para La
Capital
Un fantasma recorre la actual ficción televisiva estadounidense, es el
fantasma del totalitarismo. Un fantasma que lleva un mechón dorado, un cuerpo
grueso y el nombre de Donald Trump quien, con su parafernalia de la “Alt-right”
–juego de palabras y apócope de “derecha alternativa”: la vieja derecha
violenta y xenófoba pero con un hombre educado y un joven gay– y su largo
aliento a las armas agita las perores fantasías del progresismo liberal de
Hollywood.
Así las cosas, cuando el año pasado el servicio de tevé por streaming
Hulu –sólo accesible en el hemisferio norte y en Australia– estrenó la
adaptación televisiva de la novela The
Handmaid’s Tale (“El cuento de la criada”: editorial Seix Barral se apuró a
sacar de su desván, a fines de 2017, la traducción de fines de los 80 de este
libro que la canadiense Margaret Atwood publicó en 1985), la gran mayoría de
los críticos entendió que narraba una distopía estadounidense hecha a medida de
los tiempos políticos que se viven: un mundo arrasado por una epidemia de
infertilidad en el que las mujeres fueron reducidas a ciudadanas de segunda y, las
que son capaces de fecundar, meros seres para reproducir.
Los mismos productores de la serie (entre ellos Bruce Miller, creador de
The 100)
salieron a decirle a la prensa que la serie no estaba inspirada en el naciente
trumpismo. Mentiras. Al mismo tiempo “Deadline Hollywood” (DeadLine.com, uno de
los sitios más actualizados sobre el ambiente del cine y la televisión)
publicaba un artículo titulado “Cómo ‘El cuento de la
criada’ se convirtió en la serie políticamente más cargada del año” (“How ‘The
Handmaid’s Tale’ Became The Year’s Most Politically-Charged Show”).
Nombres y commodities
A diferencia de la novela, Offred (Elisabeth Moss) conserva y recuerda y
nos hace saber su verdadero nombre en la serie (June). Y, otra diferencia de la
serie: Serena (Strahovski), la esposa del amo a quien le asignaron a Offred
para reproducirse, ha sido, en ese pasado argumental y político de la ficción,
una de las ideólogas de la nueva teocracia que, una vez en el poder, prescinde
de su palabra y sus servicios por ser mujer. A diferencia de los hombres
–también estériles en la serie, aunque solapadamente– las mujeres, en El cuento de la criada (si bien “handmaid”
es el equivalente del español “criada”, el término inglés tiene más
connotaciones religiosas), no sólo tienen el don de alumbrar, también son
capaces de dar sentido a ese alumbramiento. Recién se conoció esa primera
temporada en Argentina el domingo 11 de marzo a las 22 en el canal de la
Paramount para América latina (su estreno en Hulu fue el 26 de abril pasado y
su segunda temporada, en su canal original, podrá verse a partir del 25 de
abril próximo). Claro que los ansiosos ya advertidos sobre la serie tuvieron en
un año varios sitios donde verla online o descargarla a través de programas de intercambio de torrents.
Hay que decir que El cuento de la
criada es una de esas series en las que la ambigüedad de sus metáforas
encuentran figuras políticas en todas sus alusiones. La adaptación serial –la
novela ya tuvo una adaptación cinematográfica en 1990 dirigida por Volker Schlöndorff
y producida en Estados Unidos, está completa en YouTube si se domina la lengua
de Michael Jackson– está de algún modo ambientada en la actualidad (como a Black Mirror podría aplicársele la
fórmula: “15 minutos en el futuro”), no en el contexto en el que fue pensada la
novela, es decir, los 80 de fines de la Guerra Fría, cuando la escribió la
Atwood en un departamento de Berlín oriental, porque ningún otro tiempo desvela
más a la ciencia ficción (acaso “el” género actual) que el presente. Dentro de
ese universo, cada “criada” –es como se designa a esas mujeres capaces de darle
un hijo a los aristócratas del régimen teocrático: hombres estériles casados
con mujeres estériles– tiene un pasado que se borra con el nombre que reciben
en la casa que las aloja, que es siempre el mismo para cualquiera de las que
llega. Claro que contar la historia de una esclavitud es contar la historia de
una rebelión. Pero esta rebelión, como veremos en los últimos episodios de esta
primera temporada, es también contra el totalitarismo capitalista, que ha
conseguido hacer de ese don reproductivo de las criadas un “commodity”, una
mercancía.
Vestales
J.G. Ballard escribió
en 1982: “En el futuro todo el mundo vivirá adentro de un estudio de
televisión. Eso es a lo que aspira el ámbito doméstico en estos días: la casa
va a transformarse en un estudio de televisión. Todos vamos a ser protagonistas
de nuestras propias series, y serán series muy extrañas, como el interior de
nuestras cabezas”. Ballard hablaba de la domesticación del mundo, no sólo
porque los grandes espacios y la “aventura” (entendida como relato épico de la
experiencia) se redujo al relato de los grandes medios, sino porque lo
doméstico va camino a convertirse en el espacio único (ver series también es la
domesticación de la vida, o ir al cine en un shopping); lo demás es territorio “zombie”
y los muertos vivos son seres analógicos cuyo único objetivo es saciar sus necesidades
básicas.
En ese contexto, las heroínas de
las series contemporáneas emergen en el mundo como una suerte de vestales romanas
y modernas: activas, hermosas y locas, como la agente de la CIA Carrie Mathison
(Claire Danes) en Homeland
(cuya séptima temporada estrenó el 11
de febrero pasado), mantienen encendido el fuego de un hogar que los
hombres hace rato abandonaron. Mientras los hombres, como Nicholas Brody
(Damien Lewis) en esa misma serie, dudan, se retuercen moral y psíquicamente, y
abandonan una y otra vez el hogar (Brody es el paradigma: no sólo traiciona y
destroza la seguridad de la patria, la Homeland, también la
de su casa). La mujer, como Carrie, pero también como Offred en El cuento de la criada, como
Ripley (la magnífica Sigourney Weaver en Alien –1986–, quien fue
convocada para interpretar a Offred en la versión fílmica de Schlöndorff
pero debió desistir porque estaba embarazada) son las únicas que saben cómo se
enciende el fuego, saben a dónde pertenecen y ese saber les permite,
sobre todo, contar la historia, habitar un pasado que es la única clave para
reconstruir un presente devastado.
En
la primera temporada de Jessica
Jones, la única serie basada en un personaje de Marvel que puede
prescindir de los caprichos de la historieta para enseñarnos conflictos reales
(Netflix estrenó la segunda temporada, tres años después de la primera, el
jueves pasado, para el Día de la Mujer, en un claro homenaje que cambió su
hábito de estrenar los viernes), nuestra heroína, capaz de caer intacta desde
un séptimo piso y destruir una pared de un puñetazo, entiende recién en el
décimo primer episodio que fue capaz de sustraerse de los poderes de Kilgrave
–un hombre con el poder de imponer su voluntad con la mera palabra–, quien le
ordenó volver en vano. He ahí la heroína: la mujer que, incluso liberada de ese
poder esclavo, es capaz de reconstruirse aun imaginariamente esclava, pero
poderosa, soberbia y libertaria.
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