Entonces, para esta suerte de configuración originaria del universo policial norteamericano, hay un sólo pecado capital: que la policía abandone su trabajo. Y el trabajo de la policía es, claro está, proteger y servir a la comunidad. Si bien la estrella de Belén que trae la buena nueva de la ley a la comunidad pionera, asolada por los forajidos, los indios y los poderosos, es la estrella sheriff, hay que decir que ese molde del policía abnegado, cuya entrega a su tarea es capaz de redimir su pasado oscuro, tuvo un momento de refundación a partir del cine de los años 30-40, cuando los coletazos de la feroz crisis del 29, el Crack-up, habían devastado las instituciones y se impuso la literatura policial dura, donde más importante que develar intrigas criminales era enseñar en detalle los mecanismos de la corrupción y el modo en que los ricos y los gángsters mafiosos compraban policías como quien compra caramelos en el kiosco. Elliot Ness y sus intocables fueron al policial urbano de entreguerras lo que Wyatt Earp al western.
Huelga decirlo, se trata de una realidad simbólica,
ficticia, aunque no falsa.
Trabajo policial
Así el “trabajo policial” casi nunca es cuestionado de modo
orgánico: la corrupción policial es siempre, en las películas y las series, el desvío
de un agente en particular, nunca la falla de un sistema. Porque nuestra
metáfora de la estrella del sheriff opera más bien como un símbolo: la realidad
y el horizonte que acerca son en alguna medida reales.
Sólo en dos o tres momentos del cine del norte la policía se
“detiene”, para su trabajo: en Robocop (1987) y de algún modo en The Purge (2013).
En el célebre film de Paul Verhoeven sobre el agente mitad
máquina mitad humano, del que se conocerá una remake en 2014, 26 años después
de su estreno, la policía está a punto de lanzar una huelga en reclamo de
seguridad y mejores condiciones de trabajo: “No quiero escucharlos hablar de
huelgas. No somos plomeros, somos agentes de policía. Y los agentes no hacen
huelgas”, les espeta un jefa a los agentes reunidos en la puerta de lo que
sería una jefatura de la fuerza en un futuro cercano, en una ciudad
súperpoblada, colonizada por la publicidad y en la que una empresa monopólica
tiene a su cargo la administración de la policía.
“Hace falta un agente que trabaje las 24 horas. Un policía
que no requiera comer ni dormir. Un agente con poderío superior y los reflejos
para aprovecharlo”, declara uno de los CEO que dirige la Corporación OCC, que a
la vez comanda a la policía. Los encontronazos de las corporaciones, la “libre
empresa”, con los intereses de la comunidad –como lo ensayaron muchos films de
esa década, empezando por Alien – constituyen el núcleo temático de Robocop –al menos de la primera, luego vendrían una segunda y tercera partes
intragables. Así, mientras el diálogo anterior se daba en las oficinas de un
edificio corporativo, con ejecutivos cómodamente encapsulados, en otro lugar
los villanos –quienes distribuyen una droga altamente adictiva– mantienen esta
otra conversación: “Robamos bancos, pero nunca nos quedamos con el dinero”. A
lo que le responden: “Robamos dinero para comprar droga, y la vendemos para
hacer más dinero. Inversión de capital”. Pero el villano 1 insiste: “¿Tanta
molestia? ¿No podríamos robarlo y listo?”. Y le enseñan: “No, no hay mejor
manera de robar que la libre empresa”.
En Robocop los criminales proceden bajo el mismo modelo de
negocios que la corporación –también la ahora inevitable serie Breaking Bad desarrollaría esa ecuación: lo que permite a la droga circular es, justamente,
lo que hace circular al capital. Pero la policía, en ambos casos, sale indemne,
no es parte del negocio o lo es en casos particulares y aislables. Al menos en
la ficción, claro. Los policías de Robocop quieren ir al paro por mejores
condiciones de trabajo pero también porque ya no hay “trascendencia” en la
función policial administrada por una corporación que ha reemplazado la
estrella de Belén, digo: del sheriff, por la plusvalía.
El colmo de este razonamiento lo vemos en la última serie creada
por J.J. Abrams –creador de Lost–, Almost Human, también ambientada unas
pocas décadas adelante, en el futuro y muy deudora de Robocop, en la que los
policías son la única barrera contra el crimen. A tal punto que los villanos se
toman el trabajo de intentar eliminar a los agentes de la ley en la misma
estación central, para lo que montan un despilfarro de armas y tecnología que
resulta muchísimo más costoso que lo que aconseja cualquier manual de libre
empresa: comprarlos.
Distopías
Para hallar una distopía aún más perturbadora que la del
futuro que vemos en Robocop debemos explorar el off-the-record de lo que
sucedió en la Argentina y, en particular en Santa Fe, entre el sábado 7 y el
lunes 9 pasados: policías que no sólo abandonan su trabajo, sino que instiganal saqueo y generan inseguridad.
Algo así viene a plantear el film The Purge (“La purga”, estrenado este año en España como “La noche de la bestia” y dirigido por James DeMonaco), cuyo argumento también transcurre como treinta o cuarenta años a partir del presente. Entonces, los Estados Unidos o como sea que se llame la potencia en la que sucede la acción, han sido refundados. Esta refundación requiere nuevos credos –liberales, claro está–, nuevas formas de trascendencia o gatopardismo –“Que todo cambie para que todo siga igual”–, de modo que se instaura un día al año en el que se suspende la ley: los ciudadanos están habilitados durante doce horas para cometer todo tipo de delitos, desde el asesinato hasta cualquier forma de pillaje. La policía no trabaja, tampoco las guardias de hospitales ni cualquier otro tipo de servicio.
The Purge propone
un carnaval siniestro: la ley se ausenta para que renazca la barbarie, se
expanda y estalle en un lapso acotado, medido, y la comunidad purgue,
precisamente, sus deseos más oscuros, aquellos que, de otra forma, amenazarían
con despertar en cualquier momento.
Si fuera una buena película acaso podríamos extendernos
también en el comentario, pero al proponer sólo esa “anécdota”, nos queda sólo
celebrar la actuación de Lena Headey y Ethan Hawke y subrayar esa intriga en
torno a la trascendencia que, como dijimos, estaba presente en la estrella del
agente de la ley y en la catarsis de la tragedia clásica, primera forma de
purga de los deseos de justicia, sacrificio y redención.
Para reflexionar junto con
el cine sobre lo que sucedió en Santa Fe hace poco más de una semana acaso sea
necesario revisar buenas películas, con referencias menos directas, como
aquellas de pandilleros que filmó Walter Hill a principios de los 80 –Hill es
un filósofo cínico que descree de la justicia civil: “Siempre habrá alguien más
poderoso con mejor llegada a los mecanismos de la justicia”, declaró cuando
estrenó su último film, “Bullet to the Head”–: allí no había policías, sólo la
intemperie de los barrios pobres en la que un puñado de jóvenes tratan de
fundar una mitología a partir de la bravura y la violencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios se moderan, pero serán siempre publicados mientras incluyan una firma real.