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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

jueves, 1 de diciembre de 2016

el sexo débil



El jueves 24 de octubre, en el Anexo de la UNR de Corrientes al 2000, Juan Bautista Ritvo conversó con Isabel Steinberg sobre “La feminidad y el feminismo”. Hubo grabación, pero Juan transcribió “la versión sintética” de su posición en su perfil en una red social. Y anunció: “Los desarrollos amplios tendrán su lugar en un libro que espero terminar antes de fin de año”.


En las polémicas actuales sobre el feminismo, lo que está en discusión, pero de manera solapada, es el fantasma del patriarcalismo, no su existencia efectiva. Discutir con argumentos científicos el denominado “patriarcalismo” es algo quizá necesario, pero solo preliminarmente; quedarse allí es tan inútil como inútil es intentar convencer a un creyente de que dios no existe.
En la carta 52, más precisamente a su fin y a propósito del ataque histérico, Freud recordaba el vértigo, el espasmo, el llanto, dirigidos a un otro, pero no a cualquiera, sino a aquel Otro prehistórico e inolvidable, imposible de emular.
Invirtiendo el signo, demonizando lo que aparentemente se ama (y se lo ama con la ambivalencia extrema y extravagante que el amplio espectro histérico admite), las mujeres abandonan por un momento ese fondo de silencio también él extremo, sileo, silencio de las profundidades de la caverna femenina que un gran misógino, Hesíodo, supo describir y sintomatizar en el seno de una cultura desaparecida, aunque sus mitos y poéticas fundamentales subsistan hasta hoy.
"Giaele e Sisara", ArtemisiaGentileschi (1620). Imagen tomada de Arte/Filosofía.


(En Hesíodo, se sabe, el vientre, a la vez metáfora y realidad de las profundidades del océano femenino, está en íntima relación con la pura superficie de arena y viento, hecha de susurros, chismes, hablas locas e insistentes, gritos, culto por las pieles, los vestidos y toda la superficie del adorno y la decoración. En el siglo XIX, ciertos pintores, formal e integralmente hombres, supieron a través del color expresar algo de este élan femenino. Me refiero a los nabis (“profetas”), quienes con sus colores planos y compartimentados, supieron darle a escenas en apariencia triviales – escenas callejeras de mujeres y niños a merced de los movimientos automáticos y mecánicos de la gran ciudad, o de las intimidades del hogar burgués, baños, talleres de costura, dormitorios – esa pasión extrema del color puro que encarna el sentimiento en su estado de desagregación punzante, y en el cual vienen a confluir el misterio deslumbrante con la ornamentación y la dispersión.)

