Popularmente conocido por su personaje de comedia, Luis Rubio no había sido “leído” y, por lo tanto, tampoco “escrito” en ese amplio campo de batalla audiovisual que llamaremos cine argentino.
Sí, Juan Vera vio y exploró en 2018 el potencial actoral de Rubio cuando le dio el rol de coprotagonista en El amor menos pensado, junto con Ricardo Darín y Mercedes Morán. Y lo mismo podría decirse de Matías Bendesky, que en 2023 lo sumó al reparto de la inclasificable y magistral El método Tangalanga.
Tal vez por ese tono de coprotagonista, la primera vez que Alejandro Agresti nos lo muestra en Lo que quisimos ser (2024), es en una de las butacas de atrás de una sala que pasa cine clásico. Ya volveremos sobre ésta presentación.
Agresti convocó a Rubio en 2022, cuando ya tenía el guión de Lo que quisimos ser y le dijo que el personaje masculino de la historia había sido escrito pensando en su actuación.
El espectador asiste a la escena del nombramiento ficticio de los personajes de la historia: Luis Rubio será primero Yuri, por el primer cosmonauta de la humanidad, el soviético Yuri Gagarin (1934-1968) y, más tarde, cerca del final, optará por llamarse Buzz, por Buzz Aldrin (el segundo en pisar la Luna luego de que lo hiciera el comandante Neil Armstrong). Eleonora Wexler, protagonista junto con Rubio de Lo que quisimos ser, se llamará Irene.
Yuri e Irene se conocen a fines de los años 90 en una pequeña sala de cine donde son los únicos espectadores que asistieron a la proyección de una comedia de Howard Hawks, Ayuno de amor (His girl friday, 1940), con la que su director se jactaba de haber hecho los diálogos más rápidos de la historia de Hollywood hasta el momento —fue también lo que se conoció entonces como screwball comedy (“comedia excéntrica”), un género que de alguna manera satirizaba las comedias románticas hollywoodenses en la década de la Gran Depresión tras el crack financiero de 1929. Un dato que difícilmente se le escape al director cinéfilo que es Agresti: también su película, que transita los bordes del drama y la comedia, pone el amor y la representación de ese encuentro del que el espectador es testigo en un lugar “excéntrico”.
A la salida, Irene y Yuri van a un bar que ella elige —el Brighton, por calle Sarmiento, al que muchos porteños recuerdan con mucha familiaridad— y él define como “pituco”, término que ya a fines de los 90 era un anacronismo y tiñe la conversación de Yuri/Rubio de un fuera de época que ayuda a construir ese momento atemporal en el que sucede ese encuentro a lo largo de la película.
Irene/Wexler propone entonces el juego, la ficción que regirá esos encuentros: van a llamarse por nombres inventados y no permitirán que nada de su vida “real” quiebre ese hechizo de tiempo de los encuentros de los jueves en el que Yuri pide un Old Smuggler etiqueta blanca (otro anacronismo ya en esos tiempos al borde del fin de los 90). Este “hechizo de tiempo” es, de algún modo, el de Somewhere in Time (Pide al tiempo que vuelva, Jeannot Szwarc, 1980), en el que Christopher Reeve, en un hotel, logra volver al pasado que habitó una mujer que descubrioó en un retrato y permanece allí en tanto nada de su presente interfiera en el decorado decimonónico de ese hotel fuera de temporada. Irene es a su vez una escritora reconocida y Yuri un astronauta que le cuenta sus misiones espaciales.
El viaje, en el personaje de Yuri, pertenece también al plano de la representación: tiene una librería de viejo, es un lector de ciencia ficción y posee una suerte de plano de corte del transatlántico al que define "hermano menor del Titanic" en el que un niño reconoce una sala de cine; como en la escena inicial en las butacas de la sala de cine donde proyectan Ayuno de amor, el transatlántico es también un lugar para el espectador, un espacio a ser leído.
