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miércoles, 4 de agosto de 2021

capitán escarlata

El grado ridículo de universalidad de la serie Capitán Escarlata (1967-1968) sólo podía justificarse si sus protagonistas eran marionetas. Y eso le da cierto toque de genialidad. En la apertura, la voz del maravilloso doblajista mexicano Guillermo Romo le daba cuerpo a “la voz de los marcianos”. Pero en esos años en que la serie se emitía por canales de aire en Argentina (los 70 y principios de los 80) y nuestra sed de efectos especiales apenas si se había encontrado con computadoras que ocupaban varias barracas y Robbie the Robot de El planeta prohibido, las dos luces redondas y azules que recorrían un escenario de muñecos y naves de juguete que imaginábamos grande como el orbe mientras escuchábamos “Esta es la voz de los marcianos, sabemos que pueden escucharnos, terrícolas”, nos acercaba un terror absurdo y de algún modo fantástico. Y unos efectos que, vistos ahora, eran muy precisos, por ejemplo, los vehículos eran a tal punto blindados que en lugar de parabrisas tenían grandes paneles de monitores que reproducían el exterior. La escenografía de la serie era mucho más minimalista que las producciones de ciencia ficción de la época y la base de Spectrum (la agencia a la que rendía cuentas Escarlata), suspendida y anclada en el cielo, señalaba un punto intermedio entre la imaginación progresista de fines de los 60 y la actual visión de la sociedad vigilada.

En el primer episodio, Escarlata es poseído por los marcianos y secuestra al presidente del mundo (sic) y, para hacer contacto con el vehículo que va a su rescate, sube por una torre inexplicable que tiene una rampa para automóviles que asciende 300 metros para llegar a algo así como una playa de estacionamiento que está vacía. Las razones de la existencia de esa torre sin sentido son menos importantes de lo que esa altura significa: en primer lugar, la muerte de Escarlata al precipitarse al vacío (ojo, esa muerte lo libera de la posesión marciana y lo vuelve inmortal, a la vez que lo vuelve inmune a los marcianos) y, en segundo lugar, su cosa simbólica: el ascenso de Escarlata, su caída y, a la vez, el grado de ascenso de la humanidad –recordemos, esta es una serie sobre el universo, sobre la totalidad de la especie amenazada por otra–, la altura titánica como símbolo y materia de la superioridad humana (la serie fue celebrada también por sus personajes multiétnicos, aunque criticada en su momento por la oscuridad de su historia –de hecho, todo el conflicto se origina porque un estúpido militar terrícola ataca la ciudad de los mysterons al confundir una bienvenida con un ataque–, supuestamente dirigida a los niños de entonces).



Los “marcianos” (en realidad, los Mysterons, en el original en inglés: ese on del final del término es de origen latino, lo que da a todos los términos ingleses que ostentan esa construcción una dimensión antigua y enigmática) son unos seres inmateriales (aunque tienen una ciudad) que viven en Marte y pueden reconstruir la materia e incluso convertirse en lo que tocan y, necesariamente, destruyen, igual que el T-1000 de Terminator: Judgement Day. Pero su inmaterialidad también es la de los marcianos melancólicos, que olvidaron ya su deseo de revancha de los burdos humanos colonizadores en Crónicas marcianas. De hecho, el primero en descubrir a los mysterons en El Capitán Escarlata es el Capitán Black, el mismo nombre del comandante de “La tercera expedición”, uno de los cuentos más escalofriantes y maravillosos de ese libro de Bradbury, en el que los marcianos tienen también esa capacidad “inmaterial” de meterse en las mentes.

Ecos de El Capitán Escarlata pueden verse también en Fantasmas de Marte, ese encantador film de John Carpenter en el que la exploración marciana despierta espíritus maléficos que poseen a los exploradores: de nuevo, la “inmaterialidad”, esta idea de que Marte pertenece al mundo del espíritu.


Gerry y Sylvia Anderson (que bautizaron a su método de animación de muñecos supermarionation) fueron los creadores de Capitán Escarlata (tuvieron un éxito mayor con una serie anterior, Thunderbirds que, hasta donde sé, en Argentina casi no se conoció) y también crearon, casi 10 años más tarde, Space: 1999, que acá conocimos como Cosmos: 1999, en la que un joven y filosófico Martin Landau comandaba una Luna a la deriva en el espacio. En los retazos de films como Terminator o Fantasmas de Marte hay una herencia mayor –o al menos una fuente común– de Capitán Escarlata que en las animaciones con marionetas como las películas Lego. 
Aunque las películas lego dieron lugar también a parodistas superlativos, como Keshen8

Por último, la genialidad de Capitán Escarlata también se materializa en su tema musical, compuesto por Barry Gray, en el que los golpes sobre unos timbales sinfónicos preceden al aullido de unas disonancias que acompañan una orquesta que ya es un remedo de un pop británico que pronto será anacrónico, felizmente anacrónico. La intriga inicial de ese sonido –que hoy llama a la risa y el respeto– de repente se convierte en la intriga de esa época, los finales de los 60, cuando se estrenó la serie y sólo un astronauta ruso había orbitado la tierra, el hombre no había pisado aún la Luna, el planeta florecía en guerras y las juventudes marchaban hacia una utopía que se parecía a la carrera de Escarlata por la torre absurda del primer episodio. Claro que la Guerra Fría y la imagen de los mysterons, fríos y calculadores, nos devolvían la imagen del extraterrestre comunista que amenaza un mundo “americanzado”, del mismo modo que en La invasión de los usurpadores de cuerpos (1956), a la que Capitán Escarlata le debe gran parte de su inspiración.


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