La autora analiza la responsabilidad de los nuevos demócratas moldeados por
Bill Clinton en el triunfo de Donald Trump (quien asume el viernes como
presidente de EEUU). Sostiene que las fuerzas “emancipatorias” –el feminismo,
los movimientos LGBTQ y los antirracistas– prestaron su carisma simbólico para
la expansión del capitalismo financiero que arrasó con el trabajo y la clase
media.
La elección de Donald Trump como presidente de Estados
Unidos es una más de una serie de drásticos alzamientos políticos que, en
conjunto, apuntan a un colapso de la hegemonía neoliberal. Entre esos
alzamientos podemos mencionar, entre otras, el voto del Brexit en el Reino
Unido, el rechazo de las reformas del (primer ministro Matteo) Renzi en Italia,
la campaña de Bernie Sanders para la nominación Demócrata en los EEUU y el
apoyo creciente cosechado por el Frente Nacional (la fuerza de ultraderecha
liderada por Marine Le Pen) en Francia. Aun cuando difieren en ideología y
objetivos, esas rebeliones electorales comparten un blanco común: rechazan la
globalización corporativa, el neoliberalismo y el establishment político que
los ha promovido. En todos los casos, los votantes dicen “¡No!” a la letal combinación
de austeridad, libre comercio, deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado
que resulta característica del actual capitalismo financiero. Sus votos son una
respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo, crisis que
saltó por primera vez a la vista de todos cuando el orden financiero global
estuvo al borde del colapso en 2008.
Sin embargo, hasta hace poco, la repuesta más común a esta
crisis era la protesta social: drástica y vívida, desde luego, pero de carácter
harto efímero. Los sistemas políticos, en cambio, parecían relativamente
inmunes, todavía controlados por funcionarios del partido y las élites del
establishment, al menos en los estados capitalistas poderosos como los EEUU, el
Reino Unido y Alemania. Pero ahora las ondas electorales de choque reverberan
por todo el planeta, incluidas las ciudadelas de las finanzas globales. Quienes
votaron por Trump, como quienes votaron por el Brexit o contra las reformas
italianas, se han levantado contra sus amos políticos. Burlándose de las
direcciones de los partidos, han repudiado el sistema que erosionó sus
condiciones de vida en los últimos treinta años. Lo sorprendente no es que lo
hicieran, sino que hayan tardado tanto.
No obstante, la victoria de Trump no es solo una revuelta
contra las finanzas globales. Lo que sus votantes rechazaron no fue el
neoliberalismo sin más, sino el neoliberalismo “progresista”. Esto puede sonar
como un oxímoron, pero se trata de un alineamiento, aunque perverso, muy real:
es la clave para entender los resultados electorales en los EEUU y acaso
también para comprender la evolución de los acontecimientos en otras partes. En
la forma que se desarrolló en los EEUU, el neoliberalismo progresista es una
alianza de las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales
(feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQ) por un
lado y, por el otro, sectores de negocios de gama alta “simbólica” y sectores
de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). En esta alianza, las
fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo
cognitivo, especialmente el financiero. Aunque acaso sin intención, lo cierto
es que las primeras prestan su carisma a este último. Ideales como la
diversidad y el “empoderamiento” que, en principio, podrían servir a diferentes
propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado devastadoras para la
industria manufacturera y para las vidas de lo que otrora era la clase media.
El neoliberalismo progresista se desarrolló en los EEUU
durante estas tres últimas décadas y fue ratificado por el triunfo electoral de
Bill Clinton en 1992. Clinton fue el principal ingeniero y portaestandarte de
los “Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del “Nuevo Laborismo” de
Tony Blair. En vez de la coalición del New Deal entre obreros industriales
sindicalizados, afroamericanos y clases medias urbanas, Clinton forjó una nueva
alianza de empresarios, burgueses suburbanos, nuevos movimientos sociales y
juventud: todos proclamando orgullosos su “bona fides” moderna y progresista,
amantes de la diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres.
Aun cuando la administración Clinton hizo suyas esas ideas progresistas,
cortejó a Wall Street. Pasando el mando de la economía a Goldman Sachs,
desreguló el sistema bancario y negoció tratados de libre comercio que
aceleraron la desindustrialización. Lo que se perdió por el camino fue el
Cinturón del Óxido –Rust Belt: el cordón industrial alrededor de las ciudades
de la costa Este–, otrora bastión de la democracia social del New Deal y ahora
la región que ha entregado el Colegio Electoral a Donald Trump. Esa región,
junto con nuevos centros industriales en el Sur, recibió un duro revés cuando
la financiarización más desatada se desplegó a sus anchas en el curso de las
pasadas dos décadas. Continuadas por sus sucesores, incluido Barak Obama, las
políticas de Clinton degradaron las condiciones de vida de todo el pueblo
trabajador, pero especialmente de los empleados en la producción industrial.
