Invitamos a Eduardo Milán, el gran poeta y ensayista uruguayo residente en México, al Festival de Poesía de 2008. Me escribí con él antes de que llegara un caluroso día de mediados de noviembre, le hice esta entrevista a través del correo electrónico en la que, además de querer saber cosas de él, quería saber algunas sobre mí. Al finalizar el festival, un domingo, nos reunimos en casa y lo acompañé en una recorrida por la zona norte de Rosario y, más tarde, hasta la terminal a tomarse un ómnibus que lo dejaría en Montevideo. Luego, cuando retomé los poemas de El tío Pedro, le dediqué el poema "Asado", en el que él es una de las voces. La entrevista se publicó también en 2009 en el libro Todos aquí (lema de ese festival), en la colección Itinerarios de la UNL.
Milán en casa, en noviembre de 2008. Atrás, Osvaldo Aguirre.
Una avenida y una plaza separan a la ciudad uruguaya de Rivera y Sant’Ana do Livramento, en Brasil. En esa ciudad dividida por la frontera nació el poeta Eduardo Milán, quien reside desde fines de los 70 en México, luego de que su padre fuera encarcelado por motivos políticos. “Cuando salí de Uruguay en 1979 perdí una parte de mí. No se puede ya estar parado sobre la tierra con esa seguridad de quien tiene en la tierra apoyo”, escribe Milán para su presentación en el XVI Festival Internacional de Poesía de Rosario, al que ofrecerá unas palabras de apertura el miércoles que viene a las 16.30 en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia (sede central del encuentro en San Martín y San Juan).
Eduardo Milán es tal vez una de las voces principales de la poesía en lengua española. La afirmación anterior es necesaria acaso a los fines periodísticos: se necesita situar esa voz en el concierto de un mundo poético vasto y a veces dispar. Pero es también una afirmación engañosa: Milán no imposta el tono ni la pose de “aquí viene una de las voces principales”.
En 1999 Milán publicó Manto, donde reunió su obra poética, dos años más tarde, la editorial Visor de Madrid publicó un nuevo volumen de poesía, Razón de amor y acto de fe. Al trabajo de Milán como poeta (Cal para primeras pinturas, su primer libro, es de 1973), se su suma su actividad crítica tal vez insoslayable Una cierta mirada (1989) y Resistir: insistencias sobre el presente poético (1994, reeditado por el Fondo de Cultura Económica en 2003). El año pasado Milán compiló Pulir Huesos (Galaxia Gutenberg, Madrid), una muestra de escrituras de autores latinoamericanos nacidos entre 1950 y 1965.
A diferencia del coqueto pesimismo que vuelve entretenidos a muchos ejemplares poéticos de la modernidad tardía, el de Milán podría ser un pesimismo que retira el gesto fácil de entretener, si es que se trata de un pesimismo. “Un poeta es un fracaso, como decía Gerardo Diego. Pero no es un perdido”, escribe en esta entrevista que con generosidad envía desde México, mientras consulta el menú climático que le ofrece la ciudad.
En sus diarios, Mircea Eliade anotó que el exiliado no vuelve a la patria sino en secreto, quería decir que había algo de sagrado en ese retorno silencioso. La voz de Milán, la que se deja oír en esta entrevista, como en sus textos, son como los golpes a la puerta en Macbeth: vienen a hacernos saber de ese silencio gigantesco del que escapamos con la vista vuelta a medias.
—Naciste en Rivera, un lugar en la frontera con Brasil, ¿cómo fue tu formación en el Uruguay de entonces, entre el interior y Montevideo?
—Mi formación en Uruguay se da siempre en relación a Brasil. Quizás, o sin quizás, por el hecho de la situación fronteriza de Rivera, nombre de caudillo, no de borde. Hay que imaginar la realidad pueblerina de Rivera –nací en 1952– en los cincuenta como la creciente fascinación hacia el espejismo brasileño que prácticamente se traducirá a un adelantado tecnofascismo gracias a la influencia norteamericana, bien marcada por el golpe de estado de 1964.
