Durante casi veinte años se dedicó a viajar. Para los que lo
tratábamos de cerca, en el trabajo, en reuniones de amigos, su charla fue
siempre la del colega cercano, el compañero con el que se intercambiaban
comentarios y opiniones que iban desde libros hasta coberturas periodísticas
cercanas. Pablo Bilsky nunca necesitó hablar de sus viajes para transmitir
conocimientos ni experiencia. Allá estaban, los viajes, así como se tiene una
biblioteca o una colección de discos, se tiene un pasaporte lleno de sellos.
Hace tres años, cuando publicó su primer libro, Herodes,
que transcurre en una Rosario onírica, asolada por una guerra que trae los
fantasmas de la historia reciente y lejana, era obvio para sus lectores que la
principal operación de la literatura de Bilsky era el lenguaje o, mejor, ese
extrañamiento que se produce cuando se fuerzan las palabras, cuando las
palabras son expelidas por un paisaje que se volvió ajeno. “Crónicas”, ese
libro de hace tres años se presentaba como crónicas: a falta de un género para
esa experiencia orgiástica de lenguaje y extranjería, en la que un linyera que
se travestía aparecía muerto en Granadero Baigorria y los vecinos le atribuían
haber combatido en Malvinas, Herodes se presentaba como una crónica. Y lo
era, una crónica de la sinrazón histórica.
En China (Baltasara Editora, Rosario, 2018), que se
presenta este jueves a las 19 en Facultad Libre Rosario (9 de Julio 1122),
Bilsky ensaya también unas crónicas, la de sus viajes por varios continentes,
de La Habana a Nueva York, de Liverpool a Jerusalén, de la Atenas de los
disturbios contra el ajuste a la Varsovia contemporánea, ultraderechista y
xenófoba. Sólo que estas crónicas, a diferencia de la anterior, ya no son sobre
la sinrazón histórica sino, acaso, para decirlo con una cita oscura y
reconocible, crónicas sobre los sueños de la razón que producen monstruos.
Imagen de Franco Trovato Fuoco
La visita al museo de la Esclavitud en Liverpool, al que se puede llegar por el callejón del Penique (el “Penny Lane” de la canción de los Beatles); la nieve sobre Ámsterdam, donde Bilsky recoge la historia financiera y esclavista de la ciudad; el fuego que consume libros y luego consumirá seres humanos en una ciudad del centro de Europa: en muchas de las crónicas el autor se arma de un objeto, lo personifica, crea una prosopopeya; los elementos no hablan, pero dan forma y hacen reconocible esa “cadena de asombros” que Bilsky despliega en sus crónicas, donde accedemos a un rincón de una ciudad extranjera mientras nos volvemos también extranjeros, como lectores, con la mención de lugares, carteles y señales a veces impronunciables.
En “Enfurecida ignorancia”, el texto que abre el libro y
sirve de prólogo, Bilsky describe ese rol de cronista que asume en estas
crónicas en las que recoge viajes, escenas y recorridos que van desde 2005
hasta agosto del año pasado. “(El cronista) sí tiene una decisión, personal e
histórica, en algún sentido patológica, de enfrentarse con lo indecible, con el
asombro, con el fracaso”, escribe. Y también: “Escribir lo que no se entiende.
Y escribir por eso”.
En esta conversación Pablo Bilsky habla de la trastienda de
esas crónicas, desde su percepción de los viajeros hasta las sensaciones de ser
extranjero y, sobre todo, extranjero de su propia lengua.
Ámsterdam, imagen de P.B.
—¿Se puede zafar de ser un turista?
—Viste que están esos que dicen “Yo soy viajero, no soy
turista”. Y para el otro, para el que es del lugar, el que llega es turista, no
ven las diferencias. Y me da un poco de risa. Porque ¿el viajero qué sería? Te
dice: “No, yo me mezclo con la gente del lugar, viajo en transporte público”.
Está bien, entiendo, hay formas y formas de viajar, y es cierto que hay formas
de turismo que son brutales. Partiendo de la base de que el turismo es una forma
de consumo en el que el lugar pasa a ser la mercancía y, si bien todos
consumimos, no todos somos consumistas. Hay maneras de consumir. Uno a veces
quiere zafar de eso, pero por el hecho de ser extranjero el tipo del lugar te
ve como turista, y en cada vez más países no con buenos ojos. Lo que traté
también de mostrar en el libro es que hay una mirada despectiva y casi xenófoba
no sólo para los refugiados sino también para el turista.
—¿Eso sucede en Europa?
—Sobre todo en Europa. Y en el transcurso de los años lo he
visto como un cambio que se produjo que puede tener que ver, por ejemplo en
Holanda, con los gobiernos de derecha: los tipos están cansados del turismo
narcótico –en Holanda va todo el mundo a fumar de todo. También hay que estar.