La formación de una corporación femenina, más precisamente de una masa en el sentido freudiano de la expresión, es propia de la modernidad –la masa es una generalidad cuyos miembros, intercambiables desde el rasgo brutalmente simplificado que los identifica como tales, se reúnen en torno al objeto ideal que funciona en espejo con un objeto totalmente execrado.
El sexo anatómico al que se suma la declaración jurídica de que alguien posee el “género femenino”, son el soporte de una masa gobernada por una naturaleza que ha sido marcada por el signo de la bondad y esclavizada a un Amo patriarcal, marcado a su vez por el signo de la sujeción y la explotación.
Este objeto ideal “femenino”, carente de todo otro contenido que no sea la exacta inversión del supuesto patriarcalismo, se encarna en figuras femeninas que ofician de líderes en una variedad que lleva máscaras de Pentesilea, la reina de las Amazonas, o emblemas de la pureza de Santa Teresa, para dar ejemplos que no agotan sus modelos.
Se dirá que este esquema tan elemental poco tiene que ver con el feminismo que representan ya sea Judith Butler, o Susan Sontag o, para remontarnos a un pasado próximo, Simone de Beauvoir, pero justamente se trata exacta y puntualmente de eso: la formación masiva solo se obtiene al precio de brutales simplificaciones, y así incide sobre la vida social de estos días de un modo distinto a la polémica teórica, la cual, sin perder importancia, pasa a segundo plano.
(Es que algunas afirmaciones producen una extraña duplicación cuando apelan a la feminidad.
Hay quienes invocando el espíritu y la letra de Hanna Arendt, levantan la bandera de la libertad política, antes encarnada por el espíritu “masculino”, para proyectarla en una utopía que se denomina a partir de ahora “femenina”. En este caso, lo único que se ganó es un desplazamiento que deja intactos los problemas y las formulaciones clásicas. Se ha convenido llamar “femenina” a una clásica utopía política. Así nos alejamos del cuerpo receptivo de las mujeres, al que la tradición ha disimulado bajo el nombre de “pasividad”.
De otra parte, la teoría llamada queer cae en un historicismo de poca monta: ya no hay sexos, ni masculino, ni femenino, todo es variable y tan circunstancial como la propia historia. Ni siquiera, se dice con un espíritu deleuziano, hay entidades individuales, porque son los actos y solo los actos los que pueden computarse sea como heterosexuales o homosexuales o como se quiera llamarlos. La polémica nos puede llevar lejos – y ya nos ha llevado, en otro lugar. Ahora quiero indicar someramente que un signo profundamente reaccionario de los tiempos consiste en fingir la pura y fungible labilidad de las funciones sociales, cuando sabemos hasta el hartazgo que la fragilidad de algunas estructuras tiene el reverso imperial de constantes que dominan hasta hoy y completamente el drama humano: la explotación del hombre por el hombre, el sometimiento incansable de las clases inferiores a las superiores (un plebeyo tiene un líder patricio en insurrección contra los patricios) y, ya en otro plano, totalmente diverso, la división sexual de la humanidad que insiste en una disyunción antisimétrica y por lo tanto no meramente binaria, y lo hace desde el fondo de la historia, con cambios de contenido en la oposición, ciertamente, pero con la persistencia de los significantes que, irreductible y opacamente, oponen el extremo de la falicidad en el hombre con su encarnación femenina en la que se realiza al perderse. El falo, masculino, no tiene más campo de realización que el femenino.)
Es preciso diferenciar esta masa de otras formaciones históricas, ya sean los tradicionales salones literarios, presididos por mujeres de la nobleza o próximas a ella, o la participación de mujeres en pie de igualdad con los hombres en las vanguardias del siglo XIX y XX.
Tales formaciones están armadas en torno al diálogo confuso, equívoco, aristofanesco y belicoso propio de los lances entre los sexos.
Pero lo que llamaría, para diferenciarla de otras formaciones, auto-segregación de las mujeres y no precisamente como en la conocida comedia de Aristófanes La asamblea de las mujeres, es un fenómeno relativamente tardío, propio de esta época. Y no me refiero a las luchas femeninas por la igualdad del salario o a las reivindicaciones de los derechos políticos, cuyo valor es emblemático, sino a la cristalización en una suerte de ciudad de las mujeres que ataca incluso a la gramática (¿recuerdan el film de Fellini?) del fantasma del “sistema patriarcal” que conduce a la perpetuación de la inversión especular: se exige del varón la retractación pública de sus exanciones y violencias mientras vampíricamente las mujeres se trasvisten de valores fálicos rígidos que terminan por ahogarlas.
Alguna vez dije y lo reitero, que el secreto de lo que Lacan llamó Discurso-Amo es que ya no hay Amo. Entiéndase bien, no me refiero al que oprime y explota, sino al que supuestamente posee una autoridad indiscutida y por lo tanto pacificante.
Esta caída, que quizá sea la caída de lo que nunca estuvo ahí, y que en algunos de sus textos Hanna Arendt señaló lúcidamente, permite que aparezcan tesis falsas, pero que en su formulación sintomática no cesan de insinuar la verdad, como cuando se dice lo que acabo de citar, con aire provocativo: que la nuestra no es una sociedad patriarcal sino femenina.
Habría que agregar, para que algo de la verdad aparezca, que esa sociedad femenina se construye levantando el monumento antiutópico (y por lo tanto dominado por la utopía) del enemigo patriarcal, sin el cual, reitero, desaparecería el movimiento como agua en el agua.
(Lo he dicho y lo repito una vez más: el patriarcalismo fue afirmado en el Código Civil tal como lo confeccionó en su Código Civil Vélez Sarsfield en el siglo XIX, al reducir a la mujer casada a un estado de minoridad, sin poder de decisión sobre sus bienes y sus hijos, amén de la ausencia de derechos políticos. La patria potestad compartida es el último acto jurídico de un proceso de disolución político y jurídico. Desde luego, las leyes y costumbres fueron siempre cuestionadas de hecho, aunque no de derecho, por la práctica femenina. No necesito referirme a Catalina de Médicis o a Madame de Pompadour, o en nuestro país a La Perichona, que fue amante de Liniers.)
Toda vez que se intenta romper el entrelazo entre hombres y mujeres, entrelazo que tiene la particularidad de unir desuniendo y al desunir volver a unir, reaparece el abismo de la esterilidad, de la muerte, de la injusticia, de la acometida torpe.

