Este
artículo se publicó en la prestigiosa revista Aeon, en la que son frecuentes las colaboraciones con
investigadores académicos. La firma una autora que dirige el
Departamento de Humanidades de la escuela de Medicina de la Universidad de
Penn, en Pennsylvania, Estados Unidos. Lejos de manifestar algún tipo de
simpatía por el movimiento anti-vacunas, Bernice Hausman, la autora cita y
revisa teorías que están más allá de la comprensión y el conocimiento de los
representantes más mediáticos de ese movimiento. Lo que la crítica y el
recuento de Hausman señala es la sobrevaluada dependencia del sistema médico
que termina alentando posiciones nocivas para la sociedad y la ciencia en
general.
En 1793
una epidemia de fiebre amarilla azotó a Filadelfia, entonces el médico y padre
fundador Benjamin Rush [n. del t.: por
“padre fundador” se refiere a los primeros colonos en pensar y promover un
nuevo estado en América] proponía una hemorragia agresiva: la extracción de
grandes cantidades de sangre de una arteria o vena, a menudo con sanguijuelas.
En ese momento, la sangría era una práctica médica común: se pensaba que
equilibraba los humores del cuerpo (sangre, flema, bilis negra, bilis
amarilla). Sujeto a una intensa controversia a medida que la medicina
desarrolló una base más sólida en la evidencia experimental, la propensión de
Rush a desangrar –y desangraba mucho– fue condenada por algunos de sus
contemporáneos, aunque otros médicos también sometieron a sus pacientes a esas
purgas. A fines del siglo XIX, la práctica se usaba solo para condiciones muy
raras.
Ahora, en
medio de una pandemia devastadora, y mientras los científicos trabajan
febrilmente para encontrar curas de covid-19 y una posible vacuna, vemos los
tratamientos de Rush como arcaicos, inútiles y probablemente dañinos. De hecho,
el sangrado parece bárbaro hoy (aunque las sanguijuelas fueron aprobadas
para ciertos propósitos por la Administración de Drogas y Alimentos de los
Estados Unidos). Sin embargo, si bien la terapéutica médica avanzó
considerablemente, muchos tratamientos actuales también son agresivos. Los
sufrimos voluntariamente porque se basan en una mejor comprensión del cuerpo y
los mecanismos de la enfermedad. Es decir, creemos que realmente salvan vidas,
a diferencia del sangrado, que ocasionalmente mata a los pacientes.
No tan
rápido: algunos críticos contemporáneos afirman que la medicina moderna sigue
siendo riesgosa, si no otra cosa. Consideremos la expansión de las categorías
de enfermedades para incluir peculiaridades de la personalidad y tipos de
cuerpo, efectos secundarios que exigen medicamentos adicionales, interacciones
farmacológicas que son mortales y supervisión médica de cosas que se arreglan lo
suficientemente bien solas. Si la medicina del siglo XVIII carecía de una base
científica, nuestro problema podría ser demasiadas terapias para nuestro propio
bien.
La
expansión de los tratamientos ha llevado a una respuesta crítica: “medicalización”,
que describe un enfoque escéptico sobre el papel social de la medicina
convencional en la definición de la salud. También critica directamente el
aumento de la farmacopea que es hoy una parte esperable de la vida actual. De
hecho, la medicalización sugiere que podríamos someternos a tratamientos tan
invasivos y exagerados que podrían matarnos, del mismo modo que vemos hoy al
desangrado.
La
crítica a la medicalización apuntala el interés popular en la medicina
alternativa, las técnicas de cuerpo y mente para el bienestar y, lo más
importante, el escepticismo en las vacunas. La corriente principal por lo general
atribuye el escepticismo en las vacunas a la falsa información sobre vacunas en
internet, la negación de la ciencia y el analfabetismo científico. Los padres
quieren lo mejor para sus hijos, según el relato, pero reaccionan
irracionalmente porque no entienden los riesgos y beneficios para la salud de
la población, o relacionan de manera errónea las enfermedades crónicas
prevalentes con las vacunas.
Un encuadre
Pero el
concepto de medicalización proporciona otro tipo de encuadre para comprender
por qué algunas personas rechazan lo que otras consideran una prevención médica
para salvar vidas. No es que estos padres desconfíen de la ciencia en su
totalidad, sino que, entre otras cosas, no están de acuerdo con que la medicina
asuma un papel autoritario para determinar cómo vivir una vida saludable. En
esto, se hacen eco de las ansiedades claramente modernas sobre cómo los avances
en la ciencia y la medicina no siempre pueden ser buenos.
Para
comprender los orígenes recientes de la medicalización, miremos hacia la década
de 1950, cuando los avances terapéuticos de la medicina comenzaban a
ensombrecerse con escepticismo acerca de su creciente autoridad social –el
cambio de desviación a enfermedad en la comprensión de la rebelión adolescente,
por ejemplo, o los diagnósticos crecientes de hiperactividad en niños o,
incluso, el consenso de que el alcoholismo es una enfermedad. Dado el avance de
la medicina convencional a mediados de siglo –el desarrollo de antibióticos en
la década de 1940, la invención de una exitosa vacuna contra la poliomielitis
en la década de 1950 y los nuevos tratamientos farmacológicos para enfermedades
psiquiátricas entre muchos otros avances–, había mucho que celebrar pero
también mucho de qué preocuparse.
