A fines del año pasado, Daniel García –acaso el más
deslumbrante de los artistas rosarinos contemporáneos– nos sorprendió con Imperio,
dieciséis tracks de música que armó tras mezclar pistas de canciones conocidas,
sonidos descargados de internet, “loops de batería o bajo de pocos segundos de
duración, catálogos de marcas de instrumentos –como saxos o platillos–, efectos
de sonido de diversos tipos, fragmentos de programas de radio o tv; en fin, un
archivo que crece y crece”. Claro, el resultado es algo que, por su proceso,
nos recuerda cierta música electrónica. Pero el interrogante es ¿cómo llega
Daniel García, pintor, artista plástico, a componer música sin ser músico, a
desplegar ese universo sonoro? La respuesta, de ninguna manera explícita, es Un gato que camina solo, el libro de
García que publicó la editorial Iván Rosado
y presenta el sábado 26 de julio a las 19 en el local
12 de la galería Dominicis, en Catamarca 1427.
Como en los temas de
“Imperio”, como en la música, García despliega también tiempo en el espacio en
el que desarrolla su obra pictórica. Y, claro, en la música halla espacio. Así,
Un gato que camina solo es un libro
sobre un personaje de dibujo, el gato Félix –y del dibujo animado del cine de
la década del 20–, y es a la vez el desarrollo de una peripecia habitual en el
trabajo de Daniel García: la investigación de un tema, el acercamiento erudito a
un objeto, la necesidad de su estudio, de darle un nombre, de hallar sus ecos
en el tiempo y en las palabras que lo acogen. Desde el ser gato –el título del
libro procede de un cuento de Rudyard Kipling con el que García comienza la
genealogía del personaje– hasta la percepción del gato en la cultura cristiana:
“El gato nunca fue estimado por la Iglesia Católica –anota–, a pesar de contar
en ella con algunos defensores como San Patricio y Gregorio Magno. En los años
de la Baja Edad Media, herejes, brujas y gatos eran quemados en las hogueras de
la noche de San Juan”.
Es que Un gato que camina solo –“El gato que andaba a su antojo”, según traduce Borges el cuento de Kipling– nació como una muestra que nunca llegó a realizarse. Por lo tanto, el libro es también la puesta en palabras de esa muestra fantasma, nunca realizada, en el local que Iván Rosado tuvo hace cuatro años en Salta al 1800 –donde la editorial se mezclaba con el club editorial y con la casa misma de Ana Wandzik y Maximiliano Masuelli, gestores de ese espacio. Como la exhibición que le habían propuesto a Daniel García tenía como fecha de inauguración un viernes 13, nuestro artista comenzó una modesta investigación acerca de los viernes y martes 13 en las supersticiones. Escribe: “Algo que me motivara a pintar”. Después de acumular material que iba desde las máscaras de hockey como la de Jason en el film Viernes 13 hasta fotografías de ahogados, la indagación llegó a los gatos negros. Aquí, según relata García, también los recuerdos y los hallazgos rozaron el cine –desde películas de Miyasaki y Kaneto Shindo hasta El gato negro (1934) de Edgar Ulmer–, la historieta –con Krazy Kat, un gato pensado, según declaraciones de su creador que García recoge en otra parte del libro, como “un espíritu”, y así. Pero la muestra fue otra cosa, algo que el pintor resolvió con material reciente de entonces y otras cosas que de alguna manera dibujaban su trayectoria. Sin embargo, fue el hallazgo en internet de “la reproducción de una figura de cerámica que semejaba un tosco gato Félix” lo que reclamó su mirada y, seducido por las películas mudas, a las que califica de “maravillosas”, llenó un cuaderno “inspirado en su imagen”.
De modo que los dibujos
que acompañan el texto de “Un gato que camina solo” son, como en las
indagaciones musicales de García –un melómano que recorre sus obsesiones, las
reordena y las despliega en el espacio de trabajo del programa Adobe Audition,
instalado en su computadora–, una exhaustiva exploración de la historia de un
dibujo: una historieta atribuida a Pat Sullivan en 1917, una animación de Otto
Messmer de 1919, su caída en el cénit de su popularidad en 1928, con la
aparición del ratón Mickey, hasta su reaparición en las tiras televisivas
hechas por John Oriolo, que García vio de niño en las pantallas en blanco y
negro de la televisión de entonces.
