Le había pasado a mediadios de año estos poemas de mi librito El tío Pedro a Mirta Rosenberg. Ahora pueden leerse en el último número del Diario de Poesía.
El tren
El tío Pedro llegó en tren.
Paysandú era aún
la calle desierta
de la siesta, el sol
del mediodía sobre las palmeras
de bulevar Artigas, y aquella vía
caliente,
la cuadra baldía. El tren
que venía.
El año setenta.
Todo eso vino con él: el bigote
grueso y la sonrisa abierta,
la familia reunida
en el andén, la tía María
que hablaba portugués
y aquella cárcel
que flotaba en el mar, el barco
inmóvil como un faro
frente a la costa del Brasil.
El aire
Familias como la nuestra
se evaporan. Debe ser
la extensión, este sol
incandescente, este manto
de humedad, esta cosa
ajena que llevamos
y pertenece al aire,
el aire enrarecido
de una tarde cualquiera
que recordamos sin saber
por qué, sólo sabiendo
que hemos pasado
la tarde soleada,
la primavera
enloquecida en el parque
donde las risas
y las voces
hablan otro idioma,
un idioma que entendemos
pero oímos ausentes
como un fuego que arde
en el horizonte de la noche.
Familias como la nuestra,
tío Pedro, son menos
que una familia, son,
si puedo con la idea,
la cavilación de un encuentro:
un silencio anterior
al encuentro, el tren
Arena
Los tres pisos los subíamos por escalera:
nos lavábamos la arena de los pies en la canilla
del camino de baldosas amarillas y siempre
al bañarnos allá arriba, con la banderola abierta,
la boca pequeña donde silbaba el estrépito
y el eco del mar, dejábamos aún en la bañera
un reguero de arena, un débil aroma a lavanda,
cosas de las que no podíamos desprendernos
y se iban igual, corrían en el remolino de agua.
Los tres pisos los subíamos por la escalera
llevando tan delicados granitos de arena
que no cabían en la playa Malvín, donde quedaban,
al caer el día, unos bañistas prestados,
unas figuras de utilería, extraños y cercanos,
hechos de los moldes que habíamos dejado:
los cuerpos rojizos
contra el horizonte escarlata, un barco varado
allá al final del Río de la Plata, el dolor mestizo,
tío Pedro, de cosas que vuelven con tu muerte.
Asado
Y hubo aquel asado en casa:
el tío Pedro, mi prima Susana,
Esteban, mi familia, mi hermana.
Y hablamos, claro, del Uruguay,
de la Argentina, del Brasil, y hablé
con ese no saber, con la ignorancia
embriagada,
brutal: el desconocimiento sincero
de quien quiere querer.
Era el año 2003
y el tío Pedro también
venía a vernos sin saber
que moriría tres años después.
Es el 2008: “Todo empieza con una traición”,
me dice mi invitado. Venimos
de andar los barrios obreros,
los viejos guetos, la nueva
veta urbana de Rosario,
el barrio Refinería, el trazo
desdibujado de un laberinto
de vías, la mole de un carguero
que navega el Paraná
y vemos a través de los huecos
de las construcciones contra el río:
algo irrumpe, cristaliza y estalla
antes de volver
a las postales urbanas, algo
cuya esencia es desvanecerse,
desaparecer
para ser real.
Lugares
donde la herida de la historia,
el trabajo y la pobreza,
es ahora un detalle: casas
que enseñan la aspereza
de la huella del salario, del pan ganado con tristeza.
Todo es nuevo a medias ahí, todo es grúas
y esqueletos de torres contra el río,
y una corriente de autos en la que corremos
hacia la despedida. “Así empieza –dice mi invitado–
esta novela”: la traición, el destierro,
la veda. Y esta fantasía, que no nos mata
ni nos fortalece. Mi generación argentina
que vuelve de la guerra. Y este viaducto
sobre bulevar Avellaneda, este puente
sobre tierra. Y allá abajo los trenes
inmóviles sobre las vías. Y la tarde de verano
que se llena de tinieblas. Y estas cosas
que no dijimos, tío Pedro; estas cosas
nos reúnen en nuestra patria yerma.
Se asa la carne vacuna, las brasas la queman,
le secan la sangre y humedecemos con vino
nuestra charla ajena: no sé lo que digo
y lo digo
para saber de vos, para saber
de tu lejana huella.
Más allá hay un río,
tal vez un hueco, un vacío,
un recuerdo mío,
un tren que llega, cruza el campo baldío
y arriba al andén demolido,
tío Pedro.
Hotmail
kokimak22@hotmail.com era uno de los correos
del tío Pedro.
Me divirtió el nombre: el juego
con el que un hombre mayor
advierte ese tropezón
en el apellido paterno: uno lleva
ese apellido
como una mentira: ni sus letras son sus letras,
ni es algo conocido
lo que menta.
Y así, mentir y decir
entran en la misma cuenta:
¿quién sabe que el Makov es un río,
que el “s-k-y”
es la última partícula
de una pertenencia?
De repente,
se borra la cárcel, el exilio se borra y la derrota,
la derrota es una anécdota: ahí estaba mi tío,
entre los usuarios de un largo vacío,
algo menos que su nombre, algo menos que el mío,
y algo más que aquel río
que ninguno de los dos conocimos;
algo de eso escuché en ese desatino:
kokimak.
Kokimak,
kokimak.
El día que el tío Pedro murió,
en mi bandeja de correo
había un mensaje de kokimak. Traía
tres archivos de imagen adjuntos,
llevaba el asunto
escrito en inglés.
La máquina del cíber de Merlo
donde quise abrirlo
detectó en el mensaje un virus
y ahí quedó el envío,
con sus imágenes ciegas,
con su texto automático;
y el virus guardado y el nombre
del tío Pedro
llamando sin voz, flotando
en la máquina
navegando
El Oeste
El Oeste norteamericano, se sabe,
es menos una geografía
que un escenario. Menos un territorio
que el paisaje de unas almas
a mitad de camino
entre el destierro y un origen:
el destierro solitario
el origen incendiario,
la devastación de un pasado.
Recuerdo que Walter Brennan
fue Stumpy en Río Bravo, pero fue California
en un western de Anthony Mann: California,
porque conducía una diligencia y soñaba
con llegar un día a la costa del Pacífico; California,
porque ese nombre señalaba todo lo que no tenía.
Y está también Will James: “La botella de whiskey
era su prometida –dice la canción–,
pero su verdadero amor
era el Oeste”. Personajes
que engañaban la vida
con amores y deseos incumplidos, hombres
aferrados a un néctar que ofrecía
una magia única: no saciar la sed.
El western, se sabe, trata sobre la conquista
del pasado, no por lo que ese pasado
tiene de remoto, de historia, sino
por lo que tiene de origen: importa
que allí esté todo
porque ya no podrá ser alcanzado.
A mi padre le gusta el western. Tal vez
por esas razones. Razones que nunca
me ha declarado.
Mi tío Pedro y mi padre compartieron
esa buenaventura laica e insaciable,
esa lenta y silenciosa
construcción de un origen: para exiliarse,
para hacer del exilio
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