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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

miércoles, 28 de noviembre de 2012

prosopopeya


Desde el programa De Ushuaia a La Quiaca me invitaron a participar de su sección El escritor, el músico y el bar. De modo que me facilitaron una velada sin cargo en El Aserradero y allá fui. De vuelta tenía que escribir una crónica sobre eso que había visto. Se puede leer también acá (aunque sin enlaces).
Aldana. Foto de su perfil en MySpace.

No sé quién canta en el disco que han puesto de fondo, pero me suena algo en un rango de canción muy amplio, que me recuerda aquél disco de Caetano Veloso de mediados de los 90 que tantas y lamentables réplicas tuvo en estos años. Pero me gusta el lugar.
El Aserradero, al que llego por primera vez, es un lugar acaso anacrónico –y el anacronismo es para mí un lugar de resistencia y de encanto–: entre peña, bar y cantina. Las empanadas son exquisitas y por “vino de la casa” ofrecen un tinto fresco y generoso. Hay algo amable en todo eso y lo agradezco. Amable acaso por anacrónico: sólo hace falta estar ahí, elegir unas empanadas, una calabacita rellena y acompañar en silencio al cantor que está enfrente con una guitarra. Más tarde, al final de mi velada, anunciarán a un cuarteto de tres guitarras y voz que hace milongas y vino de Paraná. No me queda claro, pero me hago la idea de que los tipos pasaban por Rosario, fueron hasta El Aserradero y pidieron permiso para subirse al escenario. Cuando nos vamos, es decir, cuando mi esposa y yo salimos ya del local, los escucho todavía hacer unas cosas que me recuerdan a Daniel Melingo, acaso menos reo, con las cuerdas bien sincopadas y la franqueza de los octosílabos que silban en la noche la música de la lengua del Río de la Plata.
¿Cuántos somos en el bar? Unas 50 personas. Hay lugar entre las mesas. Mario Díaz, la atracción principal de la noche, tiene algunos seguidores, un tipo gigantesco y joven que está con la novia en la mesa adelante nuestro y le hace fotos de vez en cuando. Pero antes de Mario Díaz canta Aldana Moriconi. “Me cae bien”, dice mi esposa. Y es cierto, es difícil no simpatizar con una persona así. Con su enorme sonrisa nos muestra un paredón de dientes blancos. Flamea en el taburete cuando canta y nos caga a gritos. Tiene el micrófono agarrado con cierta delicadeza, no como los rock singers, que se aferran con el puño cerrado sobre el micrófono como si fuese la última pieza que los sostiene sobre la tierra. Aldana apoya el pulgar por debajo del cuerpo del aparato y deja las yemas de los otro cuatro dedos anclados sobre la parte superior, casi como si fuese una flauta. Y entonces sí, recoge el aire de abajo de su cintura, levata el cuerpo y clava unas notas altísimas a grito pelado. Hace temas del repertorio “universal-argentino” (el término es a medias de mi esposa): es decir, unas canciones que a fuerza de estar “bien” cantadas podrían ser de cualquier época, cualquier lugar del país o del mundo. “Barro tal vez” (que el pianista respeta en su simpleza y delicadeza), la canción del remanso Valerio, de Jorge Fandermole (infaltable, casi como una declaración de principios) y así.
Los alaridos de la señorita Moriconi, contrariamente a lo que podría esperarse, vuelven anodinas las canciones, incluso aquellas que nacieron del modo insustancial y laborioso con el que suelen fabricarse las canciones en cierta tradición rosarina.
Entonces sí, viene Mario Díaz con su guitarra. Parece que el señor Díaz estuvo comiendo canelones en casa de la señorita Moriconi y lo menciona en el escenario. Intercambian comentarios acerca de la comida, de su hechura y de lo bien que se la pasa uno comiéndosela.
Mario Díaz es de Huinca Renancó (al sur de Córdoba) y trae con su guitarra canciones de todo el país. Cuenta la historia de cada canción y menciona los poetas que le acercaron una letra, las circunstancias de esa composición, como una zamba que una pareja se pone a bailar en un sector de mesas vacías, o el encuentro entre un letrista que llegó hasta su puerta para alcenzarle unos versos para un huayno. Estoy encantado. Desconozco casi todos los temas, salvo el primero, una de esas cosas horribles que hace Litto Nebbia –cuya grandeza no pongo en dudas como sí su capacidad para filtrar su producción: uno tiene que buscar los temas buenos entre toneladas de grabaciones que se parecen a veces al discurso de un loco– y que Díaz canta casi con devoción. Dice, incluso, que su último trabajo grabado se llama Nebbiando. La debilidad de Díaz es Nebbia, sin dudas. Tomó el dubidú larai larai con el que Nebbia comenzó a acosarnos en los 80 y así.
Mario Díaz. Foto de Redacción 351.

