En 2008,
durante el Festival Internacional de Poesía de Rosario
(del que entonces estaba a cargo), conocí a Alan Mills, poeta guatemalteco con
quien no sólo hablé de ese terrible campo de ensayos que es América Central, sino
sobre la Cuba en la que Fidel, en ese entonces, cedía su poder a su hermano
Raúl.
Por ese
entonces Alan tenía una maravillosa exégesis acerca de lo que significaban los
hermanos Castro. Cuando lo consulto sobre la muerte de Fidel, se excusa, me
escribe en un mensaje que es un tesoro: “Me costó un poco volver a pensar en
aquellas elucubraciones sobre los hermanos Castro”, y aventa el convite (algo
que yo debería tener registrado en algún lugar).
En cambio,
me escribe:
«La buena
noticia es que sí tengo algo que contarte sobre la muerte de Fidel Castro.
Resulta que el viernes pasado asistí a la inauguración de un festival de cine
alternativo en Berlín. La película que abría el evento se llamaba La
mort de Louis XIV, del catalán Albert Serra, una obra de factura
hiper-realista que, como su nombre advierte, va sobre los penosos últimos días
que desembocarán en la muerte del famoso “Rey Sol”.
La película, como ya dije, es hiper-realista, así que uno siente que está de verdad acompañando a un poderoso anciano moribundo. El ritmo es lento, cansino, agotador, tal como tenía que ser para conseguir su cometido de transmitirnos la banalidad de la muerte en las alturas políticas. Según el director, quien habló antes y después de la función, esta peli es una ampliación de una performance que no se llegó a realizar, en donde precisamente se iban a recrear los aposentos de Luis XIV en una galería de arte a modo de que el público presenciara el proceso de una muerte “real”, en los dos sentidos que tiene esta palabra.
El tema es
que mientras veía esta peli, con todos su despliegue de detalles grotescos, con
toda la parafernalia inútil que los cortesanos van montando para retardar o
para detener la llegada de la guadaña mortuoria, me dio por preguntarme si en
esos precisos instantes no estaría muriéndose algún poderoso hombre, algún
jerarca, algún gran jeque, algún monarca contemporáneo. Mentiría si te dijera
que pensé en Fidel Castro, sin embargo sí me quedó muy fuerte la sensación de que
la pantalla grande reproducía o espejaba un evento real que sucedía en paralelo
en algún lugar del mundo, en la pantalla gigantesca de la realidad.
Más tarde,
al enterarme de la muerte de Fidel, y al confirmar el horario en que sucedió,
no pude dejar de sorprenderme y pensar que la realidad, sí, la muchas veces
menospreciada realidad, me había demostrado, una vez más, su muy superior
talento literario, su picardía artística, su impúdico modo de encadenar
creativamente los acontecimientos, dándome la oportunidad de acompañar, desde
la distancia, los últimos momentos de un absolutista contemporáneo, dándome la
oportunidad de presenciar los lastimeros instantes finales de un patriarca que
dejaría detrás un legado que tiene tanto de luz como de sombra.
Te confieso que me gustaría pensar
que el deceso de Castro simboliza el inicio del fin del culto a la personalidad
como mecanismo de cohesión social, del mismo modo en que la muerte de Luis XIV
representa, hasta cierto punto, el inicio del fin del absolutismo monárquico,
sin embargo, no quisiera pecar de optimista.»
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