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miércoles, 13 de octubre de 2010

utopía y desencanto

El cubano Leonardo Padura, autor de una extensa novela sobre Trotski y su asesino, Ramón Mercader, cuenta en esta entrevista entretelones del trabajo de escritor en Cuba y reflexiona sobre las víctimas de los grandes sueños de la historia. Una excelente edición de esta entrevista se publicó en el suplemento Señales, del diario La Capital.
 
Ni el asesino se llamaba como decía ni su víctima había nacido con ese nombre. Y el narrador que nos cuenta la historia de El hombre que amaba a los perros le hace decir a uno de sus personajes, un agente de la temible agencia de inteligencia soviética: “Importa el sueño, no el hombre, y menos aún el nombre”. Sin embargo la Historia, la que compartimos dentro y fuera de la novela, necesita de los nombres. Así, Trotski es también el sustantivo de un sueño y Ramón Mercader, el asesino que ingresó a la residencia del revolucionario ruso en Coyoacán un 20 de agosto de hace sesenta años, designa la pesadilla sanguinaria de José Stalin, cuya política del terror no sólo disolvió en la oscuridad la esperanza del socialismo y arrasó con la Revolución Rusa, sino que produjo la “mayor masacre de la historia en tiempos de paz”, tal como leemos entre las cavilaciones de Trotski en las páginas que nos ocupan.
Leonardo Padura (La Habana, Cuba, 1955), autor de varias novelas y, entre ellas, unas inolvidables historias protagonizadas por el desencantado investigador cubano Mario Conde, escribe en la nota final de su extensa novela (573 páginas) que comenzó a escribir El hombre que amaba a los perros en 1989, cuando caía el Muro de Berlín y él hacía su primer viaje a México, a Coyoacán, donde había sido asesinado Trotski en 1941.
Pero El hombre que amaba a los perros, que lleva a su vez el nombre de un relato de Raymond Chandler, no es sólo el cadáver exquisito de un crimen atroz y deleznable, ejecutado mientras el mundo se hundía en la Segunda Guerra. Padura contemporiza el asesinato de Trotski con la memoria de un cubano que conoció a Mercader en sus últimos días, cuando el asesino estuvo efectivamente en la isla. Y es también un repaso de lo que fue hasta años recientes la vida en Cuba bajo la irradiación soviética.
El hombre que amaba a los perros tiene la virtud de ofrecer, lúcida y terriblemente, algunas imágenes que son el contrapeso doméstico de la gran tragedia que fueron las luchas revolucionarias del siglo pasado, por ejemplo, el éxodo de cubanos en la playa de Cojimar en 1994 donde, como en los exilios masivos que conocimos en el sur, desde una balsa volvió a desplegarse la leyenda “El último que apague la luz”. Desde Cuba, por correo electrónico, Padura respondió estas preguntas sobre lo que su libro trae a la playa.
—En el personaje de Ana, la esposa de Iván, el protagonista, hay una religiosidad en la que parece contemplarse otra posibilidad para esa historia que se narra. Este aspecto de algún modo religioso vuelve en la cruz del naufragio que recoge Iván en la playa, en el irresuelto sentimiento de compasión hacia el asesino. ¿Qué clase de interrogación introduciría lo religioso?
—No creo que la religión, o la posible religiosidad de algún personaje de esta novela, sea una cuestión esencial (a pesar de la importante presencia de un posible sentimiento de compasión, que no veo llegar por vía religiosa sino más bien humana). En el caso del personaje de Ana, como en el de miles de miles de cubanos, fue una experiencia muy típica de los años 1990, cuando todas las “creencias” ideológicas fabricadas empezaron a caer y la gente buscó otras, y encontró, donde siempre estuvieron, las religiosas. También en esa época mucha gente que creía y no revelaba públicamente sus ideas, empezó a mostrarlas, bien porque hubo más permisibilidad política (en una época muy larga era muy mal visto tener creencias religiosas, incluso podía traerte problemas políticos y hasta administrativos), bien porque ya no les importaba que pudieran reprimirlos; y comenzaron a llenarse otra vez las iglesias, los templos protestantes y a verse los collares de santería. Por último, ten en cuenta en el caso de Ana, que está muriendo, y en situaciones así, Dios (el que sea) suele ser un consuelo.
