El futuro envejece rápido. Las historias de ciencia ficción, comprometidas la mayoría de las veces con relatos que transcurren en el futuro, son a fin de cuentas narrativas políticas. Cada una se escribe en tensión con el presente.
A la vez,
para que un futuro tenga lugar, el presente debe conservar cierto horizonte de
promesas irrealizadas, lo que hasta hace unas décadas solía llamarse “utopías”.
La buena noticia, para los amantes de la ciencia ficción, es que vuelve a las
pantallas y será uno de los géneros predominantes también en 2018. La mala
noticia, para todos, es que es esas “promesas irrealizadas” son cada vez más
fragmentarias y su puesta en escena resulta una pesadilla cercana. Un ejemplo: el
episodio “Nosedive” (“Caída
en picada”), el primero de la tercera temporada de Black
Mirror: lo único nuevo son los dispositivos que permiten dar una
especie de “me gusta” a una persona sin usar el celular; y lo que vuelve
terrible ese relato es la financierización
de la vida a través de la red social, cosa que de algún modo ya ocurre
(lamentablemente, no sólo a través de redes sociales).
En espejo
Netflix
anunció el estreno, entrado 2018, de la quinta
temporada de Black Mirror, la
segunda que producirá la plataforma de streaming tras ganársela al canal
original británico Channel 4, una serie que se adentra apenas unos minutos en
el futuro y cuyo tema explota la relación que ya tenemos con la tecnología y el
desdoblamiento de las personas en su vida virtual. En otras palabras: esa “otra
vida” en la que aspiramos a una plena realización no sólo no existe, tampoco
parece existir ya el deseo, según nos lo dejan ver los casi siempre pesimistas
episodios pergeñados por Charlie Brooker, inspiradas en películas, libros,
historietas y también videojuegos como Fall Out.
Pero Black Mirror no es el único estreno de
ciencia ficción de este año. Quitando de la lista el bodrio copy-and-paste Altered Carbon, estrenado en enero, la
plataforma suma este año nuevas series y secuelas, de Stranger
Things a la remake de Perdidos en
el espacio (13 de abril), aunque, hasta el momento, el mejor y más
auspicioso de todos los estrenos fue la película de Alex Garland (Ex Machina, 2015) Aniquilación: inspirada en Stalker
(el film de Andrei Tarkovsky de 1979), la ficción de Garland, protagonizada por
Natalie Portman, transcurre en el presente y en una zona afectada por lo que
parece ser el despliegue de una forma de vida extraterrestre que, al modo de
las células cancerígenas, duplica y fusiona seres y organismos. Y hay un
detalle: cada una de las mujeres que se internan en esa zona aislada del resto
del planeta, de algún modo ha abandonado toda esperanza, todo futuro. La nueva
ciencia ficción se desarrolla en ese territorio: un presente contaminado por un
futuro acotado y devastado o, mejor, un presente que es el espejismo de esa
devastación inminente.
Pero no todo
se agota en Netflix. HBO estrena el próximo 23 de abril la segunda temporada de
la serie que se propuso, en su momento, como la continuación de Game of Thrones: Westworld
(la comparación con la saga basada en los libros de George R.R. Martin la desmerece).
Muy vagamente basada en la película de los 70
protagonizada por Yul Brynner, Westworld
prescinde incluso del futuro. Todo transcurre en un parque temático ambientado
en el lejano oeste estadounidense en el que los anfitriones son androides que
copian la forma y el comportamiento humano y repiten ante sus huéspedes
ricachones una historia escrita para satisfacer sus ambiciones básicas: matar y
tener sexo. Pero el relato se centra en la relación de Anthony Hopkins y sus
creaciones, los androides, quienes comienzan, en la primera temporada, una
rebelión. Mientras la gran mayoría de las ficciones dramáticas que admiramos
entre las nuevas series tratan sobre la transformación del protagonista en
antagonista (Breaking Bad es el
paradigma), Westworld se plantea como
un
relato teológico: el creador (Dios) debe sacrificarse para que sus
criaturas ganen su voluntad.
También en
HBO puede verse, desde mediados de febrero, Counterpart
(“Contraparte”), una serie de 10 episodios producida en Estados Unidos por el
canal de cable Premium Starz y protagonizada por J.K. Simmons que explota los
cabos sueltos de otra serie legendaria, Fringe
(Fox, 2008-2013): la realidad paralela al modo que la describió el difunto
Stephen Hawkins. Dos universos que, al tocarse, comienzan a separarse.
En Counterpart, ambientada en un complejo
de espionaje en Berlín que es también el punto de pasaje entre un mundo y el
otro, el elemento disruptivo del universo paralelo es sólo el marco para el
despliegue de una guerra fría actual, entre dimensiones distintas e iguales, en
espejo, con una Alicia que viaja al otro lado pero, en lugar de encontrar magia
y maravillas, halla su parte más oscura y divergente.
El otro lado
En un libro
publicado en 1983 (Seeing Is Believing:
How Hollywood Taught Us to Stop Worrying and Love the Fifties: “Ver es
creer: cómo Hollywood nos enseñó a despreocuparnos y amar los 50”), Peter
Biskind analizó de modo ejemplar los films de invasiones alienígenas de los
50 y señalaba cómo “los hombrecitos verdes de Marte quedaron fijados en la
imaginación popular como los hombres rojos de Moscú”. Allí planteaba que tales
films se dividían en dos grandes grupos: los que dramatizaban el consenso
generalizado (amenazas al modo de vida americano), los centristas, y los
extremistas, aquellas películas, como El
día que paralizaron la Tierra, en las que los extraterrestres traían una
alternativa o, en otras palabras, una utopía. Para que esto sucediera, para que
la utopía tuviese lugar, era necesario “otro lado”, ya sea detrás del muro de
Berlín como más allá del sistema solar.
Es lo que
intentan las series como Counterpart,
Westworld o el film Aniquilación: crear otro lado a partir
de la duplicación, a través del espejo oscuro como el de Black Mirror.
“La ciencia
ficción ha perdido preponderancia respecto a la fantasía porque ya nadie cree
en el futuro”, dijo George
R. R. Martin hace un par de años, cuando presentó uno de los últimos tomos
de la demorada saga Canción de Hielo y
Fuego, en que se basa la serie Game
of Thrones. Ese descrédito en el futuro contamina el presente, que es el
tema de la ciencia ficción actual: desde pandemias de infertilidad, como Los
niños del hombre o The
Handmaid’s Tale hasta clásicos televisivos de los 2000, como Galáctica Astronave de Combate, que
trasladó el conflicto generado por Estados Unidos en Oriente Medio a una lejana
confrontación espacial.
A
principios de los 60, cuando la ciencia ficción no había sido golpeada aún por
la llegada del hombre a la luna ni por la caída del estado de Bienestar, uno de
los mejores escritores del género y, también, uno de los más grandes del siglo
XX, escribía en
un artículo para la revista New
Worlds: “Los mayores adelantos del futuro inmediato no tendrán lugar en la
Luna ni en Marte, sino en la Tierra, y es el espacio interior, no el exterior,
el que ha de explorarse. El único planeta verdaderamente extraño es la Tierra”.
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