Luis Rubio asume así su primera faceta como actor: Rubio es el lector. Lo fue en El amor menos pensado, donde antes que exhibirse como coprotagonista evita desplegar su protagonismo para que Ricardo Darin vuelva a contemplar su relación con Mercedes Morán. Y será más específicamente un lector en El método Tangalanga, una fantasía en torno a una incierta biografía de Julio Victorio de Rissio (1916-2013), conocido como el Dr. Tangalanga. en el que Rubio es un enfermero que ayuda al personaje de Martín Piroyansky a descubrir su relación con el de Julieta Zylberberg.
Allí donde otros actores necesitan desplegar sus manos aferrándose a objetos, ensayando movimientos frente a cámara, Rubio actúa con gestos del rostro, con miradas, apoyando las manos sobre una mesa, cargando un bolso o dándole unas palmaditas a Darín tras practicar un poco de footing en un parque y despidiéndose porque en ese fuera de escena del final volverá a haber un encuentro que esperaremos incluso cuando ya hayan terminado de pasar los títulos finales.
Autor
Los cinéfilos de los 80 nos endurecíamos con la malentendida frase de Werner Herzog que decía que “los actores son un mal necesario”. Leíamos en ella la magnificencia del auteur cinematográfico encarnado en el director que planificaba en planos la puesta en escena y dejaba al actor como un elemento más de la escenografía: la escritura de una escena que se desplegaba en tomas y recortes. Preferíamos ignorar, claro, que ese Herzog que despreciaba a los actores era, ante todo, un gran director de actores: véase cualquier película protagonizada por Klaus Kinsky que no estuviera dirigida por Herzog (no defiendo el cine de Herzog, que está casi fuera de mis citas, sino la ironía de esas declaraciones que interpretamos caprichosamente).
Por eso, los que sin confesarlo íbamos al cine a ver una película “de Henry Fonda” o “de Clint Eastwood” —quien aún no se había destacado como auteur (director)— nos sentimos reivindicados cuando Eduardo A. Russo escribió en mayo de 1992 un texto sobre Robert Mitchum en la revista El Amante.
¿Qué es actuar y qué es actuar en cine, cuando una cámara se detiene en un primer plano, un plano medio, un picado o un contrapicado? El teatro siempre será la panorámica sobre la escena, la voz, el cuerpo agitado en el escenario: un personaje poseído por una representación que emite gestos que puedan interpretarse a la distancia. En cambio el primer plano exige una “síntesis” particular —el concepto es de Sergei Eisenstein— que resume la totalidad del relato: un primer plano nos muestra en el rostro del actor la totalidad de la trama.
En otras palabras: ningún actor puede ser en cine otra cosa que el mismo personaje (por supuesto, tenemos esmerados ejemplos de lo contrario: el laborioso Stanley Tucci tratando de desdoblarse infructuosamente en la magia del teatro para ofrecernos actuaciones lamentables o nuestro finado Alfredo Alcón practicando la alquimia del actor teatral hecho carne en el cine).
Disclaimer
Conocí a Luis Rubio ca. 1986 en un bar donde recalamos tras no-me-acuerdo qué festejo en Dorrego y 9 de Julio. Entonces era un actor de Discepolin que viajaba en la parte trasera de la moto del Turquito y desplegaba su humor para fantasear sobre la pobre vida de un actor rosarino cuando la TV de Rosario todavía lustraba las efigies vivas de Evaristo Monti y Alberto Gonzalo. Difícilmente las líneas que siguen se dedicarán a hacer una diatriba de su trabajo. Sin embargo, su actuación en Lo que quisimos ser, exige mucho más que complacencia y amistad.
No voy a hacer un panegírico de mi amigo, sino un análisis de la construcción de una figura que, aunque difícilmente apreciada por las voces rutilantes de la “rosarinidad porteña”, es también inclasificable por la rosarinidad realmente existente. Sigamos.
