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viernes, 20 de agosto de 2021

el reino y el monstruo de la pospolítica

Cuando conocemos al pastor Emilio (Diego Peretti), cuando lo conocemos en el plano medio que eligió el director (Marcelo Piñeyro) de la serie El Reino, el pastor está preocupado por un moretón bajo el ojo izquierdo que su esposa, la pastora Elena (Mercedes Morán), asegura que se soluciona con maquillaje. Ese fotograma define la subtrama y la composición de personajes de esta serie (porque, ya lo dijo Spiderman, quiénes somos es la intriga de todo relato): los vemos maquillando, borrando, operando sobre los efectos de lo que hacen y de quiénes son; pero actúan en base a eso que no vemos ni escuchamos: qué provocó el moretón, quién, dónde y qué sabe la pastora y no dice.



Sí, sí, la sorpresa de las actuaciones –las consabidas de Peretti, que interpreta a un pastor evangélico recalcitrante, la de Morán, la del Chino Darín, Peter Lanzani o Santiago Korovsky y así– merecería un comentario que puede leerse en cualquier sección de espectáculos, aunque cuando Netflix propuso esta maratón ya veníamos de la de Okupas, donde el lenguaje –esa música que acompaña las películas y nunca es “el lenguaje de la calle”, o el que necesariamente se habla, sino una construcción– brilla y nos interpela. En el guion (de Claudia Piñeiro y Marcelo Piñeyro) y en su trama El Reino deja en los actores otra historia, que serpentea y se insinúa en los recovecos del relato, además de la más notoria: un pasto evangélico que se presenta como candidato a vicepresidente, es testigo en un acto electoral del asesinato al candidato a presidente y, a partir de allí, comienza la carrera hacia la Casa Rosada y se desata una batalla al interior de la millonaria iglesia que lidera.

Hay un par de errores que incomodan –no, la precisión leguleya nos tiene totalmente sin cuidado–, primero, que se llame a los evangélicos “evangelistas”, como a Juan El Bautista o a los apóstoles que escribieron los Evangelios. Si le pegaban un tubazo a Pablo Semán se los aclaraba en un santiamén. Segundo, algo así como la representación de las escenas íntimas de poder. Por ejemplo, el candidato a presidente, un empresario y político, evita hablarle directamente a su vice para decirle que cambie algo de su discurso: ¿no la escucharon putear a Cristina Fernández? En fin. Como anotó Wallace Stevens, quien no fue ningún realista, “lo real es sólo la base, pero es la base”. No estamos pidiendo realismo, sólo verosimilitud y en pequeños casos puntuales.

Punto ciego

Como decíamos, lo que fascina, lo que genera esa compulsión a avanzar hasta el episodio 8 y final no es sólo la trama, sino ese punto ciego que lleva la historia de cada personaje, que emerge en el guion para señalar una dimensión nueva en el relato o para explicar sus ilaciones.

El pastor Emilio gobierna una iglesia evangélica que es también un banco –ocultan dinero detrás de las paredes–, tiene una casa para niños pobres y opera en la cárcel, donde Julio Clamens (Chino Darín) comienza su trato con sus fieles.



La cárcel, como figura, lo mismo que en otras ficciones argentinas –desde El Marginal hasta el film Sin retorno (2010, con Leonardo Sbaraglia y Federico Luppi) cuyo desarrollo del tropo “cárcel” es ejemplar; hablamos de figuras, no de la película en sí– es ese lugar de fogueo del héroe. Todo aquello que la ficción argentina no puede fidelizar, no puede hacer verosímil para construir su mundo, su diégesis, como la guerra, en nuestros relatos cristaliza a través de la cárcel.

En El Reino la cárcel forma, construye el pasado de tres de sus personajes: Remigio (Nico García), Tadeo (Peter Lanzani) y Clamens (Darín). Los tres provienen de ese lugar que le da tela al héroe (como figura) para llevar adelante su periplo: osadía, destreza, objetivos y recursos.

