El vigésimo y último episodio de la primera temporada de la serie Revolution
se emitió hace casi dos semanas (siempre en su país de origen y disponible a
través de internet). Su “hermana” de género y de producción, por ponerlo de
alguna manera, Falling
Skies largó este domingo pasado los dos primeros episodios de la tercera
temporada. La existencia de las dos tiras (la primera de la NBC, la segunda
de TNT, o sea, dos cadenas que vienen un poco lerdas en esto de actualizar el
formato de la ficción televisiva como fueron precursoras HBO, AMC o Fox) ha
sido incapaz hasta ahora de producir el más mínimo movimiento de las partículas
elementales del universo, sólo produjeron una respetable audiencia que las
mantienen en el aire.
Como ya lo había señalado
J.G. Ballard, en estas series futuristas de ciencia ficción (porque también
hay relatos de ciencia ficción que tienen al pasado como fuente de
especulaciones, como las maravillosas Crónicas
marcianas o Titanic –ya
expondremos nuestra teoría al respecto): es el pasado lo que está en juego en
estas visiones del porvenir, es decir, nos plantean como dilema los alcances
actuales de la ciencia, el atolladero ecológico, demográfico y económico con el
que nos desvelan los titulares de diarios actuales.
Además, tienen entre su elenco más o menos célebre (Billy Burke, Giancarlo
Esposito y Elizabeth Mitchell en Revolution; Noah Wyle en Falling
Skies) algunas figuras femeninas como Tracy Spiridakos o Moon Bloodgood (de
una y otra serie, respectivamente), que le permite al televidente más inquieto
ver los episodios con la mano.
Las dos series, de una forma bastarda o, mejor, banal, pretenden abrevar
en la Historia:
en Falling Skies el protagonista es un historiador quien, como se hizo
alarde en capítulos iniciales, sería el encargado de “traducir” las acciones de
ciertos episodios a la doctrina histórica americana. Es decir, como historiador
dotaba de un legado las nuevas batallas en las que una humanidad agazapada y en
fuga en su propio planeta resiste una invasión alienígena, hallaba en esas
luchas un paralelo histórico que le permitían a los guionistas jugar con los
próceres de la historia. Pero todo quedó en un par de discursos en torno a
invasores y luchadores de la resistencia (la trama de la serie se parece,
además, a la que conocimos en El Eternauta).
En Revolution la humanidad es rehén de una conspiración que dejó
sin energía eléctrica a todo el planeta y sumió, en Estados Unidos, a la
población al hostigamiento de las milicias. En esta serie no hay tal pretensión
en torno a la historia, porque acá la trama va hacia el enigma en torno a quién
o qué creó el apagón, lo que deriva en una red de complots que en los últimos
episodios alcanzan ribetes absurdos y, lamentablemente, están lejos de provocar
risa. Pero aún en su pobreza, hay que decir que en Revolution –es decir,
en su trama– se entendió esto: que la gran fantasía del capitalismo es poder
llevar a la Historia a su grado cero a partir de la técnica, es decir, que la
tecnología que permite al capital reproducirse y expandirse, podría también
borrar la Historia, borrar ese horizonte que permitiría a los hombres
emanciparse al elegir sus herramientas para erigir un mundo digno de ser
vivido.
Revolution, además, era más promisoria:
sus capítulos iniciales se habían rodado en la ciudad fantasma de Prypiat,
Ucrania, abandonada hace 27 años cuando la hecatombe nuclear de Chernobyl,
es decir, la escena de un fin de mundo: el de la tecnología nuclear como fuente
de energía y poder. Lo que creímos ver en esas imágenes de los parques de
diversión abandonados y los edificios de ventanas vacías devorados por las
enredaderas era un final reciente, cercano y, a la vez, un punto de
partida.
En
los dos casos, por ineptitud, pobreza o pereza de los guionistas –y de los
productores: Steven Spielberg, que no parece haber aprendido de su fracaso con Terra
Nova, está al frente de Falling Skies; J.J. Abrams, que aún
sigue buscando
la isla perdida de Lost, comanda Revolution–, eso que
llamamos la historia, el ingreso de lo político en la trama, se escabulle
siempre. Tal vez porque en ambos casos las premisas épicas (salvar la
humanidad, encender el mundo) con las que se desarrollan las acciones, son
incapaces de hacernos ver el pequeño mundo doméstico sobre el que se construyen
las grandes tragedias. Por algo las mejores series de los último años
renunciaron a esos titánicos actos salvíficos y se dedicaron a mostrarnos, por
ejemplo, las microdecisiones de un hombre que se mueve entre la cocina de su
casa en un suburbio de Albuquerque (Breaking Bad)
y la cocina de metanfetamina que ha montado en un tráiler junto a un ex alumno
de la secundaria donde da clases de Química. Y todo para sostener un sueño
americano intrascendente: pagar su casa, enviar a su hijo a la universidad,
mantener a su esposa satisfecha. En otras palabras, quien quiera escrutar la
historia más vale que se meta en el living de la vapuleada clase media.
En fin.
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