Hubo
espanto por drogas como la talidomida. Originalmente comercializada en Europa a
fines de la década de 1950 para tratar las náuseas matutinas, se descubrió que
causaba graves deformidades congénitas, dramáticamente evidentes en las
extremidades ausentes o acortadas de modo severo en los bebés. El episodio de
la talidomida demostró que, sin una regulación adecuada, las compañías
farmacéuticas podían llevar al mercado medicamentos que causaban daño. Incluso
con una regulación adecuada, las empresas podrían cometer errores que
perjudiquen a las personas. En 1955, poco después de obtener la licencia
federal de la primera vacuna contra la poliomielitis de Jonas Salk, 200 mil
niños fueron inyectados con la vacuna contra el virus de la poliomielitis, que
no estaba del todo muerto. El resultado fue 40 mil personas enfermas de polio,
de las cuales quedaron 200 con parálisis y diez muertas. Si bien el Incidente
de Cutter, como se conoció este
evento, no disminuyó la confianza pública en la vacunación en ese momento,
representa un momento en la historia de los Estados Unidos que se ha repetido
una y otra vez, con generaciones posteriores menos tolerantes a errores
industriales (o mala conducta) que las anteriores.
La década
de 1950 también fue una época de creciente preocupación sobre el desarrollo del
carácter contemporáneo. Los sociólogos identificaron la adhesión a las normas
sociales y la aprobación externa como estructuras de personalidad peligrosas;
criticaron la “personalidad dirigida por otros” (demasiado preocupada con la
aprobación externa) y la “personalidad autoritaria” (dispuesta a controlar a
los demás). Growing Up Absurd (1960)
de Paul Goodman se centró en el problema de las sociedades modernas que carecen
de un trabajo significativo y adecuado con los adultos jóvenes. La resistencia
a las normas sociales en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial es
evidente en películas populares como Rebelde
sin causa (1955) y condujo al florecimiento de los movimientos de ‘exclusión
voluntaria’ de la década de 1960: hippies, drogotas y entusiastas del regreso a
la naturaleza.
Las
preocupaciones sobre la medicina se fusionaron con las preguntas sobre el
compromiso general del gobierno con el bienestar de sus ciudadanos. El
surgimiento del movimiento de derechos civiles, la Guerra Fría y la posible
devastación nuclear, el desarrollo de evidencia sobre contaminantes ambientales
y, eventualmente, la Guerra de Vietnam, avivaron los fuegos de la desconfianza.
De hecho, los movimientos sociales que surgieron alentaron las perspectivas
colectivistas y la acción política para mejorar la salud, mientras que la
medicina se centró cada vez más en las elecciones de estilo de vida
individuales que conducían a estados de enfermedad. Un ejemplo brillante es el
Framingham Heart Study (Estudio del corazón de Framingham), que comenzó en
Massachusetts en 1948, y ha sido financiado a nivel nacional desde entonces.
Ese trabajo lanzó el término médico “factor de riesgo” al enfocarse en la
dieta, el ejercicio y el tabaquismo como los principales contribuyentes a la
enfermedad cardiovascular.
La antipsiquiatría
En este
contexto nació la antipsiquiatría. El movimiento antipsiquiatría atacó el
tratamiento psiquiátrico convencional de aquellos que no se ajustaban a las
expectativas sociales. Respondió directamente a prácticas cada vez más
populares de mediados de siglo, como la terapia electroconvulsiva (TEC:
electroshock), la lobotomía y la institucionalización de personas con
comportamientos socialmente aberrantes. La TEC y la lobotomía fueron
tratamientos agresivos que son símbolos históricos del control abusivo de los
pacientes por parte de la psiquiatría, aunque también fueron ampliamente
anunciados en ese momento como tratamientos modernos y efectivos. António Egas
Moniz compartió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1949 por su
invención de la lobotomía. Sin embargo, en la década de 1950, la lobotomía
estaba disminuyendo como tratamiento. Un creciente apetito por la
individualidad y la libertad personal chocaba con las prácticas psiquiátricas
que parecían eliminar esas cualidades que amenazaban la salud mental.
La
ficción y las memorias que narran esa época se centraron en los horrores de la
institucionalización y los abusos de poder que caracterizaron la experiencia
del paciente. Novelas como Alguien voló
sobre el nido del cuco de Ken Kesey (1962) contribuyeron a la conciencia
pública de estas preocupaciones, en especial la institucionalización y la
lobotomía, como herramientas sádicas de la autoridad psiquiátrica. Las memorias
de Susanna Kaysen, Girl, Interrupted
(1993), detallaron su institucionalización en un centro mental a fines de la
década de 1960 debido a que ella era, como lo describe, una adolescente
ligeramente deprimida y confundida. The
Bell Jar (La campana de cristal, 1963),
una novela semi-autobiográfica de Sylvia Plath, relató el colapso mental y el
tratamiento de la poeta en la década de 1950. Aunque no condenó la TEC narrada
allí, sus descripciones generales del tratamiento para la depresión y la
institucionalización estaban lejos de ser halagadoras.