* * *

¿Qué es un hombre para Freud? Aquel que separa a la mujer de su madre. El mismo Freud escribió una afirmación tan famosa como inapelable: que ninguna mujer ceja en su empeño de transformar a su pareja en hijo, empeño tanto más formidable y desequilibrante cuanto mayor es la resistencia masculina. Son dos coordenadas propias del malestar en la cultura, es decir, el malestar de la neurosis. Hay aquí una trama desigual porque la primera afirmación acerca de la masculinidad, es un movimiento ideal implicado en el deseo que resiste en el campo sintomático, mientras que la segunda corresponde plenamente a la realidad sintomática. Pero entre el ideal y la realidad se genera un campo de tensiones que la formación de masa genérica desconoce.
La segregación recíproca de hombres y mujeres es letal. Quiero dar dos ejemplos, literarios ambos, pero cuya ficción es más real que tantas ficciones.
(No soy filisteo: toda ficción, en mayor o menor medida, posee una dimensión real, ya sea como causa o como destino. Aquí lo real designa el punto de emergencia de la contingencia.)
Pentesilea de von Kleist es una obra teatral en la cual la reina de las Amazonas combate con Aquiles quien finge, primero, que ha sido vencido para convertirse en la pareja de ella;
luego le dice la verdad y ella se enfurece. Al combate definitivo Aquiles acude sin armas, transido de amor; Pentesilea, confundida, creyéndose burlada, le lanza los perros que lo destrozan junto con la misma reina, quien confunde dentelladas con besos.
El otro ejemplo es el de Billy Budd, la obra de Melville. En un buque de guerra inglés y durante el siglo XVIII, que como todos los navíos de la época, solo admitían hombres como tripulantes, la maledicencia, la envidia y la torpeza propias de hombres solos (piénsese en esas masas que son el Ejército y la Iglesia) lleva a la muerte de un inocente, chivo expiatorio de la maldad.

