió el desarrollo de juicios y castigos a responsables del terrorismo de estado de una manera ejemplar en el mundo, acepta ahora esta nueva desaparición y, además, la banaliza? Pero la otra pregunta es por la salud de la historia y el modo en que se aprehende hoy en día.
Agustín Jerónimo Valle, es un joven historiador de Buenos Aires, se formó fundamentalmente en Historia de la Subjetividad y Transformaciones contemporáneas en la subjetividad, con Ignacio Lewkowicz entre 1999 y 2004. Integra –según puede leerse su currículum en el sitio de Flacso– en la Diplomatura en Gestión Educativa de Flacso Argentina, donde también es coordinador del Seminario Subjetividades Mediáticas y Educación. Además de los numerosos libros que publicó (Solo las cosas. Ensayos sobre subjetividadmediática y naturaleza urbana; De pies a cabeza. Ensayos de fútbol; A quién le importa. Biografía política de Patricio Rey –autoría en el grupo–), escribe a menudo en distintos medios culturales y administra el blog Sólo Las Cosas, donde, además de textos suyos, pueden escucharse sus columnas sobre cultura y política en el programa Tiro al Blanco en la radio porteña La Tribu.
Valle trabaja desde hace años esa relación entre política, historia y subjetividad acaso ineludible para pensar el problema planteado en los primeros párrafos.
—Ya que te has dedicado a estudiar la educación, lo mediático y la política, ¿tenés una respuesta de por qué a casi cuarenta años de democracia aún hay que aclarar qué son los derechos humanos? ¿Hubo ahí una falla comunicacional, pedagógica?
—Lo primero que diría es que Argentina es un país montado sobre un genocidio, la República Argentina está montada sobre un genocidio, el estado moderno, es sabido, pero hay que repetirlo. En las guerras intestinas, acá en Buenos Aires se exhibían cabezas en Plaza de Mayo. Me parece que la historia argentina es una historia de terror. Desde este punto de vista y teniendo en cuanta la agudización que tuvo el terror en la historia argentina contemporánea, valoraría también el borde que el terror está encontrando por parte de una parte viva de la sociedad, el límite, el coto que viene encontrando el terror en los Juicios a las Juntas, en los Movimientos de Derechos Humanos, en las Madres de Plaza de Mayo, en los Hijos, en el proceso de juicio y castigo a los genocidas, que fue efecto de esa movilización social, mucho más que de la decisión de un gobierno. El gobierno kirchnerista muy plausiblemente tomó la política de DDHH leyendo que era una reivindicación muy popular –no lo digo juzgándolo, quiero decir que el problema de los DDHH atañe a una dimensión instituyente de lo político en la Argentina, adonde está en discusión qué viene primero, si la sociedad o el estado, por decirlo mal y pronto. Porque el terrorismo de estado se apoya en la premisa de que el estado soberano tiene potestad para suspender la ley en determinados cuerpos, por ejemplo, en el de Santiago Maldonado. Y por otra parte, esa suspensión sucede de modo legítimo, ¿no? En ese sentido leo el intento de impunidad vía 2 por 1 a los genocidas. Y cuando hablaba de borde me refiero a esta reacción tan masiva, tan popular, una fuerza de ánimo antigenocida, anti impunidad que me parece que es la afirmación de un mínimo de empatía que la sociedad sostiene, un mínimo de empatía dentro de unas vidas cotidianas que tienen a la empatía deterioradísima. Como condición de posibilidad de los modos de vida actuales la empatía necesita estar muy deteriorada. Entonces, la historia argentina es una historia de terror, agudizada en la historia argentina contemporánea y ese terror encuentra cierto borde, cierto límite. Me parece que la movilización del viernes por Santiago Maldonado es impresionante y una nueva muestra de ese borde, de esa intolerancia social hacia el terrorismo de estado. Por otra parte, los intentos de legitimar ese terrorismo de estado actuales apelan a una racionalidad que es la misma a la que apelaba la legitimidad de las desapariciones y la represión durante la dictadura: el algo habrán hecho, el “a ese hippie si lo encontramos ya tenemos la tijera y el jabón”. Hay un libro de Silvia Schwarzböck que se llama Los espantos (Estética y postdictadura) en el que ella dice algo así –lo digo con poca fidelidad– como que el tabú cultural de apoyo al Proceso (de Reorganización Nacional, 1976-1983), es decir, el triunfo cultural de los derechos humanos en la década del 80 tiene como contracara el triunfo de la vida de derechas. Es decir que triunfa una vida de derechas en un plano económico y existencial y hay, a la vez, una impugnación general al terrorismo de estado, que son una suerte de contracara, no quiero decir dialéctica, pero más o menos. Me parece que desde ahí hay que leer una y otra vez cómo se debilita ese borde al terrorismo de estado y los derechos humanos vuelven a deshacerse. Porque ¿qué entendemos por derechos humanos? ¿Qué entra, qué no? ¿Las torturas policiales en las comisarías en los barrios pobres, que en los ocho años del gobierno de (Daniel) Scioli fueron récord según la Correpi? ¿Qué dicen de la salud de los derechos humanos durante el gobierno kirchnerista?
