Salimos de Rosario hacia Santiago del Estero pasadas las 8 de la mañana del viernes 15 de agosto y llegamos a Ceres. última localidad de Santa Fe alrededor de las 14:45. Habíamos tomado la autopista a Santa Fe y, en la ruta que va a hacia Gálvez, tomamos la ruta 80 hasta empalmar con la 10, luego la 19 y, a la altura de Angélica, la 34, por la que entramos a la provincia de Santiago hasta la 51, en Rubia Moreno, atravesamos La Banda por la avenida Juan Domingo Perón que al cruzar el río Dulce se transforma en Rivadavia y llegamos a la ciudad más antigua de Argentina. Ya eran más de las ocho de la noche y la ciudad resplandecía. Atravesamos el centro luminoso de Santiago, un centro luminoso de locales reformados para hacer más coloridas sus vidrieras en la estructura de viejas casonas decimonónicas. Las calles arboladas, empedradas y demarcadas por mojones cónicos de metal; la agitación de una urbe en las entrañas del antiguo camino real hacia la antigua civilización incaica. La luminosidad majestuosa de la ciudad que se erige en yermo santiagueño. Esa noche fuimos a cenar a una terraza frente a la florida plaza Libertad, un primer piso sobre la peatonal al que se llegaba por una escalera que me recordó los lugares más o menos paquetos que florecían en las ciudades bonaerenses a fines de los 70. La copa de vino que pedí en la cena me trajo un ácido tinto que llevaba días en una botella ya abierta, Pedí que lo cambiaran y que, en lo posible, el menjunje proviniese de una botella abierta esa noche. Lo cambiaron. De vuelta, por avenida Libertad (que a esa altura tiene una mano única hacia la costanera sobre el río Dulce) pasamos por una especie de garage para motocicletas llamado Lo de Tito que a través de la puerta permitía ver allá al fondo de un galpón gigantesco unas luces estroboscópicas que cambiaban con la música e iluminaban el esqueleto de cientos de motos estacionadas: qué hacía la juventud motorizada en Lo de Tito, además de guardar sus vehículos, no lo sé, pero evidentemente terminaban allí la jornada. Los motociclistas son el detalle más estridente de Santiago pero, acaso por el tamaño de las veredas, angostas, cargadas con árboles, entre ellos unos de naranjas amargas que se desparraman por la calle y caen en las cajas de las camionetas, que las pasean rodando por el suelo metálico, los motociclistas, a diferencia de los rosarinos, mantienen la sana costumbre de desplazarse por el pavimento, donde no son demasiado prudentes pero al menos dejan en paz a los peatones que circulan por la vereda.
A poco de ingresar a la provincia de Santiago del Estero por la ruta ya se percibe una diferencia. Ni bien cruzamos Ceres desaparecen las camionetas Amarok. El costado de la carretera, que durante todo el camino santafesino exhibe la pulcra y laboriosa actividad agropecuaria es reemplazada del lado santiagueño de la ruta 34 por montoncitos de bolsas de carbón y el humo de fogatas encendidas en las casas a la vera de la ruta. La provincia de Santiago sufrió una gigantesca deforestación en las últimas décadas, me informan. De todos modos lo que se percibe es el terreno bajo, la llanura de vegetación baja y pobre, los rebaños de cabras que se cruzan por la carretera con una indiferencia pasmosa por los bólidos que se desplazan por la 34.
Madre de ciudades
La ciudad de Santiago es maravillosa. No sólo por su antigüedad espúrea, plebeya y dorada que rodea la plaza Libertad, donde junto a la Catedral se erigen dos cines espectrales, el Petit Palais, en la esquina casi de 24 de Septiembre y Avellaneda, también por la acumulación de épocas que la habitan y hacen latir en ella esa mezcla de criollos, indios, descendientes de árabes y blancos señoriales. En el Mercado Armonía, entre Pellegrini, Absalón Rojas, la peatonal Tucumán y Salta vive la tradición comercial del norte con puestos de artesanías, verduras, tamales, kippe, fritangas y baratijas de origen incierto; con niños que corretean en las terrazas y hombres de piel cetrina y rostros labrados por la tierra y el calor que descansan en mesas apretadas mientras almuerzan comidas cuyos nombres se me escapan, que acompañan con botellas de vino Toro que creí que ya no existían. La segunda mañana que llegué al mercado me senté antes de entrar a un bar sobre peatonal Tucumán a tomar un café en la vereda, donde el fresco me obligaba todavía a llevar un cárdigan de lana. En las diez o doce mesas ocupadas no había ni un solo gringo, eran todos hombres y mujeres con el norte grabado en los rasgos oscuros y serenos. ¿Dónde está esa gente, que también nutre las barriadas de las grandes ciudades del sur, representada en el Congreso nacional o en el gran escenario político y mediático?