Además de
centrarse en los tratamientos psiquiátricos, la antipsiquiatría también se
dirigió a la sociedad. Los psiquiatras R.D. Laing y Thomas Szasz pensaron que
la enfermedad mental era una respuesta sensata a una sociedad enferma, y
afirmaron que la enfermedad mental era un mito. Si la sociedad era alienante y
opresiva, ¿por qué la medicina se involucraba con tanta intensidad para hacer
que las personas encajaran?
Individualidad y libertad
El aumento de los medicamentos
psicotrópicos, incluida la creciente ligereza para administrar medicamentos a
cualquier persona cuya personalidad o comportamiento fuera en contra de las
normas sociales, aceleró estas preocupaciones. Aquellos que se sentían
diferentes buscaban curas terapéuticas y se resistían a la normalización,
especialmente a medida que florecían los movimientos contraculturales de la
década de 1960, ofreciéndoles formas alternativas de comprender sus diferencias
y sentimientos de alienación y desesperación. Temas como individualidad y
libertad se intercambiaron entre los movimientos sociales emergentes de la
década de 1960 y los críticos antipsiquiátricos, lo que permitió capitalizar la
resistencia a la medicina organizada y su defensa de las normas sociales.
Algunos críticos de la antipsiquiatría
simplemente querían “replantear la enfermedad mental”, principalmente a través
de explicaciones existenciales o sociológicas del sufrimiento mental. Szasz,
sin embargo, cuestionó la realidad de la enfermedad mental como enfermedad. Su
libro The Myth of Mental Illness
(1960) concluye que los psiquiatras, en lugar de tratar la enfermedad mental, en
realidad “tratan con problemas personales, sociales y éticos en la vida”. Por
lo tanto, el asalto a la psiquiatría fue, en parte, definitorio: ¿qué contaba
como una enfermedad mental? ¿Fue la práctica psiquiátrica verdaderamente
científica? ¿Cómo distinguían los psiquiatras los comportamientos socialmente
aberrantes de los indicados como enfermedad mental? En la década de 1960, los
viajes con ácido y otras experiencias alternativas de la realidad se anunciaron
como visionarios y socialmente liberadores. La antipsiquiatría abrió un espacio
para
cuestionar si los diagnósticos psiquiátricos eran arbitrarios o
confiables, y cómo funcionaban como agentes de control social.
El innovador artículo
del psicólogo estadounidense David Rosenhan “Sobre estar sano en lugares insanos”
(1973) argüía que las personas sanas podían fingir una enfermedad mental e
institucionalizarse sin estar realmente enfermos. Publicado en Science, el artículo de Rosenhan
demostró con evidencia contundente las afirmaciones que los críticos a favor de
la antipsiquiatría habían estado haciendo durante más de una década: que las
categorías psiquiátricas no eran confiables ni basadas en evidencia, y que los
tratamientos psiquiátricos eran abusivos para los pacientes al controlar y
alinear sus comportamientos con las normas sociales.
El artículo de Rosenhan es uno de los
más reimpresos y citados en el campo. La profesión psiquiátrica reescribió su
manual de diagnóstico, y los hospitales psiquiátricos se cerraron de acuerdo
con sus recomendaciones. La psiquiatría eventualmente se orientó más hacia las
explicaciones biológicas. Sin embargo, incluso esos enfoques trajeron una
cierta cantidad de críticas porque se vio que sobrepasaban la autoridad de la
disciplina al patologizar los comportamientos adaptativos o las vicisitudes del
desarrollo personal ordinario. Los activistas antipsiquiátricos aún denuncian
el poder de las compañías farmacéuticas para definir enfermedades mentales a
través del desarrollo de tratamientos para ellas.
También el feminismo
En la década de 1970, las sospechas
sobre la psiquiatría se desparramaron a gran parte del resto de la medicina en
torno al mismo tema, el control social, y condujo al florecimiento de la
crítica a la medicalización. Al igual que la antipsiquiatría, las preocupaciones
sobre la medicalización canalizaron temas arraigados en la historia de Estados
Unidos: preocupaciones sobre la libertad individual en una sociedad cada vez
más ceñida a las normas sociales; desconfianza de los profesionales y las
grandes empresas; y el interés de larga data en la vida natural y saludable. La
medicalización también atrajo a las feministas que se resistían a la autoridad
médica masculina sobre la salud de las mujeres. En 1970, el Colectivo del Libro
de la Salud de las Mujeres de Boston publicó la primera versión de Our Bodies, Ourselves (Nuestros cuerpos,
nosotras; llamada Mujeres y sus cuerpos), que se centró en la salud
reproductiva y el aborto.