En la presentación del
sábado 26, en Iván Rosado, se ofrecerá el libro más una serigrafía de Daniel
García –hizo 50, todas numeradas y firmadas– al más que “amigable precio”,
según define Ana Wandzik, de 300 pesos.
Iván Rosado es lo que
suele decirse una editorial independiente de Rosario que nació con el Club Editorial Río
Paraná. “Son dos patas de lo mismo”, dice Ana Wandzik, quien junto con su
esposo Maximiliano Masuelli dirigen el espacio.
El proyecto nació hace
tiempo, en 2006, en barrio Belgrano, con la creación de una biblioteca y un
espacio de arte llamado Josefina Merienda. Los libros de la biblioteca no eran
otros que los de Maximiliano y sus socios de entonces. De allí pasaron a Salta
al 1800, un local inmenso en una planta alta al que se sumó un bar, de nuevo
una galería, una pequeña sala para recitales. Era un lugar para pasar,
quedarse, circular, se conseguían libros de editoriales pequeñas de Buenos
Aires o Córdoba que no había en las librerías más frecuentadas de la ciudad,
además de los intercambios y el hallazgo de algunas obras de artistas rosarinos.
En 2012, cuando nació el
hijo de Wandzik y Masuelli, el club editorial se mudó a un local de barrio
Refinería, muy cerca de la zona donde la policía detuvo a fines del siglo XIX a
Victoria Bolten. En medio del boom inmobiliario que recuperaba los edificios de
fábricas y los galpones ferroviarios y del puerto para las grandes marquesinas
urbanas, el Club Editorial resultaba una rara avis en el paisaje de calle Vélez
Sarsfield al 300, al lado de una peluquería y de una heladería de barrio.
Mudados al local 12 de la
galería Dominicis (Catamarca 1427) a principios de este año, el Club Editorial
Río Paraná e Iván Rosado vuelven a estar al lado de una peluquería, de una casa
de encomiendas, de un bar que abriga a los clientes con grandes paneles de
náilon mientras saca, una tras otra, su especialidad, la tarta de oreganato.
“Somos una empresa conyugal –dice Ana–, entonces hacemos lo que queremos los
dos, no tenemos que discutirlo en una asamblea”.
La librería que funciona
en el local se especializa en arte y literatura y el club le da al espacio un
lugar para juntarse para “hablar frescamente de los intereses muy serios” que
reúnen a los amigos.
“Acá –dice Ana– las
relaciones sociales son editoriales. Está el lector que se cruza con el autor
del libro que acaba de comprar y está el amigo que quiere publicar”. Porque sí,
de eso se trata: de alguna forma quien publica en Iván Rosado entra en el
círculo de las relaciones del club, aunque la publicación debe reunir ciertos
requisitos, debe ser del interés del catálogo de la editorial.
En la mesa de la
editorial, dentro de la librería, conviven libros escritos por poetas,
escritores y artistas de Rosario de generaciones distintas, antes lejanas,
inhallables, novísimas: Litoral y
Cocacola, de Claudia del Río; Versos
de un jubilado, de Francisco Gandolfo –en el que su hijo Elvio colaboró con
la edición y que llevó a Iván Rosado el poeta Daniel García Helder–; Tracción a sangre, de Lila Siegrist; Nuestra difícil juventud, de Francisco
Garamona y Vicente Grondona, o Alborada
del canto, de Beatriz Vallejos.
“El catálogo tiene mucho
sentido”, dice Ana Wandzik y apunta: “Somos de algún modo deudores de una
tradición que inauguró Francisco Gandolfo, que tenía la imprenta La Familia, en
la que trabajaba con sus hijos. Imprentero, poeta y editor, y su hijo Elvio lo
editaba, es decir que aprendían juntos”.
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