—El desencanto del narrador de la novela ¿confronta con una suerte de interpretación de la Historia, no hay en El hombre que amaba a los perros una suerte de afirmación de que ciertos hombres son la Historia?
—Hay hombres que están en el centro de la historia, y Trotski fue uno de ellos, y de él es la noción de que no hay tragedias personales, pues lo veía todo en una dimensión histórica suprahumana, porque era tan histórico, tan político, tan marxista-dialéctico que casi no era humano. El marxismo trata de equilibrar el peso de las personalidades, las individualidades, en la historia, pero dentro de la propia práctica marxista encuentras que muchos líderes se presentan como históricos, o aceptan ser presentados como tales, como seres casi mesiánicos que conducen a los pueblos... hacia la historia o a través de ella.
—Usted ha escrito biografías. ¿Qué es lo que lo atrae de las biografías en relación a su obra? ¿Qué cosas le permite escribir un personaje como Conde y cuáles uno como Mercader o Trotski?
—No soy lo que se dice un biógrafo: trabajo con biografías escritas por otros para conocer la vida de ciertos personajes que me interesan en un momento determinado. Es el caso de Mercader, Trotski, José María Heredia, Hemingway, o ahora Rembrandt, para una novela que quiero escribir. Pero como soy novelista hago una selección de los aspectos de la vida, la personalidad o el pensamiento de esos personajes que me sea interesante para lo que quiero expresar desde la novela y los trato entonces como personajes de ficción, pero respetando cronologías y hechos esenciales, aunque no siempre sus palabras, que hago mías gracias a la libertad de la literatura de ficción que no tiene la literatura científica de la biografía. Pero sí, me interesan mucho las vidas de los otros... así aprendo algo para la mía.
—Asimismo, la novela cumple con la tarea de devolver a la vida a un personaje histórico como Trotski a través de las cosas de la vida. Y aquí es clave el personaje de Frida Kahlo y su relación con el revolucionario. Me pareció percibir allí esta suerte de antagonismo entre eros y revolución o, por lo menos, un antagonismo de cierta moral de izquierda que resultaría doble. Acaso la atracción por los viejos goces del mundo y a la vez su condena.
—Hay un hecho extraño en la imaginería revolucionaria del siglo XX y es la abundante presencia de la figura del líder públicamente célibe que, sin embargo, también puede ser sexualmente activo, incluso irresistible, elementos todos que lo hacen distante y cercano, misterioso. Pero no me interesaba —ni me interesa— meterme en esa confusa y hasta discutible percepción, sino que trataba de buscar la parte más humana de un hombre que, como ya te dije, en lugar de sangre tenía política en las venas. Y una relación amorosa, o mejor dicho, erótica, como la que sostuvo con Frida (una ninfómana enloquecida, físicamente deforme incluso, al parecer sin fronteras sexuales ni morales) me pareció un lado propicio para entrar en ese resquicio humano del personaje. Pero no debes ver nada más allá que eso: Frida y la relación con Trostki estaría en el mismo nivel que la relación de Trotski con los perros, en el camino de una búsqueda de lo humano en un ser casi inhumano.
—“Importa el sueño, no el hombre, y menos aún el nombre”, dice en la segunda parte de la novela el instructor de Ramón Mercader. Noto que la justicia, como la literatura, buscan lo contrario: para llegar al sueño es necesario restituir el nombre, reconstruir al hombre. ¿Sería en este sentido su novela una suerte de testimonio: de ese camino hacia la revolución, de la Cuba que no fue, de su propia experiencia como escritor?
—La experiencia socialista no siempre ha cumplido sus preceptos filosóficos, y el hombre no ha sido el centro esencial de la revolución, sino la búsqueda de la idea y en ese proceso el hombre, como individuo, ha sido supeditado al destino del proceso. Muchas veces se ha dicho que se debe vivir, luchar y morir por la idea, no por la vida; que ningún sacrificio es pequeño si se hace por la causa y la causa exige todos los sacrificios. La retórica está llena de esas frases, y la realidad también lo ha estado, pues muchas veces se les ha pedido a las gentes —o se les ha impuesto— que vivan para crear un más allá, terrenal, es cierto, pero que no será disfrutado por ellos, que nunca lo disfrutarán por mucho que se esfuercen. En Cuba la llegada de ese futuro luminoso siempre se ha visto pospuesta por mil razones, y de ese enfrentamiento entre la promesa, el sueño, la realidad y la vida, es de donde ha surgido mucho de ese desencanto que ves en la novela. Y que no solo aparece en la mía, sino que es muy común a la narrativa cubana más reciente.