Y la medicalización encontró un profeta
en el iconoclasta intelectual Ivan Illich, un sacerdote católico
croata-austríaco que escribió amplias críticas a las instituciones modernas,
demostrando cómo inhibían la creatividad humana, la productividad y el
florecimiento. En La sociedad
desescolarizada (1971), alentó el movimiento radical de educación en el
hogar que es cada vez más popular en el siglo XXI, argumentando que la
escolarización masiva tuvo un efecto adormecedor en el compromiso de los niños
con el mundo.
En Némesis
médica (1975), Illich lanzó un argumento notablemente profético contra la
medicina como un peligroso ejemplo de lo que algunos llaman “la vida
administrada”, donde cada aspecto de la vida normal requiere información de un
sistema médico institucionalizado. Fue Illich quien introdujo el término “iatrogénesis”,
que en griego significa enfermedad causada por un médico. Había tres niveles de
enfermedad causada por el médico, según el autor: clínica, social y cultural.
La iatrogénesis clínica comprende los
efectos secundarios del tratamiento que enferma a las personas. La
quimioterapia para el cáncer es un buen ejemplo: salva vidas, pero presenta nuevas
amenazas al comprometer el sistema inmunitario de los pacientes y dañar
los tejidos no cancerosos.
La iatrogénesis social describe a los
pacientes como consumidores individuales de tratamientos que son agentes
interesados en sí mismos en lugar de individuos activamente políticos que
podrían trabajar para lograr transformaciones sociales más amplias para mejorar
la salud de todos.
La iatrogénesis cultural es para Illich
el nivel más profundo de enfermedad causada por la medicina, y su crítica más
profunda de la medicina. En él, las capacidades innatas de las personas para
enfrentar y experimentar sufrimiento, enfermedad, desilusión, dolor,
vulnerabilidad y muerte son desplazadas por la medicina. Un ejemplo se centra
en el parto, en tanto se desplazó desde el hogar, en compañía de mujeres, al
hospital, donde es supervisado por obstetras en su mayoría hombres. En “Medicalización
y atención primaria” (1982), Illich escribió:
“Sin dudas la supervivencia neonatal y, más tarde, la supervivencia materna
aumentaron, pero al costo de la medicalización. Lo que ofrece el médico es,
tendenciosamente, un paciente de por vida, que tal vez después de una larga
educación podrá vender atención a otros, pero difícilmente una persona libre
para el amor entre pares”.
Aquí, la medicina adquiere un enfoque
técnico para la vida cotidiana, vaciando las ricas relaciones interpersonales
de cuidado que definieron el ser humano durante milenios.
La administración de la vida
Illich describió
la medicina como un “monopolio radical”, una institución que “impide que las
personas hagan o elaboren cosas por su cuenta”. Los monopolios radicales son
cosas, prácticas o instituciones que se vuelven importantes en sí mismas, antes
que por los servicios que prestan. Las fuerzas sociales se consolidan para
mantener su existencia, incapacitando aún más y alejando a las personas de sus
propias capacidades. Un ejemplo clásico de un monopolio radical no médico es el
automóvil, que viene a desplazar activamente otras formas de transporte, con lo
cual se crean infraestructuras locales y nacionales para servirlo. Como
resultado, las personas dependen de los automóviles y ya no de sí mismas (sus
cuerpos y fuerza) para el transporte, y el entorno construido está hecho para
que los automóviles –no las personas– se desplacen.
Como un
monopolio radical, la medicina se convierte en un fin en sí mismo, en lugar de
una herramienta para la curación. Los médicos son técnicos que trabajan para
instituciones impersonales. La medicina, que solía promover la curación natural
al trabajar con el cuerpo, ahora es una práctica ubicada en una burocracia sin
rostro, sin compromiso con los individuos o la subjetividad, que se basa en la
experiencia técnica en lugar del entendimiento y el humanismo. Los medicamentos
y tratamientos conducen a más medicamentos y tratamientos, en lugar de a una
verdadera salud.
Además,
sigue la crítica, la medicina moderna reduce la autonomía en todos los
aspectos: los médicos pierden su estatura y autoridad históricas, y los
pacientes ya no controlan sus cuerpos, sus entornos o su voluntad. Las
experiencias culturales, sociales y personales se convierten en asuntos
técnicos que se gestionan burocráticamente: los registros de pacientes se
manejan a través del registro médico electrónico; los intermediarios como las
compañías de seguros determinan qué tipos de tratamientos están cubiertos y
cuáles no. Se alienta a las personas a planificar en torno a estas
contingencias en lugar de vivir sus vidas plenamente y atravesar las sorpresas
y tragedias que acompañan a la vida normal, es decir, administrar la vida en
lugar de vivirla.
No nos
equivoquemos: para Illich –y para el público–, gran parte del avance médico fue
bueno. El saneamiento, el control de vectores, la vacunación y el acceso
general a la atención médica dental y primaria fueron características de “una
cultura verdaderamente moderna que fomentó el autocuidado y la autonomía”. El
problema surgió cuando los gerentes burocráticos y toda la estructura emergente
de la medicina limitaron la libertad de las personas para elegir su propio
cuidado o someterse a una cura por su cuenta.