* * *
Las versiones del erotismo que ha escrito con pasión Bataille, merecen sin duda ser rectificadas, pero no para anularlas sino para reivindicar su contenido, tan a contrapelo de los artilugios liberales y progresistas de la sexuación, que hoy encuentran en los medios un espacio ganado a fuerza de someterse a lo políticamente correcto.
Según él, el ser aislado, el individuo, anhela entregarse a un fondo continuo en el que todo es fusión, donde los cuerpos pierden su individualidad sumergiéndose en una radical indivisión.
Sin duda en el encuentro erótico pervive una fascinación del ser discreto por el fondo (in)discreto, es decir, continuo, de la existencia. Pero la fascinación solo opera tras el rechazo primordial a la continuidad. Es un ejemplo paralelo al de lo sacro: fascina en tanto se lo ha rechazado primariamente.
(¿Qué es la continuidad? Si nos atenemos a su obra por excelencia, El erotismo , es continuo lo que carece de aislamiento, cosa que no se puede decir de ninguna entidad, ni siquiera del traqueteado mineral. La continuidad es algo más que la tan usada metáfora de la fusión de dos seres discontinuos; literalmente, es lo absolutamente irrepresentable.
Con lo que estamos ya en el terreno de la paradoja: es preciso rechazar lo irrepresentable, para poder afirmar que nos atrae del mismo modo en que la forma es atraída por el fondo informe que la succiona.
Rectifico entonces: la continuidad no es el fantasma de la fusión sino del estallido de los cuerpos, que no es lo mismo.)
Aquí podemos rescatar los términos de Bataille en su fondo más interesante; es que el erotismo de los cuerpos (pero, ¿hay otro? el de lo sacro y el de los corazones, ¿es diverso?) busca cosas contrarias e incluso contradictorias: la disolución, el estallido libidinal a condición de conservar intacto el aislamiento que protege a cada ser de la violencia del otro.
En este contexto, las tesis fundamentales de Bataille adquieren toda su intensidad y su valor: el erotismo es una experiencia ritual y sacrificial que consagra el arrancamiento del ámbito de la animalidad (la mera reproducción) para exponer a sus oficiantes a un tránsito propiamente inhumano y en este sentido sacro. ¿Y qué es lo inhumano? El corazón de lo humano, que no cesamos de negar, aunque reaparezca en el coito como una obscenidad fundamental, si nos atenemos a que ob – sceno designa propiamente lo que cae fuera de la escena.
Los cuerpos desnudos nunca están completamente desnudos, pero la desnudez forma parte de la escena ritual de la desagregación de los cuerpos, movimiento a la vez retenido y realizado, aunque se realice en definitiva por la vía del sacrificio en el cual la mujer es el sostén y la posibilidad de ese estallido del ser nunca consumado, pero parodiado por el sacrificio, que es pérdida de esa nada que es preciso entregar a la nada para experimentar un plus de placer.