El tipo que vive ahí ve cómo se llenan las calles de gente, entre quienes hay
también esas formas brutales de turismo. Antes eran los japoneses y ahora son
los chinos, cosa que la corrección política no te permite enunciar. Y es
imposible zafar de ser turista, primero por esta cosa de consumo que hay en
todo viaje. Después, ante los ojos del otro somos todos iguales, no corren esas
diferencias del turista, el viajero. Y también el grado de frivolidad,
consumismo e ignorancia y cierta inocencia que veo contenido en el término
turista es hasta cierto punto ineludible. Es un buen intento el de ser un
viajero y no caer en esas formas brutales de consumismo. No olvidemos que el
viaje fue también una forma de conquista, y sigue siéndolo: el viaje de
conquista capitalista del lugar. Por ejemplo, en todos los lugares, y sobre
todo en este último viaje a países escandinavos, hay muchos letreros
pidiéndole a la gente que no destruya el
lugar, la naturaleza, porque ese es un problema grave: la depredación del
turismo. Carteles que dicen: “Puede hacer lo que quiera siempre y cuando no
destruya la naturaleza”, cosas básicas. Ese ánimo de depredación que tiene
cierto turismo: ir a Grecia y traerse un pedazo de Partenón. Pero imaginate,
una gran ciudad de un país capitalista hoy en día es también como un gran
mercado, ¿quién puede tener la capacidad de decir “No soy turista en Nueva York
o en Londres”? Es como decir que uno no es consumista en el capitalismo. Podés
no serlo en un grado patológico, pero de algún modo todos estamos en el
sistema. Pero quién puede ser tan omnipotente para decir, como decía (José)
Martí, “en las entrañas del monstruo”, “Yo zafo de las leyes del mercado
capitalista en Nueva York, solito, encima”. Si uno está solo en Berlín,
Londres, París, en grandes maquinarias del capitalismo ¿quién sos para zafar de
eso? En algún punto te va a tragar y vas a trabajar al ritmo de la música que
te pone esa gran ciudad que no deja de ser un gran mercado.
—Y como decís, las ciudades son grandes mecanismos también.
—Grandes mecanismos de dominación para los que uno es muy
pequeño. Esa es la gracia: sentirte pequeñito en las entrañas de ese monstruo
en el que uno se mueve con una libertad relativa.
—Tus acotaciones en las crónicas, las citas de escritores de
las ciudades que visita el cronista, acompañan de algún modo al lector, como si
el viaje ya estuviese ahí, en esa cita. ¿Te parece que hay algo así en la
construcción de esas crónicas, que las lecturas son parte importante del
paisaje?
—Claro, son hechos de lenguaje. El que escribe no es del
todo consciente en el momento que escribe y debe esperar que un buen lector lo
perciba y lo diga. Pero todas las cosas, de alguna manera, son convertidas en
hechos de lenguaje, más que ciudades o paisajes. Uso una cita de Paul Celan para
hablar de Varsovia porque de ahí me vine con muy pocos apuntes –en cada viaje
Bilsky llena libretas y cuadernos de apuntes que usa como material para
escribir sus crónicas–, lo cual es como un fracaso, porque en otros lugares
sobraban los apuntes. De Varsovia me vine con muy poco. Lo que vi del lugar me
conmovió de tal manera que me llevó a un estado como de mutismo. Y los pocos
apuntes que hice son como unos versos. El camino, visto ahora, es como bastante
obvio: recurrir a la poesía, rever a Paul Celan, que además tiene que ver con
el Holocausto –la crónica repasa los lugares de Varsovia donde los judíos
dieron pelea a la matanza nazi o transitaron hacia su ejecución en campos de
exterminio, desde el gueto hasta las estaciones que conducían a Treblinka–. Lo
obvio: la poesía para decir lo indecible, y así. Pero en el momento sentí como
una impotencia total en esa ciudad cruzada por distintas angustias y hechos
tremendos de distintas épocas, y encima mis antepasados vinieron de ese país,
pero a la vez me sentí más extranjero que en ningún otro lugar, y sentí también
esa hostilidad. Extranjero porque uno no conoce la lengua. Eso de que “la
patria es la lengua” es tan obvio como cierto. Me sentí muy extranjero y
deprimido para dar cuenta de eso. Me vine con nada. Y encima esa opresión de
estar en un medio hostil, que era la otredad absoluta, y prendo la televisión y
había una telenovela con Natalia Oreiro, hecha en Argentina. Es terrible, es
una burla.
—¿Estaba doblada al polaco?
—Estaba doblada. Tuve un episodio con la conserje del hotel,
llego a la habitación y estaba Natalia Oreiro en la televisión. ¿Cómo es eso de
la globalización? Soy extranjero y me tengo que comer la mierda de los dos
lados, por ser de afuera y, encima, me trago la propia en la pantalla de la
televisión. Y así salió una crónica que tiene versos. Porque cada texto fue
construido de una manera diferente.
—La crónica sobre los disturbios en Atenas contra el ajuste
del FMI es ejemplar, ese aire de antigua batalla entre griegos y brutos
germanos, la descripción del ahogo que provocan los gases lacrimógenos, la
aclaración de que los escudos policiales llevan la palabra policía en inglés y
griego y ese final con los titulares de los principales diarios.
—En Grecia no podía respirar por los gases que
había tirado la policía contra la multitud. Y después, al día siguiente, cuando
el Parlamento aprueba el ajuste, leo en los diarios: “Respiran los mercados”.
Es algo impresionante, durante varios meses sentí los efectos de los gases. Las
crónicas tienen varios principios de construcción y ahí, más allá de los
disturbios, es como si hubiese vivido mi mambo de que yo estaba peleando con
los hoplitas (soldados de la antigua grecia), mi fantasía de participar de una
batalla griega, era griegos contra germánicos, eso estaba en juego. Y realmente
los griegos lo vivían así, era un mambo consentido por la gente que estaba
peleando allí, no es que me haya tocado hablar con un intelectual, realmente lo
vivían así: “Estos alemanes –decían–, vivían en chozas cuando nosotros ya
teníamos el Partenón, y lo señalaban. Y también: “Todavía nos deben lo de la
Segunda Guerra mundial”. Lo vivían con esa perspectiva histórica.China, el título del libro, funciona como aquél personaje de un western de Anthony Mann que interpretaba Walter Brennan: se llamaba California, porque el deseo de toda su vida había sido llegar a la costa del Pacífico. China, en este libro, es eso, el deseo de alcanzar un lugar que parece alejarse cuando se intenta alcanzarlo.
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