La vida afuera nace bajo el peso de la Historia. Sobre el final de los 70, Pedro Rudenko viaja desde Uruguay a Rosario buscando a Baltasar Betancour, compañero de militancia presumiblemente preso de la dictadura. Olvidadizo de su misión y de la urgencia que lo llevó a esa ilusoria ciudad junto a un río, Rudenko comienza a escribir, un poco al azar de las circunstancias, hasta su desaparición. El lector recorrerá fragmentos de esa escritura, donde todas las coartadas y las seguridades de la Historia se pierden: la comunidad, la convicción, la pertenencia, el amor, el seguro discurrir del tiempo hacia una meta.
Rudenko escribe una “Residencia en Rosario”. Pero esta no es una narrativa del descubrimiento. Rosario es el lugar al que llega porque algo ha perdido, algo más central que Baltasar Betancour. Todo lo que Rudenko ve, escucha, huele o saborea es una indicación de otra cosa: otro río, otro tiempo, otras certidumbres. Pero La vida afuera tampoco es una narrativa memorialista, de la celebración o la nostalgia. Con cierto fastidio y aburrimiento, con algo de inadvertida tristeza, Rudenko nota que Rosario no es una cifra de la ciudad oriental perdida, sino de la ciudad que nunca tuvo, que nunca existió, aunque siempre vivió en ella: a esa ciudad la llama “Infancia”, y a ella se dedica la segunda sección del libro. Pero eso es obvio, dirá el lector, cualquiera que emigra o simplemente viaja lo sabe. Y es cierto: entre la obviedad y la revelación, el estilo extrañamente oral de La vida afuera encuentra su tono, en el que habitan una cantidad de cosas familiares. Pero sobre todo una, la más familiar y la más imposible: la sospecha de que estamos viviendo en vano, que ni siquiera el fracaso es una justificación.
Juan Pablo Dabove
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