El canto de Díaz es sereno, pero también ostenta algunos tecnicismos (además del dubidú, claro) y unos agudos que pisan el falsete. Acaso por ser del interior verdadero (Rosario es un margen, antes que un interior), me formulo la teoría acaso estúpida de que Díaz oficia también de recopilador en su espectáculo: esto lo hice con un poeta de Neuquén, esto con un jujeño, esto con un santiagueño, y así cobra cierto cuerpo un país que, al menos para mí, fue siempre una suerte de literatura. No llega a ser un mapeo, sino eso, un cuerpo que se mueve en la penumbra.
Luego está esto de “los poetas”, es decir, esas manos que han puesto letras a las canciones. Recuerdo en particular una (porque iba a tomar nota con el Evernote del telefonito inteligente, pero temí que pensaran que era uno de esos imbécles que va a un show y se pasan la noche texteando o mandando tuits, de modo que no anoté el repertorio): “El árbol de mi patio”, del poeta pampeano por adopción (nació en Acebal, Santa Fe) Edgar Morisoli y música del mismo Díaz. El recurso que ejemplarmente gobierna estas letras es la prosopopeya (la personificación, como la llamábamos en la escuela): el árbol nos comenta cosas, lo mismo que el viento y otros seres inanimados. No digo que no salga buena poesía del discurso de las plantas, los minerales o las flores, pero a mí se me hace que eso doméstico que el folclore –o cierto folclore– encuentra como reemplazo del gran canto del campo una vez terminada su epopeya hace ya varias décadas, no parece transmisible en experiencia, sino en estos restos de nostalgia que hablan de patios y plantas que señalan un pasado, un momento de esplendor. ¿Por qué ya nadie puede decir “yo” en las canciones?
Pero esto, además, viene pegado al tema del canto: tengo la idea de que ese canto hinchado de técnicas que en el mejor de los casos aspira a los trucos de la bossa nova o el amaneramiento de algunos géneros brasileños es el síntoma de decadencia y final. No conozco cantores ni leyendas populares que hayan “cantado” del modo que suelo escuchar en estos casos. Cantar, en la tradición folclórica, es hallar la música del habla; cuanto más lejos del habla y más próximo a eso que se entiende por “canto” –hablo de música popular: Yupanqui, Zitarrosa, Bob Dylan o Paolo Conte, lo mismo da–, más sospechoso o incierto me parece el resultado (la caricatura de toda esa movida podrían ser los Zupay, descriptos dicen que por Borges en la pregunta: “¿Cuáles, esos que uno cristiano canta y otros de atrás le hacen burla?”).
Pero quién sabe. Una canción que encuentra a su público sigue siendo, más allá de mis pobres ilusiones, un misterio digno de contemplar.
Antes de irme saludo con efusión a Mario Chiappino, el dueño de El Aserradero. Hasta el año 2000 trabajábamos en el desaparecido diario El Ciudadano, cuando cada noticia traía la buena nueva de ese periódico que crecía. Él hacía las noticias de la región y se reportaba con Chacho Pron en la oficinita que estaba como en un entrepiso del edificio de la calle Dorrego, en el que Chacho respiraba los cigarrillos negros que fumaba Manolo Robles. Me alegro de verlo a Chiappino en este lugar.

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