* * *

La concepción de la feminidad no puede prescindir de la anatomía. Mas sostener que la anatomía es el destino no quiere decir que la anatomía determina la posición sexuada, sino que la diferencia anatómica es ineludible; a ella hay que responder, sea como fuera.
Y hay que responder no a caracteres positivos y puntuales sino a una oposición diferencial entre los sexos. El pene tiene relieve justamente porque la mujer no lo tiene: así se puede definir al falo como aquello que le falta a la mujer.
Es cierto que la feminidad solo puede caracterizarse si acudimos a rasgos míticos y teológicos, rasgos que jamás han integrado ni integrarán una unidad conceptual.
No obstante, estas determinaciones no se sostienen desde el punto de vista del psicoanálisis si no introducimos, en un lugar central, el malestar en la cultura, es decir, a la neurosis.
Si no queremos que “masculino” y “femenino” se pierdan en insulsas vaguedades que culminan su trayecto hablando de lo femenino, así, en género neutro – es menester, imprescindiblemente, referir estos términos como polos ideales de la neurosis.
Masculino y femenino son lo que la neurosis reprime, y en tanto lo hacen, los constituyen y son constituidos por ellos.
Quiero ser más claro. Es del malestar en la cultura que debemos partir. Este malestar se define por dos rasgos: la preeminencia de la destructividad en el ámbito humano, incluso cuando se trata de amor: el amor está atravesado por las tendencias destructivas que forman parte irreductible de la facticidad: el amor es caníbal.
Sin origen ni justificación racional alguna, estas tendencias poseen una presencia inesquivable –y justamente por ello se intenta esquivarla…–
En cuanto a la neurosis hay varias maneras de definirla. En este momento prefiero acentuar las relaciones entre el objeto cesible, el deseo, el acto, la angustia y la inhibición.
Frente a la angustia que genera la emergencia del objeto cesible – todos los objetos parciales son cesibles – el neurótico reacciona inhibiendo el acto que cede el objeto y así instaura el deseo, para transformar finalmente la angustia en síntoma, situación que podemos considerar normal, en todos los sentidos del vocablo.
Tal inhibición del acto empieza por existir en el campo masculino y luego se expande al femenino. ¿Y de qué síntoma se trata? Del síntoma fálico por excelencia que hace del hombre, en el campo sexual, el sexo débil. Es la aparente paradoja en la cual contrastan los privilegios masculinos en el ámbito político – en caída constante, que en ningún caso toleran el uso y abuso de la categoría de patriarcado – con su capitis deminutio (disminución de la capacidad, según el derecho romano) en el orden sexual.
El neurótico obsesivo reprime la virilidad; la histérica reprime la feminidad. Pero al reprimir ambas instancias, las instauran como polos ideales que no podemos autonominar de la neurosis que, bajo la forma del síntoma, nos ofrece sus rasgos más válidos.
No obstante y más allá de caricaturas insistentes, es necesario enfatizar que la posición viril tiene que ver con la autonomía y la posibilidad de ordenar el caos, no con asumir el lugar del Amo. Este término mal traduce el francés Maître que reune las cualidades diversas del dominio y la maestría. En el orden sexual nadie ocupa ese lugar, aunque se trate indiscutiblemente del fantasma histérico que ella constantemente levanta y derriba.
Otro cantar es el que despliega el orden político: un líder consistente ocupa ambos lugares.
El vínculo entre el hombre y la mujer posee el carácter de lo inconmensurable; se torna conmensurable a través del fantasma, estructura que faliciza al hombre a condición de que acepte el vértigo de la caída, al mismo tiempo que hace de la mujer esponja, arroyo, fuente, la caverna del continente negro: black and dark – virtudes estas que por un efecto de travestismo permiten la alternancia: el hombre para crear se feminiza; la mujer para tomar la palabra, se faliciza.
(Alternancia que posee sus límites, ya que nadie puede terminar de pasar al otro lado: lo franqueable sigue siendo infranqueable y es ese su profundo y lúdico atractivo… La anatomía, aunque tolere elasticidades, en cierto punto es totalmente rígida: los hombres no podemos engendrar, las mujeres no pueden tener pene.)
El fantasma, articulador a la vez imaginario y simbólico que permite la conjunción, es el que absorbe la substancia mítica de la sexualidad: la caja de Pandora, la Venus pandémica,
pero también la letanías de la mística cristiana, el amor cortés, el amor loco.
Como sabemos por la clínica, que es organización experimental de la psicopatología de la vida cotidiana, que la histérica monta sus escenarios y sus intrigas para que no haya sorpresa alguna, cosa que termina por aburrirla mortalmente, como sabemos esto, entonces podemos aseverar, empírica y teóricamente, que el anhelo de una mujer en tanto mujer es estar abierta al azar. No obstante, esta apertura la aprehendemos desde el campo mismo de la escucha de la histérica. Quiero decir, el objeto que construimos no es ajeno al método que ha permitido delinearlo, que no es sociológico, aunque admita la confrontación con esa disciplina, ni histórico, aunque atienda minuciosamente a las razones históricas, ni menos aun biológico o esencialista.