La
crítica a la medicalización de Illich ayudó a impulsar la curación natural y
los movimientos de autonomía de los pacientes, demostrando dudas culturales
generalizadas sobre la profesión médica al mismo tiempo que las personas
clamaban por nuevos tratamientos y tecnologías para combatir enfermedades como
el cáncer. Por un lado, esta dinámica de tire y afloje del avance médico y, por
otro, las preocupaciones simultáneas sobre el impacto de la medicina en el
significado de la vida, revelan una angustia característica de la actualidad
sobre cómo las mismas cosas que nos hacen contemporáneos podrían estar
lastimándonos. Algunos fenómenos, como el aumento de bacterias resistentes a
los antibióticos, demuestran que estas preocupaciones no están mal fundadas.
Hubo
otras voces influyentes. El médico estadounidense Robert Mendelsohn, un “hereje
médico” como se definió, popularizó sus argumentos antimedicina a través de sus
libros y una columna en un periódico sindical (más tarde un boletín) llamado The People’s Doctor. Mendelsohn acusó a
la medicina de convertirse en una nueva religión, y estuvo de acuerdo con
Illich en que no se trataba tanto de la curación como del mantenimiento de la
medicina en sí, en especial de los medios de vida de los médicos. Los
procedimientos que Mendelsohn consideraba que tenían poca evidencia de
beneficio (radiografías de tórax, circuncisión) eran parte de la práctica
habitual. Argumentó que lo único que los apoyaba era la fe, que hacía que los
médicos se parecieran más a los sacerdotes que a proveedores de atención
médica. La dependencia de la medicina, inculcada en los niños a través de
consultas de niños sanos –lo que incluía vacunas–, creó problemas de salud: “No
nos estamos volviendo más saludables a medida que aumenta la factura, nos
estamos enfermando”, escribió en Confessions
of a Medical Heretic (1979).
Durante
mucho tiempo miembro de la junta asesora médica de La Leche League (Liga La
Leche), una organización de apoyo a la lactancia materna, promovió el parto en
casa y la lactancia de pecho. En obstetricia, donde a la naturaleza rara vez se
le permitía seguir su curso, arguyó, la práctica de rutina se organizó para los
médicos, no para las madres, y como resultado los niños sufrieron daños.
Mendelsohn se convirtió en un líder del cambio hacia los remedios naturales y
las prácticas que florecieron en las décadas de 1970 y 1980, como el parto en
el hogar y la lactancia materna, a pesar de que sus razones se basaban más en
el conservadurismo que en la contracultura. En su libro How to Raise a Healthy Child in Spite of Your Doctor (Cómo criar a un niño sano a pesar de su
médico, 1984), llamó nocivos a los pediatras porque adoctrinaban a los
niños para que vieran la medicina como la respuesta a todas las enfermedades, y
los convertían en adultos que buscaban medicamentos.
La optimización de los cuerpos
Después
de eso, durante las décadas de 1980 y 1990, los sociólogos pusieron nombre a
una nueva preocupación: la “biomedicalización”, que puede observarse en el
desarrollo de registros médicos electrónicos; el auge de las pruebas genéticas;
el uso cada vez mayor de pruebas de detección para prevenir enfermedades; y la
intensa calibración de la nutrición, el ejercicio y los medicamentos para el
bienestar. Si bien la medicalización enfatiza el aumento del control médico
sobre los procesos corporales (como el sueño), la biomedicalización se enfoca
en la prevención a través de la evaluación del riesgo: describe no solo la
normalización, sino la optimización progresiva de los cuerpos. Dicha
optimización podría llegar a incluir la elección de embriones viables para la
fertilización in vitro, decidir someterse a una mastectomía después de un
resultado positivo de una mutación genética hacia el cáncer de seno o abandonar
el café durante el embarazo con la posibilidad de que la cafeína afecta
negativamente a los fetos en desarrollo.
Al
participar en estas prácticas cada vez más técnicas relacionadas con la salud,
los críticos argumentan
que estamos cambiando no solo lo que significa ser saludable sino también lo
que significa ser “normal”. Por ejemplo, las personas siempre han tomado drogas
para controlar el estrés de la vida cotidiana (pensemos en cigarrillos,
alcohol, opio, morfina, cocaína, Valium), pero el desarrollo de nuevas drogas
antidepresivas (como Prozac y Paxil) en la década de 1980 cambió enfoques
previos a los trastornos del estado de ánimo y otras enfermedades mentales.
Junto con los criterios de diagnóstico cambiantes, estas nuevas drogas
permitieron a las personas regular o mejorar su personalidad y experiencia
psíquica, en parte porque los efectos secundarios se consideraron menores en
comparación con las drogas psicoactivas más antiguas.
Ahora millones
de personas no solo se identifican como deprimidas o socialmente ansiosas (un
cambio que se atribuye a la medicalización), sino que también toman estos
medicamentos para parecerse más a ellos mismos. Hoy en día, no tomar
medicamentos para aliviar los trastornos del estado de ánimo menores, la
tristeza o la depresión transitoria, a menudo se considera extraño. Esto no
quiere decir que tales medicamentos no ayuden a las personas. Sin embargo, la
regulación de los comportamientos y las experiencias corporales que
anteriormente podrían haberse atribuido a “nervios” o a una susceptibilidad
heredada se considera una obligación social y, por lo tanto, menos una opción
de tratamiento que el cumplimiento de las normas sociales correspondientes.
