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lunes, 17 de enero de 2011

preguntando en librerías

¿Dije ya que cada día me vuelvo más chileno? Escribe Yanko González sobre cosas que conversamos en Rosario en 2009 en Bazar Americano:

 Alan Mills, P.M., Carlos Ríos, Marcelo Díaz, José Eugenio Sánchez y Yanko González en un almuerzo del XVII Festival Internacional de Poesía de Rosario, septiembre de 2009. Foto de Giselle Marino.

Columnas & Calumnias
por Yanko González


Dejándome robar libros –quizás la única forma antifascista de quemarlos—, casi se me escapa uno de Constantino Bertolo. En su tiempo, me sacó una risa y ocupé algunas frases para insultar a otros. Digo, la obra de otros. O todo junto, da lo mismo. No aparece ninguna injuria antinerudiana, de esas que ocupo hasta ahora, como que tal o cual publica poemas de infancia escritos hasta el mes pasado. O las De Rokhianas rabiosas, como este arpón a Parra: “(...) un pingajo del zapato de Vallejo”. O las que se sueltan con la gentileza de Bioy Casares: “A [Eduardo] Mallea casi nadie lo lee, ni siquiera para despreciarlo (…) Mallea está en esos cincuenta años de oscuridad después de la muerte; sólo que vivo”. Bueee, el amigote se escapaba con mi libro de Bertolo y con algo de maña se lo volví a birlar.
Se sabe de obras mediocres que algún día tuvieron un relativo éxito gracias a la pluma compasiva de un crítico afamado. Bertolo cuenta la historia inversa a través de un arqueo de descalificaciones e invectivas demoledoras a autores y obras que más tarde triunfarán sobre sus detractores. La recopilación abarca a escritores y obras sensibles para el canon por la gravitación universal que poseen: Cervantes, Balzac, Flaubert, Baudelaire, Pound, Poe, Tolstoi, entre muchos, desfilan sin piedad hacia el patíbulo. Natural espanto surge cuando se sorprende, además, descalificándose entre sí a magnos nombres o destrozando a un poeta de mayor talla y cuya obra derribada pasará a través de la historia como una creación sublime por lo perpetua, si es que eso a alguien le dice algo. Lo abrí al azar, como para argumentarme que no debía tirarlo a la pira del librero ajeno. “Suspirillos Germánicos” le dice Núñez de Arce a los poemas de G. A. Bécquer. “Los versos de Lope de Vega, en sacándolos del Teatro son como los buñuelos, que enfriándose no vuelven a tomar la sazón de antes, aunque vuelvan al sartén” espeta Luis de Góngora. “El nombre de Shakespeare, pueden estar seguros, está absurdamente en alto y tendrá que bajar (...)”, envidia Lord Byron. Reparé entonces que el libro de Bertolo aún podía acompañarme, no tanto por la genialidad de los insultos, sino por la secreta esperanza que aún le caben a las obras que prefiero en el frecuente entorno del agravio y el olvido. Me lo quedé, celebrando con Bertolo el coraje de aquellos que se atrevieron a fallar –en su doble acepción– haciéndole caso al arrebato más que al favoritismo y las leseritas de la intersubjetividad y esos consensos estéticos que siempre son elásticos al poder.
Todo esto a pito que ahora tengo el libro de marras nuevamente en mi cuarto, sobrando en mi escritorio, sobrando en mi biblioteca, sobrando en mi paciencia lectora. Lo reabrí dos o tres veces más y no me cayó en gracia. Ni lo que dicen de Unamuno, ni de Céline, ni de Bécquer, ni de Góngora, ni de nadie. Ningún desprecio me parecía suficientemente liberado de la mezquindad del tirano ajeno o el cerebral mandamás propio. No se equivocaba mi memoria al dejarlo partir, habida cuenta que no encontré la saña irracional y gratuita –que siempre sabrosa– lleva esa espontaneidad que en el equívoco acierta. Sólo ponzoña calculada para buscar la notoriedad que se echa en falta. Alguna vez le pasó al finado Paco Umbral, que escribía columnas y calumnias sobre otros –libros, cuadros y bombachas–, y que era un as del mordisco textual. Pero tanta mascada talonera tiene su precio. Años antes de morir, un coleguilla lo partió pegándole en su hebra: “ese afán de hacerse notar –le escribió, si mal no recuerdo–, de estar en el entierro aún siendo el muerto”. Mucho después le espetaría Delibes “escritor con logorrea, escribe como mea”. Reverte ya lo había rematado con una frase de Giménez Arnau: “padece cáncer de alma”. Umbral había dicho de Cernuda “un buen poeta, una mala persona”, frase que al morir hace un agosto de tres años se le devolvió como un tifón. A poco andar, los viejos humillados se sumaron en revancha: “no pudo hacerse el tonto, porque el Creador ya se había adelantado”. En España se hace cierta profesión de la ofensa. En el País Vasco, se puede escuchar la melopea del euskera en diversos registros, pero a la hora de maldecir, brincan habitualmente al castellano. Lo digo porque tratándose de imprecaciones vertiginosas y espontáneas, prefiero el sonido de esas palabrazas –siempre compuestas pero siempre sonoramente solas–, que son la novedad del idioma y el respiro de la mueca. O sea, más que las toxinas antologadas por Constantino Bertolo, una buena colección mental de aquellas navajas de dos filos nos hará prescindir de la mala leche recalentada. Hablo, por ejemplo, de Cantamañana, Comesopa, Marisabidilla, Soplagaitas, Abrazafarolas, Catacaldos, Marimandona, Tragaldabas, Tontiloca, Ansiarota y Meapilas. Entre varias. No seré la marisabidilla que les advierta sobre el campo semántico de cada una, pero muchas calzan perfectamente con obras y “creadores” que la vida me ha cruzado. No tengo dudas, por ejemplo, que Jorge Edwards es un comesopas y cuando escribe un cantamañanas. Y yo mismo un catacaldos. Supongo que resultan algo más graciosos que nuestros despoblados huevón o boludo o nuestra gruesa –y casi única– ofensa compuesta, “conchetumadre” y sus precarias variantes, sin enigma ni oblicuidad y de seguro, como todo taco ramplón, al final del idioma y a varias horas del quevediano “tonto del ojo moreno”.
Para brevedades, insisto, estos casticismos cumplen medianamente bien. Ahora, si se trata de expectorar argumentadamente, jamás me desharé del regalo de Pablo Makovsky que a guisa de una conversación en Rosario sobre estos antojos, me regaló su ejemplar de los alfanjes escritos, aguzados y bruñidos por Ignacio Anzoátegui en su Vida de Muertos. Conjeturo que Pablo hizo, generoso, lo que yo no pude con el libro de Bertolo: le puso piernas y lo dejó partir. Pero tengo mis dudas, porque Anzoátegui se vuelve insuperable con el tiempo en las repisas y a Makovsky, imagino, se lo vio preguntando por el vasco-argentino en varias librerías.
Sé que editorial El Aleph publicó hace un par de años un libro especular al de Bertolo
–Escritores contra Escritores– y que actualiza nombres y maldiciones. Heteroglosia de lo mismo, o sea. No valía los 60 mangos. Quizás 5, sólo por esta frasecita opaca y nada pretenciosa espetada por Gertrude Stein a Hemingway: “En el fondo, Ernest, usted nunca ha dejado de ser un Rotario”.
octubre-noviembre 2010/BazarAmericano


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