Lo que quisimos ser
Retomo el texto de Russo del año 1992: “Un actor en el cine es, antes que ninguna otra cosa, una superficie de inscripción. Y un gran actor de cine será ése cuya imagen pueda modelar de algún modo el film que habita y dotar de constancia una serie de películas que puede abarcar directores, productores y guionistas diversos.” Dice también que hay actores que son a su modo autores: capaces de darle una unidad a las películas que protagonizan que no siempre pueden darle sus directores. Menciona a Henry Fonda, a John Wayne, Bette Davis o Cary Grant (que protagonizó Ayuno de amor, película que el personaje de Rubio volverá a ver en televisión, solo, en su departamento, esta vez con un signo diferente en su rostro, ya no se ríe con estridencia como en la escena en que nos fue presentado.
Agresti encuentra para Rubio/Yuri, la anacronía, una cazadora de gabardina que ya era vieja cuando salió a la venta en los locales de prendas sport, a fines de los 80, un vestuario apagado en el que sobresalen unos tonos pastel teñidos por la misma disolución del siglo XX. Pero, también, unas camisas sobre las que se nota una elección, a la fácil opción del jean liso o la leñadora urbana, alguien puso el ojo en prendas que declarasen esa discreta estridencia.
Pero el guión de Agresti encuentra también ese lugar de Rubio en la actuación cinéfila: en un momento detendrá el juego que le propuso Irene (que avanza en la perfección de esa altra vita, “la que toda espera destruye” —la frase es de Claudio Magris—) y pedirá llamarse Buzz (por Aldrin —ya lo dijimos, agregamos también que el momento de este escrito Aldrin tiene 94 años—), el segundo de Armstrong.
Si se lo piensa un poco, el Rubio actor que hace a Éber Ludeuña trabaja con la sátira y la ironía mucho más que con la parodia. Éber parece sacado de algún lugar que podemos reconocer, pero no podemos reconocer su original, que es el material con el que trabaja lo paródico. Y es también, en tanto satírico —como en el humor de los Hermanos Marx—, un personaje “lector”. Lo dijimos a propósito de TV or not TV, que Rubio desarrolló entre 2016 y 2017, en el que componía personajes del mundo de la televisión y recorría —a través de una consola de edición— distintos escenarios televisivos y producía un tipo de humor sutil, “lector” (repasaba y reconfiguraba escenas históticas). Los títulos finales estaban acompañados de Rubio en un overol que llegaba para arreglar un viejo televisor (de la era pre plasma) en el que se escuchaban los gritos indistinguibles de un programa de panelistas. El técnico abría la caja trasera, tocaba unos cables que chisporroteaban en sus dedos y voilà, comenzábamos a escuchar la voz de Tato Bores, giraba la pantalla y ahí veíamos y escuchábamos un viejo monólogo, veloz y claro, el comediante en su tuxedo.
Ésa sería la clave del humor “lector”: no sólo el homenaje, el reconocimiento de los gigantes que ceden sus hombros para que miremos hacia adelante, según la fórmula del padre Leonardo Castellani, también una declaración: cambiar los gritos por la palabra, volver a una cima para ver por dónde se avanza.
Lo que quisimos ser une esa lectura de Rubio a la de Agresti, que supo ver al actor-autor, aprovechar su austeridad, su figura de coprotagonista no para ponerlo en un segundo lugar, sino en esa “superficie de inscripción” con la que el cine inicia el proceso de representación de aquello que no puede ser mostrado.
Una coda final para Lo que quisimos ser como film argentino. Su economía escenográfica, la pequeña trama en la que se sostiene, la escueta cronología recuerda una tradición que desplegó Leonardo Favio en Soñar, soñar —1975, en la que Carlos Monzón actúa una de las mejores borracheras del cine— o la más reciente Cómo funcionan casi todas las cosas (Fernando Salem, 2015) de la que el mismo director nos dijera: “En el nivel de conflicto y en el de intimidad, y en las sensaciones y en lo pequeño y lo doméstico hay una idea de historia mínima que es muy movilizante, que no hacen falta grandes conflictos, sino que esta idea de duelo, de búsqueda de refugios, de preguntas sobre la existencia no necesitan un marco tan ampuloso y estas historias tan universales se pueden dar en estos pequeños relatos”. También Lo que quisimo ser es una película mínima en torno a la ficción sobre la que erigimos la nave para surcar el mare tenebrarum del mundo.