En los
últimos años, el rechazo a la medicina creció cuando se expusieron
investigaciones defectuosas, engaños intencionales y conflictos
éticos en revisiones científicas entre pares. Los temas principales son el
sobrediagnóstico y el sobretratamiento, así como prácticas cuestionables de
investigación biomédica que van desde lo preocupante hasta lo corrupto.
El médico
estadounidense H Gilbert Welch, coautor
de Overdiagnosed (Sobrediagnóstico, 2011) con sus colegas
Lisa Schwartz y Steven Woloshin, ofrece un argumento persuasivo de que el
sobretratamiento provoca una medicalización innecesaria y problemas de salud
entre las personas que no están enfermas. Welch dice que esto es posible al
cambiar las características de diagnóstico de las enfermedades y las llamadas “enfermedades
previas”, mediante el uso rutinario de pruebas de detección para encontrar
problemas que no producen síntomas o afectan la salud, y por el rígido dictamen
de que la detección temprana salva vidas.
Cabe
destacar que las personas tratadas en exceso son los defensores más entusiastas
de la detección y el diagnóstico temprano, a los que atribuyen su buena salud.
Aparentemente, las pruebas se refuerzan a sí mismas. En la vida diaria, es casi
imposible contrarrestar estos efectos; de hecho, hubo alboroto cuando las
recomendaciones de detección se rescindieron o redujeron, incluso cuando las mínimas
recomendaciones están respaldadas por
evidencia.
¿Cómo
pasó esto? En su libro Prescribing by Numbers (2007), Jeremy
Greene pinta el cuadro: las compañías farmacéuticas influyen en la medicina
para tratar los números y las abstracciones en lugar de los síntomas
corporales, principalmente a través de ensayos clínicos, que aparentemente
prueban la seguridad y la eficacia de los medicamentos recientemente
desarrollados. Sin embargo, los ensayos clínicos hacen algo más que simplemente
establecer la seguridad y la eficacia de los medicamentos: también dan un
sentido del estado de la enfermedad y crean procesos para tratar los riesgos,
no solo los síntomas. Como resultado, el tratamiento de personas por afecciones
asintomáticas se ha vuelto normal: por
ejemplo, tratar el recuento de colesterol en lugar de los síntomas
físicos de la enfermedad cardíaca. Las personas tratadas por colesterol alto
que nunca contraen una enfermedad cardíaca o que nunca tienen un ataque
cardíaco atribuyen al medicamento la salvaguarda de sus vidas, incluso si nunca
se hubieran enfermado.
También
hay evidencia rotunda de corrupción en la producción de “hechos” médicos. En Deadly Medicines and Organized Crime (Medicina mortal y crimen organizado, 2013),
el médico y científico danés Peter Gøtzsche, miembro fundador del Nordic
Cochrane Center, detalla las relaciones corruptas entre los médicos y las
agencias reguladoras gubernamentales, y la colusión entre las revistas médicas
y la industria farmacéutica que perpetúa la investigación falsa con resultados
que favorecen a la industria. (Observamos durante años cómo jugó este fenómeno
en el trágico desarrollo de la crisis de los
opioides). En su libro Drugs for Life (2012), el antropólogo
cultural estadounidense Joseph Dumit señala que, como resultado normal de sus
prácticas de investigación, la industria farmacéutica produce hechos médicos
que favorecen el uso de medicamentos más nuevos y más caros, a pesar de que
muchos pacientes obtendrían mejores resultados con fórmulas más antiguas y
menos costosas. O estarían mejor
sin ningún tratamiento.
Consulta del niño sano
En esta
red de ansiedad, las vacunas juegan un papel protagonista. En la década de
1960, su desarrollo para las llamadas enfermedades leves de la infancia, la
rubéola (sarampión alemán), el sarampión y las paperas, hizo que la comunidad
médica cambiara su perspectiva sobre estas enfermedades. Una vez que se
convirtieron en enfermedades prevenibles por vacunación (EPV), sus
complicaciones se investigaron más a fondo y los profesionales de la salud
pública las presentaron como más amenazantes que antes. La “consulta del niño
sano” se estableció para coincidir con el calendario de vacunación y, como
Mendelsohn y otros acusaron, condicionó a los niños a convertirse en adultos
medicalizados que buscan tratamiento para las vicisitudes normales de la vida.
Las preocupaciones de Mendelsohn de que las vacunas múltiples a la vez podrían
ser desaconsejadas, que ciertos niños podrían no tener buenos resultados en las
campañas de vacunación masiva y que las vacunas podrían inducir afecciones
autoinmunes se
hacen eco en el disenso contemporáneo de las vacunas.
