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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

miércoles, 9 de diciembre de 2009

el fin de las pequeñas historias

"terrorist", obra presentada en londres en el marco de una muestra de artistas de medio oriente en 2004.

en febrero de 2002, pocos meses después del 11-s, decedía consultar a eduardo grüner sobre algo así como el "significado" de lo que había sucedido. era una nota para las páginas de cultura, claro, pero era también una intriga personal. recuerdo que damián schwarzstein me sugirió unas imágenes de ap de unos dibujos que niños de todo el mundo habían hecho sobre el atentado a las torres. le escribí a grüner una larga carta con unas no menos largas preguntas. en la carta le recordaba lo decisivo que habían sido sus escritos en la revista cinégrafo (1981) para mi formación como cinéfilo. con las preguntas pretendía saber... la nota se publicó en el desaparecido diario el ciudadano & la región aquel verano de 2002 con las imágenes que eligió damián. recuerdo que grüner (a quien conocería en persona cuatro años más tarde en el ccpe) me dijo entonces que estaba terminando un libro que llevaría el título "el fin de las pequeñas historias", pero que estaba corrigiéndolo de acuerdo a los últimos acontecimientos. ese fue el título que elegí. el libro saldría en 2004 por el fce.


Como la obra de los filósofos visionarios, la de Eduardo Grüner (Buenos Aires, 1946) supo anticiparse y pensar la devastación que el mundo vive desde el martes 11 de septiembre último a través de sus libros El sitio de la mirada (2001) o Las formas de la espada (1997). Como maestro, la obra de Grüner circula por revistas, conferencias y clases, donde su palabra revela y acompaña, y se sostiene en el dictum platónico según el cual “conocer es recordar”.

Grüner es sociólogo, ensayista, crítico cultural, profesor de Literatura y Cine en la Facultad de Filosofía y Letras, y de Teoría Política en Ciencias Sociales de la UBA. Es autor de Un género culpable (la práctica del ensayo).Ya en Las formas de la espada, desmenuzó el atentado a la Amia al analizar la violencia de los “neo-fundamentalismos”. Generoso y erudito, accedió a esta entrevista de El Ciudadano a través de un correo electrónico.

Usted criticó los postulados de la postmodernidad: el fin de la historia, de los grandes relatos. ¿Cómo puede leerse en esa crítica los ataques masivos a los Estados Unidos?

—Uno se siente tentado de acuñar una fórmula paradójicamente postmoderna: estamos ante el fin de la postmodernidad. Si el derrumbe del muro de Berlín legitimó el mediocre ideologema del “fin de la historia”, ahora el derrumbe de las Torres Gemelas hace pensar en “el fin del fin”. O, si se me permite autocitar el título de mi próximo libro (que temo que a esta altura ya haya quedado obsoleto), el “fin de los grandes relatos” viene a ser sustituido por el “fin de las pequeñas historias”. Pero podemos ser aún más paradójicos: es la plena realización de la postmodernidad lo que ha producido su fin. Y eso en varios sentidos. Primero: el nuevo y terrible Enemigo que se ha conseguido el Imperio responde fielmente a la imago del mundo postmoderno: es fragmentario, está disperso en retazos de contornos borrosos pero incomunicados entre sí, es “rizomático”, no reporta a ningún Poder central; es decir: le devuelve al Imperio, que es el mayor productor de la ideología postmoderna, su propia y falsificada imagen. La vuelve contra él. Es algo que refuerza mi hipótesis de que el llamado “neofundamentalismo” no representa ningún misterioso retroceso arcaizante a los bárbaros tiempos premodernos, sino un fenómeno estrictamente postmoderno, producido por el neoliberalismo y la llamada “globalización”. No me refiero solamente a la obviedad de que los EEUU alentaron en su momento lo que ahora se transformó en su Frankenstein, sino al tema mayor de que es toda la reconversión, económica y cultural, del capitalismo en las últimas décadas lo que ha producido el fenómeno. Marca los límites de la postmodernidad cuando es llevada al extremo de dejar regiones y culturas enteras del planeta fuera de un tan celebrado “multiculturalismo” que es, en realidad, el multiculturalismo de los poderosos que se pueden dar el lujo de ser “tolerantes” cuando tienen la hegemonía. También es sintomático que entre las víctimas del atentado hubiera más de 60 nacionalidades. Nosotros lo sabíamos desde la AMIA: las potenciales víctimas pueden ser cualquiera, y no sólo norteamericanos rubios de ojos celestes. El colmo del multiculturalismo: en condiciones de profundizada desigualdad, conduce al racismo. La imagen postmoderna de un mundo sin “fundamentos” muestra entonces su otra cara: la de una búsqueda desesperada de fundamentos por parte de aquéllos que no tienen nada que fundar, porque ya han sido expulsados fuera de la Historia. Eso es el “fundamentalismo”: una pulsión fundadora que, al no tener objeto, se vuelve destructiva y criminal. La masacre de las Torres Gemelas es insoportable e injustificable, pero no inexplicable. No es “irracional”: es un subproducto deleznable –aunque no el único– de la racionalidad del actual orden mundial. Por eso es al mismo tiempo la realización y el fin de la postmodernidad. Es decir, en el estricto sentido del término: su culminación .

