Desde hace un tiempo está de novio con la misma chica con la
que bailó el vals de los 15 en el club Español de San Nicolás, hace 35
años. Por eso viene seguido a Rosario. Durante la semana vive en Córdoba, donde
escribió algunas de las novelas más vendidas entre las que se publican en
Argentina. Su trilogía de África, que comenzó con África, hombres como dioses,
agotó seis ediciones en la cordobesa Ediciones del Boulevard hasta que la
publicó Plaza y Janés en Buenos Aires, en 2003.
Hernán
Lanvers (o H. Lanvers, como firma sus novelas) se autodefine como un
mercenario de la literatura. “El día que dejen de pagarme –dice– me dedico a
otra cosa”. Sin embargo, permanecemos 45 minutos de charla en la que me
cuenta las penurias por las que pasó en su vida familiar –la de sus padres
y su hermano mormón que vive en Canadá y al que casi no ve. Le
pregunto si no va a escribir eso, me responde: “¿No será que ya lo escribí?”
Entonces toma un bolígrafo y garabatea en un papel una línea de tiempo
que atraviesa la vida de su personaje Tom Grant: “Es huérfano. Sabemos
de su vida hasta los 14 años, que es la edad a la que yo llegué a San
Nicolás –dice–, y después arranca desde los 24, que es la edad que tenía yo
cuando empecé a ganarme la vida”.
Hernán se recibió de médico cirujano en la Universidad de Córdoba a
principios de los 90. Pero antes ya había logrado mantenerse (con cierto
respaldo económico como para viajar a África) dando clases para los cursillos
de ingreso a la carrera de Medicina. Una sobremesa, en Rosario, me contó que el
día que finalmente rindió su última materia, la que le dio el título, llegó muy
temprano al examen y a las 9 de la mañana estaba al frente de su clase, como
cualquier otro día.
El primer libro de Hernán me llegó hace casi quince años. Por correo.
Contenía una carta escrita a mano sobre papel resma de 80 miligramos en la que
celebraba de algún modo el reencuentro y su Kilimanjaro. Guía médica para su ascenso, un tomo breve en el que me enteré, por
el relato y las fotos, que Hernán había ascendido a la montaña más alta de
África: un monte en el Ecuador con nieves eternas en la cima.
Nos conocemos desde que cursamos juntos la secundaria. Hablamos de la
familia el viernes pasado. De la madre, que murió hace poco más de tres años.
De su única herencia familiar: su padre médico, hoy hemipléjico en un
geriátrico de Córdoba. La casa de San Nicolás está alquilada. Cuando murió la
madre un representante de su hermano, que es abogado, llegó para disponer de
los bienes. Arregló, entre otras cuestiones, cosas pendientes con personas que
habían hecho trabajos en esa casa: desde el plomero hasta una empleada
doméstica, todos mormones.
Caminamos, hablamos de África: un continente que expulsa al hombre
blanco, aunque el hombre blanco siempre vuelve. A treinta kilómetros de Johannesburgo,
que todos vemos como una ciudad moderna, donde se hizo el mundial de rugby
(Hernán practicó rugby en San Nicolás, durante la adolescencia, y en Córdoba,
cuando estudiaba medicina), me cuenta, la gente en los pueblos tiene que
encerrarse durante la noche porque merodean leones. O Tanzania, donde la
población vive pendiente de “La gran migración”: el movimiento de dos millones
de cebras y antílopes que en determinado momento del año se trasladan en masa
en busca de pasturas y arrasan las villas que encuentran a su paso. Hablamos de
la poligamia: las mujeres africanas no son celosas y no entienden por qué las
blancas se empecinan en tener un hombre en la casa de manera permanente. Desde
que lo conozco, Hernán es un curioso casi infinito, capaz de memorizar detalles
y desparramarlos en un relato al modo del “¿Sabía usted?” o de los grandes
reportajes del periodismo norteamericano. No es un fabulador, porque su
formación enciclopedista no le permitiría la hipérbole. Sus historias se
construyen con cierto saber, con datos, con laboriosidad. Son la contabilidad
de historias e información recogidas con meticulosidad de lector que sus
novelas visualizan con un orden casi imperativo. La frase que oficia de
advertencia, al principio de “África, hombres como dioses”, ambientada en los
años 20 del siglo XIX, reza: “Sólo las partes más increíbles de este relato
están basadas en hechos que ocurrieron en la realidad”.
Volvemos a hablar de la familia. “Dicen –dice– que el miembro más
perverso de una familia es el que la domina”.
El 26 de septiembre de 2003, en Córdoba, Hernán fechó una carta escrita
a máquina (sí, a máquina de escribir) que corrigió con liquid paper en algunos
renglones en la que me decía: “Apreciado Pablo: Habida cuenta del regocijo con
que has recibido mi anterior libro ‘Kilimanjaro’ y de en cuánto has ampliado tu
vocabulario con el aquí injustamente poco usado idioma swahili, te envío esta
novela que he escrito y así aumentes tu conocimiento del idioma y estilo de
vida zulú.
“Es una novela sólo concebida para el entretenimiento, que me gustaría
que leyeras y luego me contestaras, teniendo en cuenta que apunta a entretener,
al igual que una película de Spielberg.”
No lo leí. Una desatención grosera de mi parte. Incluso Hernán lo
sospechaba porque en la dedicatoria que me hizo de su libro me escribía: “No te
solicito hagas una reseña en el suplemento literario que vos dirigís, ya que se
que este tipo de narraciones no están dentro de lo que se espera leer en esas
secciones”.
Pasaron unos años hasta que me metí en la historia de Tom Grant entre
los zulúes. Por qué no me interesan este tipo de novelas se lo dije a
Hernán, creo, hace mucho. Pero no es este el lugar para explayarme sobre eso.
Pasa el tiempo y el territorio más extraño que descubro en los libros que
leo es el Río de la Plata. En fin. Pero la conversación de Hernán ya es
buena literatura. Si sus libros son el eco de Wilbur Smith, sus
charlas –con sus anécdotas de África y sus idas y venidas familiares– son
como el discurso de César Aira sobre los chinos en El
mármol.
El viernes último, cuando lo escuché en el programa “Los dueños del
circo”, que conducen Marcelo Tapia y Maru Pezzoto en Sí
98.9, lo llamé por teléfono y allí me esperó hasta que nos encontramos.
Además, Hernán entendió algo del discurso público y mediático que lo
vuelve fascinante: no ya concitar la atención a partir de la historia del
escritor que más libros vende en el país y se ve a sí mismo como un perdedor o
un antihéroe (como lo declara y como lo puso en la dedicatoria y la carta que
me envió hace 12 años), un desplazado de los círculos literarios; sino el
sustrato lúdico de ese discurso, en el que se pone a girar una rueda que le
reclama anécdotas y un personaje que supo construir con el mismo esmero con el
que redactó sus novelas.
Dice que su fascinación por África le viene de cuando era niño y vivía
con sus padres en Comodoro Rivadavia, donde se habían asentado a
principios del siglo XX bóeres
holandeses que participaron de las guerras bóeres en Sudáfrica. Las
novelas de Lanvers son esa infancia recuperada, una infancia hecha de relatos y
de voces extrañas que Hernán tradujo y despierta en su conversación con un
humor enrarecido, cargado de ironía y de juego.
Publicado en RosarioPlus.
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