Desde
mediados de la década de 1980 las vacunas han estado al frente y al centro en
los procesos de biomedicalización. Los avances en vacunología condujeron a una
explosión en el desarrollo de vacunas, así como a la inclusión de más vacunas
en el calendario recomendado en los años 90 y 2000. Las recomendaciones
federales de vacunas son procesos complejos que utilizan datos de ensayos con
sujetos humanos y modelos matemáticos, además de consideraciones de política
relativas a los costos personales y sociales de la enfermedad. La varicela es
un buen ejemplo. Antes de la introducción de la vacuna contra la varicela a mediados
de la década de 1990 en los EEUU, se pensaba que la enfermedad causaba un poco
más de 100 muertes anuales, principalmente en personas con sistemas inmunes
comprometidos. Millones de niños contrajeron la varicela y pasaron una o dos
semanas en casa en una queja de fiebre, picazón y sarpullidos. Los padres
trataron de infectar a sus hijos para que todos la tuvieran al mismo tiempo.
La recomendación
de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) para la
vacunación universal contra la varicela infantil en los EEUU destacó el
beneficio de los costos indirectos, como los salarios perdidos de los padres
por las semanas que pasaban en casa con niños con comezón y fiebre. Después de
la recomendación federal inicial en 1995, casi todos los estados de EEUU ordenaron la vacuna
para el ingreso escolar. La gran mayoría de los niños estadounidenses están
vacunados contra la enfermedad y la incidencia de la varicela ha disminuido en
consecuencia –los CDC informan
que cada año la vacuna previene más de 3,5 millones de casos, 9.000
hospitalizaciones y 100 muertes en los EEUU. Se evitan otras infecciones
peligrosas que pueden acompañar a la infección por varicela, en especial
Staphylococcus aureus resistente a la meticilina (MRSA). Curiosamente, como
resultado del éxito de la vacunación, hay muy poco virus de varicela que
circule de manera silvestre. Aquellos de nosotros que tuvimos la varicela
cuando éramos niños ahora somos más susceptibles a la culebrilla cuando somos
adultos: estar cerca de niños con varicela funcionaba como un “refuerzo” normal
para nuestros anticuerpos contra el virus. Por lo tanto crece la necesidad de
vacunas eficaces contra el herpes zóster para adultos mayores, que fueron
desarrolladas y autorizadas en la década de 2000.
En el
ejemplo de la varicela vemos el desarrollo, la licencia y la recomendación de
vacunas en relación con los mandatos de ingreso a la escuela, como
biomedicalización en varios ámbitos. La vacuna es un reemplazo biotécnico para
un ritual anterior encarnado en la infancia que implica el control de
enfermedades infecciosas, la optimización de la baja por enfermedad familiar,
la minimización de los gastos para la sociedad y la necesidad de registrar otro
hito de la infancia en el registro médico electrónico y el archivo de
vacunación escolar.
Para
quienes aprueban las vacunas y las autoridades de salud pública, la vacuna
contra la varicela es una victoria. Pero para los escépticos de las vacunas,
sirve como una historia de advertencia sobre una enfermedad generalizada pero
poco grave que no merece vacunaciones rutinarias compulsivas. Vale la pena
señalar que no todos los países exigen la vacunación contra la varicela o
recomiendan su uso rutinario como vacuna infantil. El Reino Unido es un buen ejemplo.
Las variaciones en las recomendaciones nacionales sugieren diferentes
perspectivas sobre la gravedad de la enfermedad y la aceptación de la vacuna, y
desmienten los argumentos comunes de que la ciencia apoya recomendaciones
amplias en todos los casos. Las recomendaciones de vacunación son decisiones de
política que utilizan diversas formas de evidencia en contextos sociales
específicos. Muchos estadounidenses que apoyan las vacunas en general se
preguntan por qué las vacunas contra la varicela son obligatorias para ingresar
a la escuela en la mayoría de los estados. Un proceso que no parece distinguir
entre enfermedades graves y menos graves motiva la sospecha contra todo el
sistema.
Promesas y sospechas
El
disenso contemporáneo de las vacunas se hace eco de las críticas de
medicalización y biomedicalización del pasado. Algunos escépticos de las
vacunas resisten por completo el enfoque de la medicina convencional en el
tratamiento de drogas, prefieren enfoques alternativos que perciben como más
naturales. Algunos temen que las vacunas estén causando enfermedades crónicas
en personas susceptibles; otros creen que el gobierno no tiene derecho a dictar
prácticas de atención médica a los ciudadanos. Algunos solo quieren más
autoridad familiar sobre las decisiones de atención médica. Sin embargo, a la
mayoría los une la preocupación de que las agencias reguladoras gubernamentales
y Big Pharma [n. del t.: en “Big
Pharma” caben tanto la gigantesca industria farmacéutica como la teoría
conspirativa que supone una nociva influencia de esa industria sobre el
cotidiano de todos] son demasiado íntimas como para confiar en los datos de
seguridad y eficacia que terminan otorgando licencias y recomendaciones de
vacunas para uso público.
En los
antivacunas resuena la desconfianza creciente y de larga data en la medicina.