¿Cómo pensar ahora el futuro?

—Conformémonos, por ahora, con interrogarnos por el presente. ¿Con qué herramientas teóricas, intelectuales, “científicas”? Es difícil decirlo. Detrás del llamado a la “guerra” hay una complicada trama política y económica que mucho tiene que ver con la recesión mundial, al borde de la crisis “depresiva”, de un capitalismo en problemas que necesita una urgente inyección reactivadora (¿y cuántas veces en el pasado se apostó a que la guerra cumpla ese rol?). También, desde el punto de vista político, con la progresiva multiplicación de resistencias multitudinarias a la hegemonía del Imperio (desde los zapatistas a los piqueteros locales, pasando por los movimientos antiglobalización en el propio centro imperial, que no tienen nada que ver con ningún “terrorismo”). El futuro inmediato, en este sentido, es bastante poco alentador: entre otros males, lo que ha hecho el atentado es alentar el retorno con más fuerza del Gendarme Mundial, de una suerte de Doctrina de la Seguridad Internacional que hoy empieza por Kabul, pero ya está llegando a Colombia, o a nuestra llamada “triple frontera”, y en donde el discurso único que reduce la política mundial a la lógica guerrera del “amigo-enemigo” puede instalar un régimen de Terror tan “globalizado” como el de la economía, que ya es suficientemente terrorífico. Los argentinos conocemos bien el problema: ¿acaso hace 25 años no hizo falta implantar un régimen de terror para vencer las resistencias iniciales al “nuevo orden económico” que empezaba a perfilarse? Ahora ese orden está mundializado, y en crisis. Es urgente abrir más la cabeza, además del corazón. Aparte de que es un compromiso irrenunciable de los intelectuales ponerse a crear todo un nuevo instrumental crítico para pensar este “desierto de lo real” en que hemos sido arrojados. Quizá también haga falta empezar a mirar en otras direcciones, menos institucionalizadas o académicas, e incluso pasadas de moda en el mercado universitario. Por ejemplo: la antropología de las religiones, que de Mircea Eliade a Georges Bataille, de René Girard a Ernesto de Martino, explican la mutua implicación entre la violencia y lo “sagrado”, o el papel del ritual de sacrificio en las sociedades que sienten que su propio “ser en el mundo” está en peligro, y que se impone un acto de “refundación ontológica”, antes de que sea demasiado tarde. Y habría que releer a una nueva luz el pesimismo antropológico del Freud de Totem y Tabú o del Malestar en la Cultura. Y leer a los teóricos postcoloniales, en especial los que se ocupan del Islam. Como diría Edward Said: pensar, por ejemplo, qué significa, en términos de identidad cultural, que sociedades tan diversas entre sí como lo son las islámicas hablen la misma lengua (una comparación con Latinoamérica sería aquí muy provechosa), versus la babélica dispersión de lo que se llama “occidente”, o qué significa que lo político sea un “reino de otro mundo” frente al cual la propia muerte –no digamos ya la de los otros– carezca totalmente de importancia. En fin, la tarea es infinita, pero hay que hacerla: es una defensa contra el pánico en el que ambos bandos quieren hacernos caer. Y, sobre todo, hay que hacerla desde acá , desde esta porción del mundo que nos ha tocado: pensar dónde y cómo quedamos parados, o tirados, en medio de todo esto.

En Las formas de la espada usted observa, a propósito de los fundamentalismos, que en la postmodernidad ya no hay un centro único de detentación del poder, sino que aparece como un gigantesco mercado virtual de ideas y representaciones entre las supuestamente se es libre de elegir; aunque no hay ideas completamente legítimas.