Y a lo que iba con los de Schwarzböck es que más que una cuestión de educación –como si los derechos humanos pudieran enseñarse explícitamente, como ciertos discursos o ciertas afirmaciones en torno a los derechos humanos–, son los modos de vida concretos que estructuran la sociabilidad, que estructuran los valores, el deseo, estructuran la psique, son los que organizan un cierto sentido de los derechos humanos. Los modos de vida prácticos. ¿Qué es la vida, no? ¿La vida pasa por laburar y consumir, por una competencia generalizada, por volcarse al rendimiento, por una carrera, por la maximización general de los beneficios, la concepción de cada uno como una empresa: costo, beneficio, cálculo? Me parece que más que pensar en la educación –que por supuesto que tiene un gran valor–, hay que pensar en cómo se organizan los modos de vida y qué matrices vinculares y qué matrices de sentido se están generando en los modos de vida en un sentido muy amplio de lo económico, es decir, cómo se produce el valor de la vida en general. Desde ahí pensaría la salud de los derechos humanos.
—Donald Trump atribuye su triunfo en la carrera a la presidencia de Estados Unidos a Twitter, el gobierno de Mauricio Macri se jacta de su manejo de las redes; ¿cuál te parece que es la efectividad de las redes en las campañas políticas?
—No sé y creo que no se sabe. Creo que (influyen) mucho, creo que es cierto que Trump tuvo alta cosecha vía Twitter, lo cual es una modalidad, porque acá también hay otra por la cual el macrismo superó al Frente para la Victoria a través de los ejércitos de trols. Entonces me parece que sí, que hay algo en la generación de opinión y de la afectividad que se da en las redes, en la mediósfera. No sólo en los medios de comunicación que se consumen en tanto emisores de discurso monolingüístico que los grandes medios emiten, sino sobre todo en la mediósfera como espacio que se habita interactivamente. Y me parece que ahí, sobre todo por lo de Trump, al igual que Macri se muestra como un no político, sino como un chabón más común aunque empresario y rico, más directo, que viene a la política, pero no es un político; me parece que la efectividad de Twitter para Trump muestra que la omnipresencia de lo mediático, es decir, le mediatización general de la vida viene a mostrar una potencia, un valor en la disminución de las mediaciones. Es decir, vía la omnipresencia de lo mediático Trump tiene menos mediaciones para llegar a la gente. Sobre todo las viejas mediaciones, las estructuras de los sindicatos, de los partidos políticos; lo orgánico, digamos.
Yo trabajo en un postítulo de capacitación docente del Ministerio de Educación de la Nación (el Instituto de Formación Docente), que forma parte del programa Nuestra Escuela, creado por el kirchnerismo que el macrismo está desguazando a pesar de que fue establecido por ley y consensuado en el Concejo Federal de Educación –integrado por los 24 ministros de Educación, entre ellos Esteban Bullrich cuando era ministro de la ciudad de Buenos Aires–, ahí se desarrollaron una serie de combates políticos y sindicales y teníamos buenas fuentes que nos informaban que a las autoridades del ministerio los cortes de calle, la toma de los edificios ministeriales les importaban muchísimo menos que los “tuitazos”, que las campañas de comunicación por redes sociales, quizá porque el control, el poder tiene mecanismos bien aceitados para apaciguar las imágenes de lucha política tradicional, como la operación policial y mediática que se vio el viernes en la marcha por la aparición de Santiago Maldonado y que lo que hacen es amortiguar su impacto en las corrientes de opinión y de ánimo social. 
—Hace poco Tévez, el jugador de fútbol, decía que Macri había sido como un padre para él y vos recordabas en tu libro “De pies a cabeza (Ensayos de fútbol)” el lanzamiento de Macri a la política a través de la presidencia de Boca Juniors. Hablabas ahí del eficientismo: hay allí un descenso de ciertos conceptos o valores políticos y sociales a favor de la eficiencia y el rendimiento?
—Sin duda hay ya una larga caída de los viejos valores políticos humanistas. Me parece que eso también puede verse en lo que se presenta en la argentina, puesto entre muchas comillas, como la socialdemocracia, o populismo de centro izquierda. Es decir, cuando Cristina Fernández de Kirchner dice que el macrismo le vino a desordenar la vida a los argentinjos quiere decir que el kirchnerismo vino a reordenar y reorganizar la vida, también cuando dice voten a su favor, miren su bolsillo, me parece que esa línea discursiva es más central que aquella otra de “La patria es el otro”, que es algo que quedó en el pasado y sostienen sectores muy minoritarios del kirchnerismo. Por otra parte pensaría que la razón instrumental tiene ya su historia extensa –al menos desde el siglo XIX–, pero por cierto el orden y el progreso son valores más generales que la eficiencia y el rendimiento. Pero me parece que uno puede ver cómo la derecha, es decir, la razón del orden establecido, del statu quo, ha ido cambiando en su racionalidad paradigmática, y quizá también la izquierda. Pensemos que a principios del siglo XIX el político era un militar; luego un hombre de leyes; 70 u 80 años más tarde, un médico –el biologicismo como paradigma– y ahora un ingeniero industrial, un gerente. Claramente hay algo de lo social que se piensa proyectando el conjunto de problemas y de recursos que tiene en su escritorio un gerente de empresas. 

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