El problema era la lengua, las dos lenguas, el portugués por el lado materno y el castellano por el paterno. De ahí la importancia que tiene para mí y para mi escritura poética la noción de frontera en el sentido de límite, no tanto en el sentido de un habla mezclada. Tal vez porque hablaba las dos lenguas no fui seducido por una mezcla. Pero tal vez el problema en mi caso fue lo causado por la orfandad temprana de madre. Desde eso se genera una lengua que no se habla y una que se habla totalmente. Aunque lo que no se habla está intacto. Aunque lo que se habla tiende a imponerse como visión. Di todo lo que quieras en castellano, no digas nada en portugués. Una lengua se ausenta, la materna. Ese encuadre es fundamental para mí. Hasta que viene el segundo encuadre: la cárcel de mi padre por motivos políticos. Pero yo ya tenía 19 años, vivía en Montevideo y era estudiante universitario. Fue el encarcelamiento de mi padre lo que me hizo salir del país. Volviendo: desde niño tuve la formación de las dos culturas. Las lenguas no soy muy diferentes, sí las culturas. Yo era hablante de portugués y me familiaricé muy pronto con la literatura y la música brasileña. Es muy opuesto ese universo al modelo lógico cartesiano uruguayo. Es como si hubiera vivido en mi infancia esa realidad que fabula Paulo Leminski en Catatau: Renato Cartesio, casi distraído, caído en medio de la selva y de los indígenas. Decir que leí todo lo que podía es aumentar el tamaño de la mitopoética personal, desde Machado de Assis, pasando por Guimaraes Rosa, a Jorge Amado. Después uno se da cuenta de quién es quién. La poesía entra por la música. Lo que ocurre es que cuando uno se da cuenta que Tropicalia –Caetano Veloso, Gilberto Gil, Capinam, Os mutantes– tiene influencia de la poesía concreta uno, yo, va a la poesía concreta. Aunque conocí personalmente a Haroldo de Campos cuando tenía 23 años, ya lo había leído. Yo no sé si hay una media de lectura de poesía clara en Brasil. Pero los que leen saben que Carlos Drummond de Andrade es el gran poeta brasileño del siglo XX. Esa claridad, “de raza” se diría, no existe en Uruguay. Ahí se confunde la cosa pese a que el nivel de alfabetización generalizado –de eso, en realidad, es de lo que habría que hablar cuando se habla de una media cultural alta en Uruguay y en Argentina– es bueno, quizás en Chile también. Un uruguayo medio no distingue la importancia de poetas como Julio Herrera y Reissig o Pablo Picatto, respecto de la de un Líber Falco o de Juana de Ibarbourou. Uno se forma así: en medio de una cierta confusión muy lógicamente armada. Después viene la guerrilla, sigue la dictadura militar y se cae todo. Pero tuve una gran suerte: dos buenos profesores, excelentes poetas: Washington Benavides en el liceo y Jorge Medina Vidal en la Universidad.
—¿Cómo creés que está presente ese origen en la elaboración de tu poesía y tus ensayos, en el extranjero?
—El exilio transforma el origen en lengua. Y ahí viene la disyuntiva: o intentar crear una personal lengua del exilio o elegir la poesía, que es el exilio de la lengua. Elegí lo segundo porque elegir lo primero es tratar de representarse a uno mismo en el exilio, dar la “versión personal”, el exilio como lucro, no como logro. Y eso es demasiado acumulación primaria del capital para mí. Como elegí lo segundo, no me afectó el cruce lingüístico, la fusión o disfunción idiomática creada en la frontera. El origen se mantiene con una parte ausente sin vuelta de hoja, a lomo de libro. Sobre esa carencia organizo todo lo que escribo. Siempre está presente como una dualidad inequívoca: ausencia por muerte y cárcel vinculados al origen.
—En una entrevista señalaste –como otros críticos y poetas vinculados a la poesía latinoamericana– que la operación fundante de Rubén Darío consistió en usar las formas de la lengua francesa en el español. Uruguay tiene fuertes vínculos con la poesía en Francés (por Supervielle, por Lautreamont, por Laforgue), ¿cómo es tu relación con el español en ese sentido?