—Ante todo, este acto de terrorismo es inequívocamente condenable tanto por razones morales como políticas: el terrorismo elitista que sustituye con su propia soberbia la organización democrática de las masas populares, y de paso asesina a muchos de aquéllos a los que dice defender, tiene siempre un efecto objetivamente reaccionario: deslegitima la causa de esas masas que vienen resistiendo esforzadamente al terrorismo del Poder. Un potentado multimillonario (si es que fue él) que oprime a su propio modo a “sus” propias masas y especula en la Bolsa de la muerte no es un “revolucionario”: ponerlo a la altura de revolucionarios auténticos –no importa lo que se piense de cada uno de ellos– como Robespierre y Marat, Lenin o el Che Guevara, es una total falta de respeto. Esto no habría ni que decirlo.

—¿Qué le parecen las interpretaciones que se difundieron sobre el nuevo orden de cosas que imponen los atentados?, porque uno de los puntos en los que usted insiste en sus libros es en la imposibilidad de estas nuevas ideas posmodernas de generar interpretaciones para modificar la realidad.

—Voy a ser lo más claro posible, a riesgo de granjearme la antipatía de muchos: aunque el 11 de septiembre hubiera habido un solo muerto, y aunque ese único muerto hubiera sido el presidente Bush, o el director de la CIA, sería igualmente criticable. Por una sencilla razón: la “cualidad” de la muerte, no menos que su cantidad, no es en sí mismo una justificación, ni un argumento ideológico, político, ético. Así como no se puede ahora construir una teoría de los Dos Demonios a nivel “global”, tampoco se puede simetrizar la cuestión: por un lado, es completamente cierto que este acto debe ser analizado en el contexto de las continuidades, de las relaciones causa-efecto(s), etcétera; por el otro, cada acto terrorista debe al mismo tiempo ser juzgado en sí mismo, como un hecho absoluto, puesto que pone en cuestión la vida y la muerte de inocentes, y no en el sentido inmediato, sino también por las consecuencias previsibles que puede acarrear: por ejemplo, la fascistización o militarización del mundo, a la que los terroristas le proporcionan una buena excusa. No soy un moralista, ni un idealista ingenuo: sé perfectamente que el terrorismo puede ser vivido como el único recurso de los desesperados, y que en ciertas situaciones ha sido sistemáticamente utilizado por aquéllos mismos que ahora se rasgan las vestiduras porque les tocó a ellos: lo usó la resistencia francesa contra los nazis, pero no lo creyeron legítimo cuando lo usaron los argelinos contra la opresión francesa; lo usaron los judíos contra los ingleses, pero no lo creen legítimo cuando lo usan los palestinos contra el Estado de Israel. Lo usó el Estado norteamericano de diversas maneras contra el Tercer Mundo, pero sólo ahora descubren lo horroroso que puede ser. Eso es, hasta cierto punto, lógico: la política también consiste en descalificar lo que uno mismo ha hecho cuando lo hace el adversario. Pero razonando así quedamos atrapados en el mismo círculo, ya que confirmamos el lugar en el que nos pone el adversario, cuando se trataría de demostrar que somos diferentes (y, por supuesto, mejores). Las dos partes están en mutua relación especular. EEUU como Estado está poniéndose rápidamente fuera de la Ley al emprender una “guerra” no declarada contra un “particular” que no representa a Estado alguno, sin aportar pruebas, sin que siquiera se conozca que haya un juez, norteamericano o de las cortes internacionales, que haya iniciado una investigación de ese terrible delito. Claro que los antecedentes del otro hacen verosímil la sospecha. Pero la ley no actúa con verosímiles, sino con pruebas. Al menos la ley positiva, que es la que rige a los Estados: el mero “ojo por ojo” no es justicia (infinita o limitada) sino venganza bíblica. O sea: fundamentalismo. Como cualquier Estado totalitario, EEUU se ha apoderado de la Ley, para retorcerla a su capricho.

Giorgio Agamben observa, a propósito de la lectura de Primo Levi, que el Lager (el campo de exterminio nazi) es el paradigma de la modernidad. ¿Acuerda con este postulado?