Para decirlo sumariamente: Clinton tiene una pesada responsabilidad en el
debilitamiento de las uniones sindicales, en el declive de los salarios reales,
en el aumento de la precariedad laboral y en el auge de las familias con dos
ingresos que vino a sustituir al difunto salario familiar.
Como sugiere el último punto, el asalto a la seguridad
social se le dio lustre con un barniz de tinte emancipatorio prestado por los
nuevos movimientos sociales. Durante todos los años en los que se abría un
cráter tras otro en su industria manufacturera, el país estaba animado y
entretenido por el cotilleo de la “diversidad”, el “empoderamiento” y la “no-discriminación”.
Identificando “progreso” con meritocracia en vez de igualdad, con esos términos
se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una pequeña elite de mujeres “talentosas”,
minorías y gays en la jerarquía empresarial del quien-gana-se-queda-con-todo,
en vez de con la abolición de esa jerarquía. Esa comprensión
liberal-individualista del “progreso” vino gradualmente a reemplazar a la
comprensión anticapitalista –más abarcadora, antijerárquica, igualitaria y
sensible a la clase social— de la emancipación que había florecido en los años
60 y 70. Cuando la Nueva Izquierda menguó, su crítica estructural de la
sociedad capitalista se marchitó, y el esquema mental liberal-individualista
tradicional del país se reafirmó a sí mismo al tiempo que se contraían las
aspiraciones de los “progresistas” y de los “sedicentes” izquierdistas. Pero lo
que selló el acuerdo fue la coincidencia de esta evolución con el auge del
neoliberalismo. Un partido inclinado a liberalizar la economía capitalista
encontró su compañero perfecto en un feminismo empresarial centrado en la “voluntad
de dirigir”, el “leaning in” o el “romper el techo de cristal”.
Contra la corrección política
El resultado fue un “neoliberalismo progresista”, amalgama
de truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización. Fue
esa amalgama la que desecharon de modo total los votantes de Trump. Prominentes
entre los dejados atrás en este bravo mundo cosmopolita eran los obreros
industriales, desde luego, pero también ejecutivos, pequeños empresarios y
todos quienes dependían de la industria en el Cinturón de Óxido y en el Sur, así
como las poblaciones rurales devastadas por el desempleo y la droga. Para esas
poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del
moralismo progresista, que se acostumbró a considerarlos culturalmente
atrasados. Rechazando la globalización, los votantes de Trump repudiaban
también el liberalismo cosmopolita identificado con ella. Algunos –no todos,
desde luego— quedaron a un paso muy corto de culpar del empeoramiento de sus
condiciones de vida a la corrección política, a los negros, a los inmigrantes y
los musulmanes. A sus ojos, las feministas y Wall Street eran aves de un mismo
plumaje, perfectamente unidas en la persona de Hillary Clinton.
Lo que hizo posible esa combinación fue la ausencia de
cualquier izquierda genuina. A pesar de arrebatos periódicos como Occupy Wall
Street, que se rebeló efímero, no hubo una presencia sostenida de la izquierda
en los EEUU desde hace varias décadas. Ni se ha dado aquí una narrativa
abarcadora de izquierda que pudiera vincular los legítimos agravios de los
votantes de Trump con una crítica efectiva del mundo financiero, por un lado, y
con la visión antirracista, antisexista y antijerárquica de la emancipación,
por el otro. Igualmente devastador resultó que se dejaran languidecer los
potenciales vínculos entre el mundo del trabajo y los nuevos movimientos
sociales. Divorciados el uno del otro, estos indispensables polos de cualquier
izquierda viable se alejaron indefinidamente hasta llegar a parecer
antitéticos.
Esto resultó así al menos hasta la notable campaña de Bernie
Sanders en las primarias, que bregó por unirlos luego del relativo pinchazo de
la consigna “Las Vidas Negras Cuentan”. Haciendo estallar el sentido común
neoliberal reinante, la revuelta de Sanders fue, del lado Demócrata, el
paralelo de Trump. Así como Trump logró dar el vuelco al establishment
Republicano, Sanders estuvo a un pelo de derrotar a la sucesora ungida por Obama,
cuyos burócratas políticos controlaban todos y cada uno de los resortes del
poder en el Partido Demócrata. Entre ambos, Sanders y Trump galvanizaron una
enorme mayoría del voto norteamericano. Pero sólo el populismo reaccionario de
Trump sobrevivió: consiguió deshacerse fácilmente de sus rivales Republicanos,
incluidos los predilectos de los grandes donantes de campaña y de los jefes del
Partido. En cambio, la insurrección de Sanders fue frenada eficazmente por un
Partido Demócrata mucho menos democrático. En el momento de la elección
general, la alternativa de izquierda ya había sido suprimida. La opción que
quedaba era un tómalo o déjalo entre el populismo reaccionario y el
neoliberalismo progresista: elijan el color que quieran, mientras sea negro. Cuando
la sedicente izquierda cerró filas con Hillary, la suerte estaba echada.
