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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

domingo, 9 de enero de 2011

desencanto

Claudio Magris recopila en Utopía y desencanto muchos de sus artículos y ensayos publicados en la prensa italiana. En su mayoría tienen como horizonte el fin de siglo.

Fragmento

“Quienes creen que el encanto es algo fácil, son fáciles presas del cinismo reactivo cuando el encanto revela sus grietas o deja de manifestarse. En el desencanto, como en una mirada que ha visto demasiadas cosas, se da la melancólica conciencia de que el pecado original ha sido cometido, de que el hombre no es inocente y el yelmo de Mambrino es una bacía. Pero se da también la conciencia de que el mundo de vez en cuando es tan encantador como el Edén, de que los hombres débiles y malvados son también capaces de generosidad y amor, de que un cuerpo efímero y mortal puede ser amado con pasión y el yelmo de Mambrino, aun inencontrable, refleja su resplandor en las cazuelas oxidadas. El desencanto es un oxímoron, una contradicción que el intelecto no puede resolver y que sólo la poesía es capaz de expresar y custodiar, porque dice que el encanto no se da pero sugiere, en el modo y el tono en que lo dice, que a pesar de todo existe y puede reaparecer cuando menos se lo espera. Una voz dice que la vida no tiene sentido, pero su timbre profundo es el eco de ese sentido. Fue la ironía de Cervantes, que desenmascaró el fin y la torpeza de la caballería, la que expresó la poesía y el encanto de la caballería. 
“El desencanto, que corrige a la utopía, refuerza su elemento fundamental, la esperanza. ¿Qué es lo que puedo esperar?, se pregunta Kant en la Crítica de la razón pura. La esperanza no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible necesidad de rescate. El mal radical —la radical insensatez con que se presenta el mundo— exige que lo escrutemos hasta el fondo, para poderlo afrontar con la esperanza de superarlo. Charles Péguy consideraba la esperanza como la virtud más grande, precisamente porque la propensión a desesperar está tan fundada y es tan fuerte, y porque es tan difícil, como dice en su Pórtico del misterio de la segunda virtud, reconquistar la fantasía de la infancia, ver cómo todo se va desarrollando y sin embargo creer que mañana irá mejor. 
“La esperanza es un conocimiento completo de las cosas, observa Gerardo Cunico; no sólo de cómo éstas aparecen y son, sino también de aquello en lo que se tienen que convertir para conformarse a su plena realidad aún no desplegada, a la ley de su ser. Se identifica con el espíritu de la utopía, como enseña Bloch, y significa que tras cada realidad hay otras potencialidades que hay que liberar de la cárcel de lo existente. La esperanza se proyecta en el futuro para reconciliar al hombre con la historia, pero también con la naturaleza, esto es, con la plenitud de sus propias posibilidades y pulsiones. Este espíritu de la utopía está custodiado sobre todo en la civilización judía, en la indómita tensión de sus profetas. 
“El desencanto es una forma irónica, melancólica y aguerrida de la esperanza; modera su pathos profético y generosamente optimista, que subestima fácilmente las pavorosas posibilidades de regresión, de discontinuidad, de trágica barbarie latentes en la historia. Tal vez no pueda existir un verdadero desencanto filosófico, sino sólo poético, porque solamente la poesía es capaz de representar las contradicciones sin resolverlas conceptualmente, sino componiéndolas en una unidad superior, elusiva y musical. Tal vez por eso el mayor libro del desencanto,La educación sentimental de Flaubert —el libro de todas las desilusiones, como se lo ha definido—, es también, en la melodía de su fluir melancólico y misterioso como el del tiempo, el libro del encanto y de la seducción de vivir. Todo mito revive y refulge sólo cuando se desmitifica su estereotipo, su hechizo de cartón; los Mares del Sur se convierten en un paisaje del alma en las páginas de Melville o de Stevenson que desmontan con crudeza cualquier pretendido escenario de intacto paraíso. Sólo criticando un mito se pone de relieve la fascinación a la que se resiste. El verdadero sueño, escribe Nietzsche, es la capacidad de soñar sabiendo que se sueña. 
“La historia literaria occidental de los últimos dos siglos es una historia de utopía y desencanto, de su inseparable simbiosis. La literatura se sitúa a menudo frente a la historia como la otra cara de la luna, la cara que deja en sombra el curso del mundo. Este sentido de la existencia de una gran falta en la vida y en la historia es la exigencia de algo irreductiblemente distinto, de una redención mesiánica y revolucionaria, fallida o negada por cada revolución histórica. El individuo advierte una herida profunda que le pone difícil realizar plenamente su personalidad de acuerdo a la evolución social y le hace sentir la ausencia de la verdadera vida. El progreso colectivo resalta todavía más el malestar del individuo; pretender vivir es de megalómanos, escribe Ibsen, aludiendo así a que sólo la conciencia de lo arduo y temerario que es aspirar a la vida auténtica puede permitir que nos acerquemos a ella. 
“En el desencanto resuena también el desengaño, el barroco desengaño' que es, también él, doloroso desenmascaramiento de la ilusión que hace resplandecer una verdad reluctante a la Historia. Un poeta de este desencanto barroco y ultramoderno, el vienés Ferdinand Raimund, cuenta, en su La corona mágica que trae desdichas —una comedia popular de principios del siglo XIX—, cómo un hada benévola le da al protagonista, Ewald, una antorcha prodigiosa que tiene el poder de transfigurar la realidad: quien ve el mundo a su luz ve esplendor y poesía por doquier, incluso allí donde no hay más que miseria y sordidez. El hada Lucina, al entregarle el regalo a Ewald, le revela el truco, le advierte que la antorcha le mostrará cosas hermosísimas pero ilusorias. La conciencia de ello no destruye sin embargo el embrujo de las cosas iluminadas por esa luz y la vida de Ewald, merced a ese don, se enriquece extraordinariamente. Esa antorcha no es falsa. Quien la usa sin saber que embellece el mundo es víctima de un engaño, porque no ve el dolor y la abyección y se hace ilusiones creyendo que la existencia es armoniosa. Pero el que la rechaza es igualmente ciego y obtuso, porque ese don, que ilumina la grisura del presente, da a entender que la realidad no es sólo mísera y roma. Tras las cosas tal como son hay también una promesa, la exigencia de cómo debieran ser; está la potencialidad de otra realidad, que empuja para salir a la luz, como la mariposa en la crisálida. 
“Quizás Raimund, cuando decidió dispararse un tiro con una pistola, algunos años después, se olvidara de ese don embrujado que había inventado. Pero los pecios de esa grande y naufragada arca de Noé que fue Cacania, el imperio habsbúrgico, brillan como leños que el diluvio ha empapado y vuelto fosforescentes, iluminados por ese irónico juego con el desencanto que es una elusiva sabiduría, un arte de escabullirse del jaque y defender el encanto. Al igual que los hijos de la vieja Austria, nosotros también vivimos sobre una cuenta extinguida, esperando que la creciente irrealidad del mundo y de los trozos de papel con los que lo compramos —o las medidas que no logramos comprender, pero a las que nos entregamos con confianza, como la proyectada eliminación física del dinero— acaben por borrar la diferencia entre los ceros del debe y los del haber. «Y sin embargo la vida es bella. ¿No es verdad?», dice el transeúnte leopardiano, que piensa lo contrario. «Eso es algo que ya se sabe», responde el vendedor de almanaques”. 
1996


Foto de Télam.

De Utopía y desencanto, Claudio Magris, traducción de J.A González Sainz; Anagrama, Barcelona, 2001.


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