Mientras miraba la miniserie australiana de ocho episodios The Slap (El soplamocos, podría ser una traducción
deseable) no podía dejar de pensar en aquella crítica que Ángel Faretta escribió en 1984
cuando se estrenó en Argentina la película australiana Razorback:
un cine posible, es decir, un cine que nos interpela.
Imagen tomada de HeyUGuys.
Basada en la novela –un best
seller– de Christos Tsiolkas de 2008, la serie está ambientada en Melbourne.
Según nos lo hacen saber todos –y es fácil intuir que así es– la versión
filmada es mejor que la escrita. John
Crace lo afirma en el primer párrafo de su reseña y, al comentar el libro, el
crítico de The Guardian señala
sobre todo las falencias de la novela. Incluso sin intención de ser crítica,
una nota el Sidney
Morning Herlad lo destaca.
La trama es más o menos así: un profesional “liberal”
–progresista, en español, término que siempre debería llevar comillas–, de
padres griegos, cumple 40 años (Jonathan LaPaglia). Su esposa (Sophie Okonedo),
descendiente de aborígenes australianos, le organiza una fiesta en el jardín de
la casa, una barbacoa. Entre los invitados están Rosie, su esposo y su hijo
Hugo, de 4 años, un monstruito sin límites que aún toma la teta como sedante.
Rosie (Melissa George) es amiga de la esposa del cumpleañero. En un momento
Hugo, que ya hartó a todos con sus desplantes, recibe una bofetada de parte del
primo del dueño de casa. Un macho a la vieja usanza, emprendedor, adinerado,
etcétera. A partir de allí comienza una carrera en pos de enjuiciar al pegador
que irá horadando las relaciones de todos los protagonistas.
En ocho episodios, cada uno dedicado a uno de los
personajes, la serie avanzará sobre los alcances de ese soplamocos.
Sí, como dice
un crítico, es una novela sobre “el derrumbe de la clase media” y acerca de
la fragilidad de los valores liberales en una sociedad multicultural. Hay acá
dos o tres sistemas de valores que se cruzan: el tradicional –representado por
la familia griega del personaje que encarna LaPaglia–, cuyas creencias son,
como se los muestra a los personajes– “sordas”; el más liberal –entendido como
se entiende tradicionalmente el liberalismo y su red de contratos civiles–, que
encarna el cuarentón, su esposa y sus amigos, todos de algún modo
profesionales; la re-ligazón de lo tradicional, sutil y brevemente en juego en
la trama a través del hermano de la esposa de LaPglia, un músico convertido al
Islam que dejó el alcohol y la mala vida gracias a su “nueva” religión (su
valores están firmes, es devoto y su credo es, en ese sentido, efectivo:
funciona) y, acaso por último, la caricatura que hacen Rosie, su esposo y su consentido
hijo de una pareja altamente ideologizada.
La serie tiene momentos brillantes, comienza como una
comedia y se despliega como un drama con momentos siniestros. La denostación
del racismo y el sexismo, que en la novela deben ser una catarata textual, en
la serie está matizado con elegancia y hasta con humor.
Es pro último una serie sobre lo extraño que resulta, para
el universo liberal, un niño.
Debo coincidir con Crace en que las escenas de sexo casi
explícito son no sólo estúpidamente innecesarias, su principal razón de ser es
no permitirnos disfrutar de estos episodios junto con nuestros hijos
adolescentes.
Volviendo al cine posible de la cita inicial, conversé hace
un tiempo en MTQN con Patricio Vega
sobre sus series Los simuladores y Hermanos y detectives, le pregunté si
esas producciones, que intentaban llevar el cine a la televisión no habían
sembrado nada en la tevé vernácula. “Es que encima le sembraron soja”, me
respondió. Aun así, creo que The Slap
cabe en la definición “una televisión (argentina) posible”.
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