Sin embargo, y de ahora en más, este es un dilema que la
izquierda debería rechazar. En vez de aceptar los términos en que las clases
políticas nos presentan el dilema que opone emancipación a protección social,
lo que deberíamos hacer es trabajar para redefinir esos términos partiendo del
vasto y creciente fondo de revulsión social contra el presente orden. En vez de
ponernos del lado en el que “financiarización esputa emancipación” contra la
protección social, lo que deberíamos hacer es construir una nueva alianza de
emancipación y protección social contra la finaciarización. En ese proyecto,
que se construiría sobre terreno preparado por Sanders, emancipación no
significa diversificar la jerarquía empresarial, sino abolirla. Y prosperidad
no significa incrementar el valor de las acciones o el beneficio empresarial,
sino la base de partida de una buena vida para todos. Esa combinación sigue
siendo la única respuesta de principios y ganadora en la presente coyuntura.
Ni una lágrima
En lo que me concierne, no derramé ninguna lágrima por la
derrota del neoliberalismo progresista. Es verdad: hay mucho que temer de una
administración Trump racista, antiinmigrante y antiecológica. Pero no
deberíamos lamentar ni la implosión de la hegemonía neoliberal ni la demolición
del clintonismo y su tenaza de hierro sobre el Partido Demócrata. La victoria
de Trump significa una derrota de la alianza entre emancipación y
financiarización. Pero esta presidencia no ofrece solución alguna a la presente
crisis, no trae consigo la promesa de un nuevo régimen ni de una hegemonía
segura. A lo que nos enfrentamos más bien es a un interregno, a una situación
abierta e inestable en la que los corazones y las mentes están en juego. En
esta situación, no sólo hay peligros, también oportunidades: la posibilidad de
construir una nueva Nueva Izquierda.
Mucho dependerá en parte de que los progresistas que
apoyaron la campaña de Hillary sean capaces de hacer un serio examen de
conciencia. Necesitarán librarse del mito, confortable pero falso, de que
perdieron contra una “canasta de deplorables” (racistas, misóginos, islamófobos
y homófobos: el encomillado es una cita de Hillary Clinton) auxiliados por
Vladimir Putin y el FBI. Necesitarán reconocer su propia parte de culpa al
sacrificar la protección social, el bienestar material y la dignidad de la
clase obrera a una falsa interpretación de la emancipación entendida en
términos de meritocracia, diversidad y empoderamiento. Necesitarán pensar a
fondo en cómo podemos transformar la economía política del capitalismo
financiero reviviendo el lema de campaña de Sanders –”socialismo democrático”–
e imaginando qué podría ese lema significar en el siglo XXI. Necesitarán, sobre
todo, llegar a la masa de votantes de Trump que no son racistas ni próximos a
la ultraderecha, sino víctimas de un “sistema fraudulento” que pueden y deben
ser reclutadas para el proyecto antineoliberal de una izquierda rejuvenecida.
Eso no quiere decir olvidarse de preocupaciones acuciantes
sobre el racismo y el sexismo. Pero significa molestarse en mostrar de qué modo
esas inveteradas opresiones históricas hallan nuevas expresiones y nuevos
fundamentos en el capitalismo financiero de nuestros días. Rechazando la idea
falsa, de suma cero, que dominó la campaña electoral, deberíamos vincular los
daños sufridos por las mujeres y los negros con los experimentados por los
muchos que votaron a Trump. Por esa senda, una izquierda revitalizada podría
sentar los fundamentos de una nueva y potente coalición comprometida a luchar
por todos.
* Nancy Fraser es profesora de Filosofía y Política en la
New School for Social Research de Nueva York. Su último libro se titula “Fortunes
of Feminism: From State-Managed Capitalism to Neoliberal Crisis” (“Fortunas del
feminismo: del capitalismo manejado por el Estado a la crisis neoliberal”; Londres,
Verso, 2013).
Fuente: Dissent Magazine | Traducción de María Julia Bartomeu (en SinPermiso) y mía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios se moderan, pero serán siempre publicados mientras incluyan una firma real.