Las preocupaciones de que la medicina como profesión tiene demasiada autoridad
social, está obstinada en exceso en mantenerse a sí misma y recomienda
tratamientos con fines de lucro en lugar de para la salud, son factores que
animan el escepticismo en las vacunas. Si la evidencia y los actores son
sospechosos, ¿en qué y en quién confiar? ¿Son confiables los procesos por los
cuales sabemos las cosas? ¿Confiamos en que los tratamientos médicos funcionan
según lo diseñado, que no conducen a efectos secundarios negativos peores que
las curas? ¿Cómo el campo en expansión de la terapia médica cambia nuestras
vidas, es decir, transforma la humanidad, y no somos conscientes de las desventajas
de estos cambios?
La
modernidad se caracteriza tanto por los avances tecnológicos que han hecho
posible nuestro nivel de vida actual como por la preocupación de que estos
mismos avances nos conduzcan a nuestro derrumbe como especie. Las vacunas están
sin dudas sujetas a este tipo de preocupaciones. Surgieron directamente de la
teoría de los gérmenes de la enfermedad y demuestran la maravillosa oportunidad
de prevenir enfermedades que han devastado a la humanidad desde nuestros
comienzos. Como tal, reflejan la modernidad, definiendo su promesa y sus
peligros. Pero debido a que son tratamientos médicos practicados en personas
sanas, adquieren un significado simbólico descomunal: ¿son salvadores de la
humanidad o una demostración de arrogancia humana, intentos de controlar las
fuerzas naturales que nos definen como humanos y no pueden ser controlados?
Colocar
la desconfianza en la vacuna dentro de la medicalización muestra que está
totalmente en consonancia con esta fuerte tendencia del escepticismo
estadounidense. Expertos, reporteros y médicos, que a diario critican la
irracionalidad que perciben en los padres que se resisten a la vacunación,
harían bien en reconocer este hecho. La fuerza actual del rechazo a la vacuna
–una voz pequeña pero estridente en la esfera pública–, se basa en esta larga
historia de preocupación por la expansión médica y la autoridad social. No es
una moda pasajera susceptible de reeducación. Y sus advertencias sobre los
efectos secundarios no descubiertos y los peligros potenciales y reales son
inquietantes, incluso para quienes vacunan fielmente a tiempo. Al explotar el
talón de Aquiles de la ciencia –su incapacidad para demostrar que X nunca causa
Y, solo que no se ha demostrado que lo haga–, el rechazo a la vacuna atrae las
ansiedades de nuestra época y las magnifica.
En
nuestra actual crisis pandémica, los desacuerdos sobre las medidas de
permanencia en el hogar y otras restricciones a la libertad individual se
libran en este terreno. Si bien algunos escépticos de las vacunas pueden
cambiar sus puntos de vista como resultado de la amenaza inmediata del
covid-19, otros han encontrado su camino hacia ruidosas protestas sobre
acciones gubernamentales para mitigar la propagación del virus. Si bien es
tentador unirse a la mayoría para identificar a estos manifestantes como
simplemente ‘anti-ciencia’, es más esclarecedor verlos a la luz de la larga
historia de preocupaciones sobre el papel social de la medicina y la autoridad
de aplicación del estado para prevenir enfermedades infecciosas. Podemos
anticipar que una vacuna para el coronavirus solo animará esta tensión que, en
su nivel más básico, trata de lo que significa ser un contemporáneo, con
herramientas que podrían salvarnos o resultar nuestra destrucción.
Las
lecciones de la historia son siempre ambivalentes. Benjamin Rush era un
visionario médico. Fue pionero en el cuidado más humano de los enfermos
mentales, y creía que era bueno comer más verduras (una visión radical en la
década de 1790). Mejoró los servicios médicos durante la guerra de la
Independencia [n. del t.: en el
original “guerra revolucionaria”, por la serie de batallas para la expulsión de
ingleses y franceses que a su modo llevó adelante George
Washington, aunque, a diferencia de las colonias españolas, esas
fuerzas eran extranjeras antes de influir en una nación ya consolidada en la
costa Este). Su propensión al desangrado no es su único legado médico, ni el
más importante, sólo suele ser lo más conocido sobre él.
En tanto
buscamos tratamientos de vanguardia y nos preocupamos por medicamentos que puedan
poner en peligro la salud, hoy prevalece el mismo tipo de paradoja. Los
críticos de la vacunación, junto con los muchos estadounidenses que acuden a
los naturistas (o naturópatas), se sienten atraídos por la medicina
personalizada, o se resisten a las publicidades de drogas y píldoras nuevas, pero
son parte de esta tensión, en la que la confianza en las instituciones y la
creencia en los milagros tecnológicos se contraponen a los temores de que
formas institucionales como la medicina profesional no puedan reconocer la
singularidad individual y las vulnerabilidades humanas específicas, y de hecho
podrían estar haciendo más daño que bien.
Nota bene: se respetaron todos los
hipervínculos (en negritas en el texto) del original en inglés, que puede
leerse acá.
Asimismo se agregaron notas y otros enlaces para mejorar el contexto.
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