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lunes, 18 de abril de 2011

cacería en el bosque

Un poco a las disparadas, después de ver Essential killing me pongo a buscar en la red lo que se ha escrito sobre el film —el French del Observer y Bradshaw del Guardián parecen ser los que mejor describen al Jerzy Skolimowski director—, pero me encuentro con que nadie menciona la magnífica The Lightship (1985, acá titulada Proa al infierno, a la que vi en el cine que en esos años se había abierto en Ovidio Lagos casi Córdoba). Bueno, pero es una digresión.
No estoy seguro de entender del todo este retorno de Skolimowski al cine —va a cumplir 73 años y estuvo como 20 retirado, dedicado exclusivamente a la pintura—, pero vamos con algunas cosas que resultan del todo inquietantes en Essential killings.



La jauría
Vincent Gallo interpreta a Mohamed (en realidad sabemos el nombre recién cuando leemos los títulos, al final de la película), un soldado talibán. Skolimowski dice que no, que no es necesariamente un talibán, pero no importa, es un fundamentalista acaso afgano que en sus flashbacks recuerda a una mujer —su esposa— cubierta con una burka y un bebé: este recuerdo de la mujer delgada, cubierta por entero, en una habitación soleada de un pueblo en el desierto, tiene su contrapunto en la mujer polaca gorda, desparramada y con los pechos enormes al aire que amamanta a un bebé en un bosque nevado. Pero volvamos, el talibán, cuando comienza la película, ya está huyendo, solo, de una brigada de soldados norteamericanos que se moviliza con un grupo en tierra y un helicóptero entre las grietas del desierto. El talibán huye, corre asustado y se esconde de los soldados. Se mete en una cueva, donde yace muerto un combatiente muyahid que tiene una bazuca sobre los brazos inertes. Cercado por los tres soldados en tierra que intuyen su presencia, el talibán les dispara con la bazuca y los hace trizas. El helicóptero lo persigue, le tiran con un cohete, no lo matan, pero lo dejan atontado y sordo. Lo llevan a una prisión, lo meten en un mameluco anaranjado, lo torturan, le gritan: el talibán no escucha nada, no dice nada y comienza a desarrollar esa expresión de presa asustada, con la barba dibujándole una confusa máscara en la cara.  
Lo meten en un avión, junto con otros prisioneros. Soldados. Del avión, que desciende en un paisaje helado, lo pasan a unos camiones. Los prisioneros van encapuchados, esposados. El camión donde viaja nuestro talibán derrapa, vuelca. El tipo escapa. Anda un rato por el bosque cubierto de nieve, descalzo, se muere de frío. Vuelve, para entregarse, pero encuentra que los soldados que lo esperan están —como antes habían estado los tres soldados que hace polvo con el cohetazo— distraídos fumando y escuchando música, ocupándose de cosas mundanas, hablan por teléfono celular, acaso con sus novias. Les roba una pistola, los mata. Sigue huyendo: no sabe dónde está, todo está congelado, lleno de nieve. Los soldados comienzan a perseguirlo.
Bien, Mohamed es un animal sin jauría, perdido de su jauría, perseguido por otra jauría, en un medio hostil, con el único objetivo de sobrevivir, en un lugar que puede ser Polonia y, seguro, es un territorio de la Europa Central, en invierno. Mohamed no construirá un camino, no busca entender otra cosa que abrirse paso —hacia dónde, no se sabe—, y en ese recorrido —un desplazamiento, antes que un recorrido, porque, además de las muertes que deja en su periplo (un leñador, un perro, los soldados, el ataque a la mujer que amamanta), su intervención a lo largo de ese camino es sorda y muda (como la muer que lo asistirá casi al final del viaje)— tiene unas alucinaciones que por momentos contagian el punto de vista, vuelven al espectador un incómodo testigo de algo que es mucho más que una huida, a pesar del personaje (al que podemos considerar acaso una alimaña).



Caperucita
Por el bosque nevado, por la caperuza blanca del uniforme que roba a uno de sus persecutores, por los lobos, los leñadores, etcétera. Mohamed es una suerte de Caperucita Blanca en el bosque de la Historia (y acá, aclaremos, la figura me sirve a mí): Skolimowski es casi un simbolista, no nos va a mostrar a Mohamed arrastrándose por una pendiente nevada, o rodeado de perros —lobos— porque le parezca que quedan “bien”. Si este combatiente fundamentalista —como la jauría de soldados del todo ineptos para detenerlo— se pierden en el bosque, y si ese bosque está en Europa Central —territorio de otras guerras, de antiguas derrotas y de un permanente olvido—, algo que no se dice nos está diciendo. Y acá es donde entra Caperucita. Caperucita es un cuento “de hadas” —según la clásica distinción de Roger Caillois—, sucede fuera de la Historia. Pero nuestro talibán y los soldados que lo persiguen no están fuera de la Historia. Hay un momento en el que el talibán se duerme bajo un pequeño techo que cubre hierba seca con la que se abriga. Lo despiertan los ciervos y animales del bosque que comen de esa hierba (puesta allí a cubierto para ese fin). La alimaña, asustada, desenfunda la pistola que robó a los soldados y se queda allí, parado, torpemente a la defensiva, mirando a esos animales que lo miran a distancia, con cierto temor y también indiferencia. Hay un orden planteado en esta escena que parece señalar que toda esta carrera está fuera de lo político, que este cabeza de turco irrumpe en ese bosque polaco sin más. Sin embargo, tampoco los polacos van a ninguna parte: el esposo de la campesina sordomuda que recibe al talibán la deja sola para ir a emborracharse en un tractor, la madre amamantadora no puede hacer andar su bicicleta y queda triada en la nieve dándole la teta al crío, los leñadores van y vienen entre un monte de árboles y otro, la policía, que lo busca por la muerte del leñador y el ataque a la madre, ni siquiera revisa la casa y se desentiende de indagar porque se encuentran con la sordomuda; los soldados, por último, le han perdido el rastro hace rato.
Nuestro talibán es una suerte de zombie en esa Europa Central sonámbula y cubierta de nieve, y lo político proviene, precisamente, de esa desnudez helada del relato: el muyahid que atraviesa la estepa congelada sin otro intercambio que la muerte. Y que la blancura con la que sueña (“Alá te quiere como soldado, aunque no te guste —escuchamos que escucha el talibán en un sueño o una alucinación, mientras vuelan unas palomas blancas; Alá sabe lo que necesitas, tú no”) es siempre una coraza a ser manchada, como la nieve, como el uniforme blanco con el que se abriga, como el caballo que lo conduce al final sobre el que vierte su sangre.
Al final, es la primavera, la hierba renace a través de la nieve que se derrite, de nuevo ese orden “natural” con el que la Historia parece retroalimentarse en Europa Central.

1 comentario:

  1. No vi la nueva de Skolimowski, pero coincido con vos que Proa al infierno es una de las grandes películas de todos los tiempos. No sé por qué no integra ninguno de esos cánones que siempre andan dando vueltas. Me acuerdo de que la vi junto a El sacrificio (cuando aún daban dos funciones en los cines Córdoba). Yo había ido a ver la de Tarkovski pero me quedé impresionado con la del polaco. ¿Hay algo más perfecto que la metáfora de un barco que no puede moverse de su lugar? Un abrazo
    Carlos

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