—El español que escribo tiene tanto de español como la poesía tiene de española, quiero decir, la escrita fuera de España. Recordaría aquí que aunque la lengua es principalísima, la articulación y desarticulación lingüística que lleva a cabo la poesía la vuelven más allá de toda lengua. Escribir poesía es hablar menos una lengua, no afianzarla. No puedo modificar la poesía por el lado de la lengua. Para eso hay que tener una extrañamiento de la lengua en que se habla/escribe que nunca tuve. Callé una lengua. Pero no me extrañé de la otra, el castellano. No puedo entrar como un extraño en la casa en que vivo. Y tampoco quiero enmascararme como un para-babélico para traer la buena nueva ecuménica y consensual, “de afuera”. Los tres “franceses que Uruguay dio a Francia” tienen un papel fundamental en la poesía moderna, sobre todo Lautreamont y Laforgue –sobre todo Laforgue por el uso dinamitero del lenguaje coloquial, una irrupción irreversible en la poesía del siglo XX. Pero el “coloquial” laforguiano no equivale a una lengua o a un idioma sino a un modo de articulación del lenguaje poético.
—A propósito, a partir de cierto momento reciente la poesía en el Río de la Plata de alguna manera toma un español más “rioplatense”, ¿cómo es tu relación con ese español más próximo a tu origen?
—El uruguayo rioplatense igual que el argentino rioplatense tiene muchas razones de emergencia. En esa “localización” del habla hay afectos vinculados a las desapariciones tanto físicas, dictatoriales, como a las escriturales del yo. Los rioplatensismos poéticos son necesidad de afirmación ante la exclusión y la negación que sólo luego se vuelve moneda de cambio poética. El problema es la creación de esas especies de “poéticas de barrio”, donde nada sale de allí, donde el narcisismo que retorna ante lo reprimido y la imposibilidad se vuelven la excepcionalidad, la distinción o la elegancia. Especies de tango, samba o chacarera globales localizadas en el léxico. Y hay que “salir de allí”. No existe la transfiguración barrial.
—Si bien sos acaso uno de los poetas contemporáneos más importantes de Uruguay, reconocido por pares y compatriotas, tu poesía no muestra –al menos hasta donde humilde y pequeñamente pude verlo– relaciones con la de Marosa Di Giorgio, Roberto Echavarren, por citar dos nombres, ¿cómo es tu relación con los compatriotas en ese sentido?
—Nunca tuve muchos amigos en el Uruguay pre-exilio, que coincide con la dictadura –los seis años de la dictadura que viví en Uruguay. Mis amigos constantes eran Roberto Appratto, Salvador Puig y Juan Carlos Macedo. Juan Carlos murió. Appratto y Puig son mis amigos. Se trataba de con quién compartir la desolación y la palabra. Respeto mucho a Marosa y también a Echavarren. Pero no tengo vínculos en general con los escritores uruguayos.
—¿Y con los argentinos? Digo, está tu relación con Hugo Gola en México, ¿cómo es tu vida en México?
—Tengo dos escritores argentinos queridos por mí fuera del Cono Sur: Hugo Gola y Edgardo Dobry, uno en México y el otro en Barcelona. Hace treinta años que conozco a Hugo. Es como un paisano poético. Un interlocutor, del mismo modo que Edgardo lo es. Uno no tiene muchos interlocutores en lo poético. Y si lo tiene es mejor dejarlo. No se puede vivir la vida entera dando cenas y contestando e-mails para evitar la traición o el ninguneo. La dignidad tiene que aparecer por algún lado. Mi vida en México tiene distintos momentos y períodos. En casi treinta años ocurren muchas cosas. Mis tres hijos son mexicanos. No es una situación fácil –sobre todo en este momento de crisis profunda en México– vivir con la conciencia de un conosureño en el país.
—Apprato dice que tus poemas hacen pensar en la poesía misma. Es de algún modo cierto (te cito: “El arte nunca es la verdad/ pero hay momentos, hay momentos tan ausentes/ como éste, en que la verdad es una forma de arte…”), hay allí una postulación que se ausenta, para decirlo con otras palabras, ¿cuánto interviene el crítico que hay en vos al momento de componer tu poesía?