—A propósito, ¿cómo es su experiencia como escritor en Cuba? ¿Los de su estirpe no están por lo general fuera de la isla?
—Pues yo estoy, porque este es mi medio natural, mi ambiente cultural, mi circunstancia espiritual. Estoy en la misma casa en la que nací y donde he vivido mis 55 años, en el mismo barrio, en la misma ciudad. Por fortuna he podido desarrollar sin mayores contratiempos (o con los mismos contratiempos que el resto de los cubanos) mi trabajo literario, y mis libros, todos, han sido publicados en Cuba, muchos de ellos premiados, y disfruto del reconocimiento de los lectores cubanos, que son los primeros a los que me dirijo cuando escribo. Y vivo en Cuba por una decisión personal, familiar, sentimental.
—¿Cómo se metió en esta historia, la de El hombre que amaba, cómo supo detalles de la vida en Rusia en los 60, de la vida de Mercader en la cárcel, en México; cómo se dejó seducir por algo tan grande como todos esos momentos, los más importantes del siglo XX: la Revolucíon Rusa, la Guerra Civil Española, la Revolución Cubana, la persecusión de Trotski? Son cosas lo suficientemente grandes como para devorar cualquier novela.
—Sí, fue casi una decisión irresponsable lanzarme con ese proyecto de novela que me obligó a estar dos años leyendo sobre sus distintas aristas, personajes, momentos, algunos de ellos muy confusos, llenos de inexactitudes, contradicciones y hasta mentiras. Fui muy cuidadoso en ese proceso de investigación y trato de que cada afirmación que hago en el libro esté respaldada por un documento histórico, por una opinión autorizada, o por una certeza muy clara, obtenida a partir del conocimiento que alcancé de los procesos. También hablé con mucha gente, entrevisté a decenas de personas, y di a leer los originales a varios amigos con capacidad para leer críticamente mi trabajo. Para obtener toda esa información fui a muchos de los lugares donde ocurrieron los hechos —desde México a Moscú— y gasté mucho, mucho dinero comprando libros. Hoy tengo acá en mi estudio un estante lleno de esa bibliografía. Y siguen entrando textos, pues terminé con la novela, pero no con la historia.
—El balancín que funciona a la larga como la gran intriga de toda esta enorme historia es Iván, el “derrotado”, cuya pequeña humanidad aparece para montar otro relato, la del cotidiano de la Cuba desencantada…
—Iván es el centro de la novela, es la razón de su existencia. Y hablo de la novela, no de la historia, porque soy un novelista cubano y necesita que esta construcción tuviera sus cimientos en Cuba, en mi experiencia de estos años, en la vida más común, trágica, abarcadora, sintetizadora de un cubano “posible”, porque aunque es exagerada la mala suerte de Iván, todo lo que le sucede —incluso a nivel sicológico— le ha sucedido a muchísimos cubanos de mi generación. Gracias a Iván es que esta es una novela cubana sobre un conflicto universal.
—En un momento Ramón se dice, o el narrador dice de Mercader, que actúa guiado por el fundamentalismo del odio. ¿Puede leerse allí una reflexión sobre lo que actualmente conocemos como “fundamentalismo”?
—Sí, también. Porque todos los fundamentalismos se parecen, ya sean sexuales, religiosos, políticos, raciales, y en su fondo tienen al odio, o por lo menos lo alimentan y lo engendran. Yo soy un hombre pacífico, pero soy un fundamentalista del antifundamentalismo, y los fundamentalistas me provocan una mezcla muy extraña de compasión, rechazo, pena, dolor, y un poquito de odio, por qué no. Ya soy tan aintifundamentalista que ni siquiera me apasiono demasiado con algún equipo de beisbol, que es mi gran pasión, más que la literatura. Creo que en lo que nunca dejaré de ser fundamentalista es en los valores, nunca mejor dicho, fundamentales: la amistad, la fidelidad, la honestidad, el esfuerzo propio como camino hacia lo que se desea; por encima de políticas y hasta de ideologías.

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