La cárcel es también esa otra cara del poder, que es uno de los temas de El Reino: los asuntos familiares dentro de la iglesia del pasto y la pastora se tratan como asuntos del poder, no sólo el poder de la iglesia o el dinero (en una escena, por ejemplo, bendicen una montañita de dinero), sino esa dimensión de la lengua que aborda el poder con alusiones, gestos y silencios.

Pero el poder en El Reino, además de esa escalofriante unión de la política y el evangelismo más antiderechos (contra el aborto, la ideología de género y toda la liturgia de la derecha conservadora), retoma ese pequeño ensayo planteado en el film La cordillera (Santiago Mitre, 2017), donde un presidente también se veía asediado por asuntos de otro orden –sobrenatural o diabólico– a la vez que imaginaba lo que podríamos llamar un posperonismo y hasta un posmacrismo.

Es obvio que la fuerza política que representa el pastor Emilio no es peronista, no sólo porque se presenta aliado a un empresario que se postula a la presidencia (sobran empresarios peronistas con aspiraciones intensas), sino porque Osorio –Joaquín Furriel– lo dice explícitamente cuando el pastor ensaya el discurso y larga un “compañeros”. “Compañeros no –le dice–, eso es peronista”.

El Mal

Otro asunto que vuelve “honesto” el desarrollo de la serie –de la que necesariamente habrá segunda temporada, aunque Netflix no lo haya confirmado aún– es que esas cosas más o menos sabidas acerca de la corrupción de la justicia o los aprietes dentro del juego político, son tratadas sin ningún regodeo, como la genuflexión de un procurador o el destrato de un político de carrera que no entiende la importancia del liderazgo del pastor. A diferencia de El lobista, donde también hay políticos y un pastor, y cuya puesta en escena era acaso mejor, en El Reino avanzamos hacia ese misterio del Mal, un mal lúcido, luciferino, que crece allí en la Iglesia de Emilio y Elena y parece que va a expandirse más allá de esos muros forrados de guita.

Hacer material ese mal es uno de los méritos de El Reino. Y no es acá una cuestión meramente moral lo que da materialidad a ese mal (el maquillaje que necesita la prédica del bien, como en la escena inicial), o ideológica, la perorata del pastor cuando pondera la meritocracia; sino que esa materialidad cristaliza en el único objeto que se nos muestra digno de adoración, el dinero, y en la compulsa por la preservación de esa iglesia, de ese centro de poder que también sabe hacer, digámoslo así, el Bien (el cuidado de niños desamparados, el rescate de presos en la cárcel). La pastora Elena se opone a que su marido sea presidente. Le dice a el pastor Emilio: “Lo que se debe hacer es ocupar espacios en el Congreso para votar las leyes que se desean apoyar y oponerse a las contrarias a nuestros intereses”. Mientras, todo lo bueno que esa iglesia había acogido, comenzaba a desprenderse y emprender otro camino.


Como en
La cordillera, pero también en otras ficciones –el ejemplo ya clásico es Game of Thrones–, en El Reino la escena del poder se ve cercada por algo de un orden sobrenatural que no entiende y lo incomoda. Ese detalle –en el personaje de Johnattan, El Pescado (Uriel Nicolás Díaz)– colabora también en El Reino a dar materialidad a un orden que produce monstruos.

La cita con la que comienza la serie es la célebre anotación de Amntonio Gramsci en los Cuadernos de la cárcel: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

Literalmente, la traducción de ese fragmento, escrito en 1930, sería: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. Se refería a la crisis producida por el crack de la Bolsa neoyorkina de 1929 y, sobre todo, a la feroz crisis del capitalismo en esa época. Y lo que El Reino viene a contar es, precisamente, la historia de ese “fenómeno morboso” surgido en ese territorio del que ya divisamos sus paisajes más oscuros y podríamos llamar “posperonismo” pero cabe nominar como la pospolítica.

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