La pobreza del paisaje natural santiagueño, el llano y despojado horizonte semidesértico, rápido se diluye en el sonido de los nombres de los lugares, el río Dulce —una serpiente opaca de agua mansa y playa— es también el de “Silencioso cruza el Dulce,/ mojando Banda y Santiago,/ lo acompañan las vidalas/ dolidas, tristes del pago.” Y La Banda, que invita en las canciones con chacarera y empanadas, es un polvoriento y nutrido poblado en el que un maxikiosco brilla en la noche como si fuera irreal en el paisaje de música que pinta una aldea que ya es una escena del alma. Santiago se ofrece en su música, en las voces de los santiagueños, la tonada más hermosa del país, serena y posesa en el canto.
Niños
Como llegamos el sábado anterior al Día del Niño, vimos en el centro de Santiago del Estero a muchos padres acarreando bicicletas infantiles semienvueltas en papeles de colores y cintas brillantes. En el Mercado, Álvaro también lo observó con alegría y sorpresa la cantidad de niños que jugaban en la terraza del primer piso del Mercado, donde también había payasos y repartija de globos. El “gran reemplazo” existe, es el proceso natural por el que los blancos terminaremos borrados felizmente de la faz de la Tierra para que la habiten con júbilo quienes tienen el valor de reproducirse en estos tiempos.
Ese mismo sábado a la noche nos fuimos a la Fiesta de la Abuela Carabajal, madre de la generación anterior a la de Peteco y muerta en 1994, matriarca de una estirpe de músicos nacidos en el barrio Los Lagos, una zona de trabajadores, sin otro atractivo que las casas bajas, las calles y los patios de tierra, donde se juntan durante la celebración jóvenes llegados de todos lados a guitarrear a un costado del escenario de principal.
A través de un compañero de trabajo de mi esposa, mi hija se había puesto en contacto con Ramón. Asì que fuimos a su casa, en 1º de Mayo y Coronel Larrabure, La Banda, después de cenar en el único sitio no recomendable que conocimos en la provincia: poco más de 70 mil pesos por unas porciones de carne microscópicas, una ensalada servida en un dedal, unas cervezas y un vino Bianchi Borgoña que en Santiago tienen siempre en la heladera.
El escenario central de la fiesta, donde se escuchaba todo tipo de mezcla de zamba, chacarera y rock de alto vuelo estaba a metros de la casa de los Carabajal, en una avenida que lleva el apellido y la calle Salta. La misma avenida es, a lo largo de una cuadra, una feria de artesanías y comida. Es el lugar con mayor concentración de gringos como los que vemos en Rosario de todos los rincones de Santiago que recorrimos. Desde luego, mi esposa se encontró con la ex profesora de yoga o algo por el estilo y vi y esquivé rostros que me eran conocidos. Ramón albergaba en el patio de su casa en construcción perenne unas 30 carpas de muchachos y muchachas que habían llegado de todas partes y esa noche habían asado unos 30 kilos de carne, pero ahora estaban reunidos en una ronda gigantesca con bombos y guitarras que hacían sonar con una potencia que yo desconocía. Entre ellos destacaba un morochito de unos 25 años, de apellido Sanabria, de Barrio Belgrano, San Nicolás, al que volveríamos a ver en el Patio del Indio Froilán el domingo a la noche siguiente.
Hija
De Santiago supe por mi amigo Juan Carlos Abdo, nacido y criado en La Banda, a principios de los 90. De él aprendí a decir cigayiyos, con la última "ye" más corta y menos arrastrada, como se pronuncia en Santiago, y me dejé seducir por ese sonido que trae un territorio lejano. El viaje se lo debo por entero a mi hija, que estuvo en un congreso de Historia en 2023 y desde entonces insistió en que debíamos conocer Santiago. El congreso había sido en una fecha más cercana al verano y la ciudad ya se cocinaba en su infiernillo estival. Mi hija había vuelto encantada con esas siestas largas bajo el magma solar y había visto renacer la ciudad después de las siete de la tarde. Los días se estiraban hasta las doce de la noche, de modo de aprovechar la calle y la antigüedad de la ciudad para respirar el momento más fresco del día.
Me asombra y me devuelve un amor siempre reencontrado esa herencia que flota entre padres e hijas, unos y otros en busca de cosas que nos llaman incluso más allá del tiempo y las distancias, pero que nos anidan en su expectativa de encuentro.