—La idea del Lager como paradigma metafórico de aquéllo en lo que se ha transformado la sociedad moderna es originariamente de Walter Benjamin, que ya poco antes de suicidarse, en 1940, tuvo ocasión de reflexionar sobre las analogías entre la organización tecnocrática del capitalismo y la eficiencia siniestra del campo de concentración. Después, célebremente, Adorno y Horkheimer, en la Dialéctica del Iluminismo, le dieron a Auschwitz todo su estatuto de símbolo de la racionalidad instrumental moderna, y se atrevieron a sostener que el nazismo no había representado ninguna locura incomprensible “caída del cielo” como rayo en día sereno, sino la estricta realización de una de las potencialidades de la razón moderna. Y no para desesperar de la razón, sino para verla lúcidamente como lo que es: un campo de batalla en ebullición permanente, que por sí sola no garantiza en absoluto la emergencia de un mundo mejor. Hoy, la cuestión se complica aún más. Hitler, el creador de Auschwitz, supo poner toda la racionalidad instrumental y técnica del capitalismo disponible en su época al servicio definitivo de sus “valores”. La lógica del mundo actual ha consagrado esa conjunción siniestra, y el atentado a las Torres Gemelas es un símbolo perfecto de ese estado del mundo: los terroristas ponen toda la racionalidad instrumental y técnica de unas poderosas máquinas de volar inventadas por Occidente al servicio de sus “valores trascendentales”, y Bush hace otro tanto cuando pone la más poderosa y racional maquinaria bélica de la historia al servicio de sus propios “valores”, a los que identifica con la Civilización como tal. O sea: Hitler ganó, después de todo. Y su victoria es más grande de lo que sus ensueños más delirantes podían imaginar: consiguió que los supuestos “enemigos” se encontraran luchando con las mismas armas, bajo la misma lógica. ¿Qué hacer, entonces? ¿Renunciar a la Razón? Pero eso sería darle la razón a “Hitler”, a la inmensa podredumbre del presente, de la cual la sangrienta historia occidental no puede desentenderse. Al contrario: se trata de ensanchar la Razón, de hacer entrar en ella su propio conflicto constitutivo y determinado por la “injusticia infinita” de una sociedad “global” que va en camino de constituirse en un inmenso Lager . No se trata, tampoco, de ponerse apocalípticos (eso es lo que querría “Hitler”: que frente a nuestra impotencia nos arrojáramos en sus brazos providenciales): no estamos ante el Fin del Mundo, no ha empezado la Tercera Guerra Mundial. Pero si no detenemos a “Hitler” esa burda propaganda podría resultar cierta. Quizá todo esto presente la oportunidad, ante el vacío de sentido con el que mucha gente percibe el mundo de hoy, de una refundación verdaderamente radical de la polis humana, del ser mismo de lo social. Pero eso no lo van a hacer los amos y beneficiarios del mundo, ni los tirabombas indiscriminadores. Vale la pena terminar con una frase de Sartre que me encuentro citando cada vez con mayor frecuencia: “No es tanto cuestión de lo que la historia nos ha hecho, sino de qué vamos a hacer ahora nosotros con eso que nos ha hecho”.

—¿Qué le parece que introducen estos ataques en lo que usted abordó en Las formas de la Espada como una nueva percepción del espacio y una pérdida de la densidad histórica? O sea, ¿qué puede decirse de la lógica del simulacro a partir de esto?

—Este es, muy precisamente, el segundo sentido en que se puede hablar del fin de la postmodernidad. Se terminaron los simulacros. No creo que aparezca ningún Baudrillard que diga: “El atentado contra las Torres Gemelas no ha tenido lugar”. Desde luego que esto es así, en primer término, porque un atentado contra la capital del Imperio tiene mucha más prensa —es decir, mucha más “realidad”— que la Guerra del Golfo, no digamos ya que los bombardeos casi cotidianos contra Irak, etcétera. Pero, en un sentido menos obvio, esto es así porque, de nuevo, el Imperio, que ha sido el mayor productor de “simulacros”, se ha reencontrado con “el desierto de lo real”, como lo dice agudamente Zizek en un artículo reciente. Se han materializado los más apocalípticos fantasmas del “simulacro” holliwoodense, sin que aparezca un Bruce Willis o un Stallone para restaurar el orden (Bush es un pobre candidato para ese papel). Ese término es muy importante: hay, de la peor manera, como un retorno de la materia a un mundo que estaba altamente “desmaterializado”: Internet, los medios de comunicación de masas, la CNN, y el propio modelo de acumulación de un capitalismo ya no esencialmente productivo, sino especulativo y hecho de una volátil circulación de signos monetarios “informatizados” por el espacio virtual, todo eso había creado un mundo abstracto donde el sufrimiento, la miseria, la violencia y la muerte inflingidos a miles de millones “no tenía lugar”. Pero, de pronto, vuelve a tenerlo: de pronto, un hecho como este, aunque a alguien pueda parecerle injusto que se le preste más atención que a otros (¿cuándo se paralizó la gente ante los televisores para presenciar espantada las masacres de Rwanda o Bosnia?), nos hace tomar conciencia de que, por detrás de los “simulacros”, lo que siempre estuvo en juego fueron los cuerpos , la materialidad concreta y sufriente de seres vivos, tan vivos como lo estaban ayer los cincuenta o cien niños que, según se dice, murieron de hambre hoy solamente en nuestro país. O como lo estaban el 10 de septiembre los quién sabe cuántos miles de trabajadores asesinados en las torres. El “quién sabe cuántos” va a cuenta de que, por supuesto, la lógica del simulacro seguirá, por algún tiempo, estando activa: la férrea autocensura comunicacional no nos ha permitido ver ni uno solo de esos cuerpos, vivos o muertos, sepultados bajo los escombros de la postmodernidad; los ha transformado en ¿osaremos pronunciar la palabra? desaparecidos . Pero sabemos que están allí: su “realidad” no se nos puede ocultar aunque se nos prive de su imagen. O, más bien, sabemos que están allí, que son reales, justamente porque no tenemos su imagen televisiva. Algo semejante, me parece, ocurrirá con la nueva guerra que ha empezado: si se pudo decir “la guerra del Golfo no ha tenido lugar”, es porque de ella sólo vimos imágenes de misiles luminosos cruzando la noche, como un festival de fuegos artificiales. De esta nueva guerra no tendremos imágenes, porque —por las características geográficas de Afganistán, o por lo que sea— será algo así como una guerra a la antigua, casi cuerpo a cuerpo , en otro retorno de la materialidad siniestra. Si juntamos eso con la aparente estupidez (que no es tal) de prohibir las películas o las canciones que hablen de violencia y muerte, se refuerza la hipótesis inicial: se acabaron los simulacros. Es, como se dice, la hora de la Verdad.