—Appratto dice eso por una cosa, me parece: en lo que hago trato de llevar la poesía fuera de sí, salirla, cosa que vuelve la memoria a la poesía, hace dar vuelta la cabeza, orfeíza la cosa. Hay distintos niveles en esa reminiscencia o en esa resonancia que se produce. Porque hay poesía de distintos niveles. Creo que hay que buscarle la vuelta a la poesía, el lenguaje poético en sí mismo no me dice nada. Es un código al que estoy demasiado habituado. Y en épocas de transformación y desastre, como ésta en que uno vive, la tendencia es a legitimar las prácticas como acuse de sobrevivencia. Dados los tiempos que corren toda poesía es buena. Eso crea una falsa complicidad entre el general de turno, el accionista de Wall-Mart y yo. Y no existe tal complicidad a la hora del golpe, del fraude o del poema. El crítico, el que pone el objeto en crisis –en este caso el lenguaje del “objeto de arte”, en el supuesto caso que se siga sosteniendo que el poema es también “objeto de arte”– tiene la obligación del discernimiento, de huir del brindis y del ninguneo, prácticas más que incómodas en un momento de sed consensual. No es optativo como no es optativa la rebelión ante el sometimiento: es obligatorio para mantener la ciudadanía. Al menos en la tradición libertaria. Y al menos en la Revolución Francesa. El crítico aparece sabiendo que el acto crítico hoy en día es poco menos que la impertinencia estética.
—Vuelvo al Uruguay: hablaste en una entrevista de tu huída de “una racionalidad implacable”. ¿Cómo es eso de la “racionalidad” del Uruguay?
—No sé exactamente donde dije eso. Pero puedo entender todavía por qué lo dije. Hay una generación de escritores uruguayos, como tú sabes, que se llama “la generación crítica”, término acuñado por Ángel Rama. Refiere a varias cosas: a la situación política uruguaya que les toca a vivir –comienzos de los sesenta–, a la penetración –o su intento– del lenguaje en la realidad política y social –intento fallido, salvo excepción (que podría ser Benavides)–, conciencia civil desarrollada en los escritores, todo lo cual daba un realismo escritural “laico y obligatorio”, para parafrasear la emblemática de la escuela uruguaya. Rara vez esa conciencia se pone a sí misma en crisis, nunca pone al lenguaje en crisis, el ave literaria no abre sus vísceras. Pero yendo más hondo, en un sentido de Adorno, ese realismo negador que va a desembocar en el régimen dictatorial de los setenta-ochenta propone una visión unidimensional de la vida, la palabra y la conciencia misma. La historia simbólica uruguaya se asienta en una figura casi mitológica, que es la de Artigas, en un sentido poético-heroico total: es un personaje traicionado, desterrado y que se niega a volver. Es un golpe fatal. La potencia acusatoria de esa renuncia pone el dedo en la llaga de una realidad progresista-modernista-racionalista que vuelve a los uruguayos sordos al mito como discurso fundacional. Para mí en Uruguay hay de dos: el arte de quedarte y el arte de Artigas. Otra vez elegí el segundo, que en realidad es el primero.
—¿Qué significa para vos, en este momento, la invitación al Festival de Rosario?
—Yo no voy a muchos festivales. En mi vida no llego a diez concurridos. No hay garantía ninguna en un festival de poesía en cuanto a la poesía. También ahí se actúa por sobrentendido, una complicidad de ritual, creer que algo está pasando realmente importante, “que en este mundo todavía existan estas cosas”. Hay quien le va a todas. Es como esa frase hecha: “un perdido le va a todas”. Un poeta es un fracaso, como decía Gerardo Diego. Pero no es un perdido. Y como yo no creo en los “territorios libres” que no sean reales, es decir, que no pasen por la autonomía política, social y económica y la emancipación humana, un festival de poesía no me dice en sí nada. El de Rosario tiene connotaciones muy especiales. Tiene una tradición de nivel que no es frecuente. A esta edición van tipos que admiro y leo. Reconozco y confío en los organizadores. Se da en Rosario, con la tradición autónoma de Santa Fe. En tercer lugar, de ahí son Hugo Gola y Edgardo Dobry, dos queridos amigos míos. Lugar de Juanele, según creo. Son muchas cosas juntas. Ir a Argentina en este momento me importa. Es, para mí, uno de los bastiones de la conciencia crítica intelectual en América Latina en este momento. Con Elena Makovsky, Milán y María Auxiliadora Álvarez en Rosario, 2008.
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