Un texto sobre la feminidad

La concepción de la feminidad no puede prescindir de la anatomía. Mas sostener que la anatomía es el destino no quiere decir que la anatomía determina la posición sexuada, sino que la diferencia anatómica es ineludible; a ella hay que responder, sea como fuera.
Y hay que responder no a caracteres positivos y puntuales sino a una oposición diferencial entre los sexos. El pene tiene relieve justamente porque la mujer no lo tiene: así se puede definir al falo como aquello que le falta a la mujer.
Es cierto que la feminidad solo puede caracterizarse si acudimos a rasgos míticos y teológicos, rasgos que jamás han integrado ni integrarán una unidad conceptual.
No obstante, estas determinaciones no se sostienen desde el punto de vista del psicoanálisis si no introducimos, en un lugar central, el malestar en la cultura, es decir, a la neurosis.
Si no queremos que “masculino” y “femenino” se pierdan en insulsas vaguedades que culminan su trayecto hablando de lo femenino, así, en género neutro – es menester, imprescindiblemente, referir estos términos como polos ideales de la neurosis.
Masculino y femenino son lo que la neurosis reprime, y en tanto lo hacen, los constituyen y son constituidos por ellos.
Quiero ser más claro. Es del malestar en la cultura que debemos partir. Este malestar se define por dos rasgos: la preeminencia de la destructividad en el ámbito humano, incluso cuando se trata de amor: el amor está atravesado por las tendencias destructivas que forman parte irreductible de la facticidad: el amor es caníbal.
Sin origen ni justificación racional alguna, estas tendencias poseen una presencia inesquivable –y justamente por ello se intenta esquivarla…–
En cuanto a la neurosis hay varias maneras de definirla. En este momento prefiero acentuar las relaciones entre el objeto cesible, el deseo, el acto, la angustia y la inhibición.
Frente a la angustia que genera la emergencia del objeto cesible – todos los objetos parciales son cesibles – el neurótico reacciona inhibiendo el acto que cede el objeto y así instaura el deseo, para transformar finalmente la angustia en síntoma, situación que podemos considerar normal, en todos los sentidos del vocablo.
Tal inhibición del acto empieza por existir en el campo masculino y luego se expande al femenino. ¿Y de qué síntoma se trata? Del síntoma fálico por excelencia que hace del hombre, en el campo sexual, el sexo débil. Es la aparente paradoja en la cual contrastan los privilegios masculinos en el ámbito político – en caída constante, que en ningún caso toleran el uso y abuso de la categoría de patriarcado – con su capitis deminutio (disminución de la capacidad, según el derecho romano) en el orden sexual.
El neurótico obsesivo reprime la virilidad; la histérica reprime la feminidad. Pero al reprimir ambas instancias, las instauran como polos ideales que no podemos autonominar de la neurosis que, bajo la forma del síntoma, nos ofrece sus rasgos más válidos.
No obstante y más allá de caricaturas insistentes, es necesario enfatizar que la posición viril tiene que ver con la autonomía y la posibilidad de ordenar el caos, no con asumir el lugar del Amo. Este término mal traduce el francés Maître que reune las cualidades diversas del dominio y la maestría. En el orden sexual nadie ocupa ese lugar, aunque se trate indiscutiblemente del fantasma histérico que ella constantemente levanta y derriba.
Otro cantar es el que despliega el orden político: un líder consistente ocupa ambos lugares.
El vínculo entre el hombre y la mujer posee el carácter de lo inconmensurable; se torna conmensurable a través del fantasma, estructura que faliciza al hombre a condición de que acepte el vértigo de la caída, al mismo tiempo que hace de la mujer esponja, arroyo, fuente, la caverna del continente negro: black and dark – virtudes estas que por un efecto de travestismo permiten la alternancia: el hombre para crear se feminiza; la mujer para tomar la palabra, se faliciza.
(Alternancia que posee sus límites, ya que nadie puede terminar de pasar al otro lado: lo franqueable sigue siendo infranqueable y es ese su profundo y lúdico atractivo… La anatomía, aunque tolere elasticidades, en cierto punto es totalmente rígida: los hombres no podemos engendrar, las mujeres no pueden tener pene.)
El fantasma, articulador a la vez imaginario y simbólico que permite la conjunción, es el que absorbe la substancia mítica de la sexualidad: la caja de Pandora, la Venus pandémica, pero también la letanías de la mística cristiana, el amor cortés, el amor loco.
Como sabemos por la clínica, que es organización experimental de la psicopatología de la vida cotidiana, que la histérica monta sus escenarios y sus intrigas para que no haya sorpresa alguna, cosa que termina por aburrirla mortalmente, como sabemos esto, entonces podemos aseverar, empírica y teóricamente, que el anhelo de una mujer en tanto mujer es estar abierta al azar. No obstante, esta apertura la aprehendemos desde el campo mismo de la escucha de la histérica. Quiero decir, el objeto que construimos no es ajeno al método que ha permitido delinearlo, que no es sociológico, aunque admita la confrontación con esa disciplina, ni histórico, aunque atienda minuciosamente a las razones históricas, ni menos aun biológico o esencialista.

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