—Giorgio Agamben observa, a propósito de la lectura de Primo Levi, que el Lager (el campo de exterminio nazi) es el paradigma de la modernidad.

—La idea del Lager como paradigma metafórico de aquéllo en lo que se ha transformado la sociedad moderna es originariamente de Walter Benjamin, que ya poco antes de suicidarse, en 1940, tuvo ocasión de reflexionar sobre las analogías entre la organización tecnocrática del capitalismo y la eficiencia siniestra del campo de concentración. Después, célebremente, Adorno y Horkheimer, en la Dialéctica del Iluminismo, le dieron a Auschwitz todo su estatuto de símbolo de la racionalidad instrumental moderna, y se atrevieron a sostener que el nazismo no había representado ninguna locura incomprensible, sino la estricta realización de una de las potencialidades de la razón moderna. Y no para desesperar de la razón, sino para verla lúcidamente como lo que es: un campo de batalla en ebullición permanente, que por sí sola no garantiza en absoluto la emergencia de un mundo mejor. Hoy, la cuestión se complica aún más. Hitler, el creador de Auschwitz, supo poner toda la racionalidad instrumental y técnica del capitalismo disponible en su época al servicio definitivo de sus "valores". La lógica del mundo actual ha consagrado esa conjunción siniestra, y el atentado a las Torres Gemelas es un símbolo perfecto de ese estado del mundo: los terroristas ponen toda la racionalidad instrumental y técnica de unas poderosas máquinas de volar inventadas por Occidente al servicio de sus "valores trascendentales", y Bush hace otro tanto cuando pone la más poderosa y racional maquinaria bélica de la historia al servicio de sus propios "valores", a los que identifica con la Civilización como tal. O sea: Hitler ganó, después de todo. ¿Qué hacer? ¿Renunciar a la Razón? Pero eso sería darle la razón a "Hitler", a la inmensa podredumbre del presente, de la cual la sangrienta historia occidental no puede desentenderse. Al contrario: se trata de ensanchar la Razón, de hacer entrar en ella su propio conflicto constitutivo y determinado por la "injusticia infinita" de una sociedad "global" que va en camino de constituirse en un inmenso Lager. No se trata, tampoco, de ponerse apocalípticos (eso es lo que querría "Hitler": que frente a nuestra impotencia nos arrojáramos en sus brazos providenciales): no estamos ante el Fin del Mundo, no ha empezado la Tercera Guerra Mundial. Pero si no detenemos a "Hitler" esa burda propaganda podría resultar cierta. Quizá todo esto presente la oportunidad, ante el vacío de sentido con el que mucha gente percibe el mundo de hoy, de una refundación verdaderamente radical de la polis humana, del ser mismo de lo social. Pero eso no lo van a hacer los amos y beneficiarios del mundo, ni los tirabombas indiscriminadores. Vale la pena terminar con una frase de Sartre que me encuentro citando cada vez con mayor frecuencia: "No es tanto cuestión de lo que la historia nos ha hecho, sino de qué vamos a hacer ahora nosotros con eso que nos ha hecho".

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