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jueves, 14 de abril de 2011

my own private katmandu

Por una nota en el diario digital, le escribo a Osvaldo Aguirre para pedirle sus impresiones sobre la II Semana de la Lectura —que se hace ahora en Rosario y donde Oscar Taborda me invitó a leer en el puestito de la Editorial Municipal.
Osvaldo me entrega una respuesta desmedida a las aspiraciones de esa nota y, bajo el anuncio “algunas anécdotas con libros” me escribe: “Hace unos días, en una librería de usados, encontré un ejemplar de Los caminos a Katmandú, de René Barjavel. Una edición de abril de 1976, en la colección Grandes novelistas, de Emecé, la vieja colección de best sellers de Emecé. Increíblemente parecía nuevo, sin subrayados ni arrugas ni dobleces. Seguro que pasó años en un depósito hasta que alguien decidió sacarlo de una caja o de una pila olvidada y ponerlo en una mesa con otros libros viejos, más deslucidos, algunos manchados, con rayas, gastados por el tiempo, pero todavía en circulación. Me lo llevé. No porque estuviera nuevo ni porque tenga interés en leerlo. En realidad lo leí cuando tenía 16 o 17 años, y me encantó; entonces dar con el libro fue como encontrar un recuerdo, como revisar un cajón y recuperar una carta, una foto personal. Algo parecido a la historia de Coleridge, creo, que cuenta Borges: alguien que sueña y que al despertar descubre que ha traído un objeto de ese sueño. Tener ese ejemplar de Los caminos a Katmandú fue como recuperar algo de una época perdida. Creo que por esas cosas uno siente apego a los libros”.

Entonces caigo en que aquella escena de El fin de la aventura era una cita también de Coleridge: de los muchos sueños que Greene incluye en su obra, acaso el que postula con mayor inquietud lo que el autor se dijo en sueños es el que tiene como protagonista a Sarah Miles, personaje principal de El fin de la aventura. Sarah, esposa adúltera, ya muerta, se aparece en el sueño febril del hijo del señor Parkis, el detective que contrató el amante de Sarah para seguirla. El joven Parkis vuela de fiebre. “Apendicitis”, ha dicho el médico. El señor Parkis le teme a la operación de su hijo y lo mantiene en cama. El joven lee un libro que perteneció a la infancia de Sarah. En su sueño, Sarah se le aparece y le palpa el lado derecho del vientre. Luego, anota algo en el libro que está en la mesita de luz. Sarah tiene el rostro de su madre muerta, aunque el enfermo jamás conoció a su madre —esto lo aclara el padre. Al despertar observa en la primera página del libro que leía una anotación que no había descubierto. Allí Sarah, de niña —según se nos aclara—, había anotado: “Una vez que estuve enferma me dio este libro mamá/ Si alguien me lo robara Dios lo castigará/ Pero si enfermo te encuentras/ Consérvalo y léelo mientras”.
(Digresión: Sara es un nombre hebreo que significa princesa –es decir, la prometida del Reino–, es el mismo nombre que escogerá, 30 años después de publicada la novela, un joven director de cine que, como en El fin de la aventura, quiere contar una historia de salvación: esta vez será Sarah Connor, la heredera del Reino en el film Terminator. En la Biblia, Sara es la esposa de Abraham, paradigma de Belleza que hizo temer a su marido la envidia de los poderosos. Su prolongada infecundidad –para usar las palabras del teólogo W.R.F. Browning– la llevó a sugerir a Abraham que procreara con su criada. Pero en su ancianidad, también prolongada, dio a luz a Isaac, el vástago que su progenitor estuvo a punto de sacrificar. A este hecho no fue ajena una Fe –la bíblica– no exenta de sueños y visiones. Sobre los alcances alegóricos de la Belleza, la infecundidad y la Fe, que atraviesa las eras para traer al hijo, conjeturó Sören Kierkegaard en Temor y temblor, John Cameron en Terminator y, claro, Greene, en la novela que nos ocupa.)
El tema del sueño, como anticipación o, como en el caso de El fin de la aventura, a modo de visión, lleva al tema del tiempo. Claro que el mismo Greene señala el asunto en su ficción y pone en boca de un sacerdote la siguiente reflexión: “San Agustín se preguntaba de dónde venía el tiempo. Decía que venía del futuro, que aún no existía el presente, que no tenía duración e iba al pasado que había dejado de existir. No me parece que estemos en condiciones de comprender el tiempo mejor que un niño”. Lo que, para nuestro autor, más de una vez obsesionado por la infancia perdida, podría leerse: “no creo que estemos en condiciones de comprender el sueño mejor que un niño”. Acaso es de nuevo el niño que fue Osvaldo el que salió con el libro de Barjavel de la librería.

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