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sábado, 13 de agosto de 2011

cartas norteamericanas

Mensaje de mi amigo Juan Pablo del 7 de agosto pasado:
"Estaba en Home Depot hoy, y vi el Kilz (el sellador de madera que Walt compra cuando esta arreglando el crawl space de su casa, y se da cuenta que lo suyo es el trafico). Se me ocurre que si Uds. pudieran venir, podríamos hacer un BB tour: desde aca hasta El Paso, pasando por Nuevo Mexico, e ir conociendo cosas de la serie, que son cosas de la experiencia americana: el Home Depot, el Pollos Hermanos (o su equivalente en la realidad, KFC), y así. Sería un viaje piola. Podríamos alquilar un RV como el de Jesse y todo."

Le digo que la propuesta me recuerda, a su modo, las cartas de Burucúa, que reseñé para el desaparecido diario Crítica de la Argentina.
 El puente de Brooklyn. Foto del libro de Burucúa (Editorial Adriana Hidalgo).

José Emilio Burucúa (Buenos Aires, 1946), autor de un clásico de la historiografía del arte y el ensayo, Historia, arte, cultura: de Aby Warburg a Carlo Ginzburg, nos ahorra en Cartas norteamericanas otro clásico. En cambio, ofrece un libro no sólo ameno, sensible e íntimo, sino una llave, una carretera, un trébol –en el sentido vial del término– para llegar a su clásico y a otros. Así, Cartas norteamericanas es un libro generoso, escrito con una pasión rara en el ambiente académico del que forma parte Burucúa; de una erudición escolástica, disimulada e inmensa.

Como el libro recoge las cartas escritas en el lapso de los cuatro primeros meses de 2006, cuando Burucúa –con un largo recorrido europeo y latinoamericano– visita Estados Unidos invitado por el Getty Research Institute, le atribuimos como lectores el fin de transmitir las noticias sobre ese país imperial y mitologizado por las películas que el autor visitó en su juventud. Como Burucúa es un erudito que se encuentra más de una vez con Ginzburg en su periplo norteamericano, goza de nuestra mayor simpatía cuando reconoce los callejones de los dramas policiales de Hollywood de los 40, o cuando reseña una muestra de historietas (hermosos comentarios de Jack KirbyCapitán América, X-Men– o Will Eisner, Robert Crumb y Art SpiegelmanMaus–). Y como Burucúa es un crítico exquisito, no puede menos que emocionar cuando lamenta con aplomo que, en la colección del Los Angeles County Museum of Art, entre las Magdalenas de Georges de la Tour y versiones de Diego de Rivera, la Argentina esté representada por un “cuadro” de Guillermo Kuitca.

El ingreso de datos privados (la presencia o ausencia de Aurora, la esposa de Burucúa; la noticia de un nieto futuro, las cenas con colegas, compatriotas y discípulos) es otro de los aciertos de este libro magistral: porque enseña a través de la figura que nos habla, tanto como a través de lo que dice. El resplandor ominoso de la Guerra; el gobierno de “Georgie Boy”, que ofrece a la memoria de Richard Nixon (quien, nos venimos a enterar, legó una gigantesca biblioteca en Los Ángeles) bondades inesperadas, así como las visiones del imperio en su escena más doméstica, se despliegan a través de unos actos paradójicos y simétricos. Cerca de las cartas del comienzo, Burucúa encuentra el mismo vértigo entre un parque de diversiones hollywoodense y la escalofriante autopista que lo devuelve a Los Angeles; sobre el final, acompañado de nuevo por su esposa en Nueva York, anota sobre la visita casi solitaria al edificio de las Naciones Unidas: “Nos apenó el contraste entre el entusiasmo de nuestra guía cubana y la soledad de esos ambientes, síntoma de la decadencia política del proyecto”.

Y es que, más allá de las brillantes observaciones de Burucúa (sus páginas esbozan nuevos postulados sobre lo sublime, a propósito del 11-S, ya ineludibles), lo que hay de novela excéntrica en Cartas norteamericanas revela una tarea exegética rara en estos tiempos y maravillosa: la de un hombre que puede biografiar el capitalismo mientras sopesa con liviana melancolía sus orígenes.



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Por supuesto que la tradición de viajeros argentinos por Estados Unidos es tan vasta como la de extranjeros en el Río de la Plata, pero además de los consabidos clásicos sobre la materia, el mejor parangón con el que sopesar estas Cartas norteamericanas es el Panorama de los Estados Unidos, de Ezequiel Martínez Estrada, cuya edición de Torres Agüero de 1985 espera todavía una reedición. En junio de 1942, en una Miami aún libre de marielitos, Martínez Estrada observa que los norteamericanos van por las calles como por el patio frontal de sus casas. Con estas impresiones, compartidas luego en cenas y encuentros con intelectuales, más la observación de monumentos y publicidades de la guerra, el exegeta más prolífico que tuvo Argentina realiza una radiografía que echa sombra sobre la Pampa.



Víctima absoluta [fragmento de Cartas norteamericanas]
“La víctima absoluta no ha sobrevivido para contarlo, sólo sobrevivieron sus asesinos. Vale decir que si lo bello puro es el espectáculo de la máquina de los cielos en el ojo de Dios, lo sublime puro es el espectáculo del interior de la cámara de gas en el ojo de un SS. Por esta razón, cuando Stockhausen dijo que la obra de arte más grande de la historia había sido la destrucción de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 (afirmación que le ha bloqueado para siempre el acceso a los Estados Unidos), se refería a una obra sublime y por ello me temo que estaba en lo cierto. (...) El suponer que podemos hallar lo sublime puro nos convierte en instrumentos de un terror sin fronteras y en los perores criminales de la historia.”

 Burucúa y una imagen de Las Vegas.

 
Correspondencia
Cartas norteamericanas
José Emilio Burucúa
Adriana Hidalgo editora
Buenos Aires, 2008
176 páginas

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